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Un problema de difícil solución

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Hay una historia.

9

El charco de sangre se escurre por debajo de su espalda. Tiene los ojos bien abiertos, atentos.

Me siento en el borde de la cama y pienso. Todavía puedo pensar. Actuar, en cambio, me causa mareos. Enciendo un cigarrillo. Contemplo posibilidades, desarrollo hipótesis. La habitación está extrañamente luminosa. Pasan algunas horas.

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Marco los números con lentitud; presionar los botones es una carga enorme. Alguien contesta del otro lado y me sorprendo al modular una voz firme, como si todo estuviera bien, como si nada hubiera pasado. Un auto va para allá, me dicen. Me pongo lejos de la cama y miro el techo.

Llegan.

—¿A quién pertenece el departamento?

—Es de mis padres.

—¿Conocía a la víctima?

—No había tenido el gusto.

—¿Sabe cómo murió?

—Ni siquiera entiendo cómo llegó aquí.

—¿Dónde estuvo usted en las últimas horas?

—No lo sé. Paso a explicarle. Hay un vacío entre el momento en que me acosté y el momento en el que me desperté con eso cerca mío. Es como si de pronto se hubiera materializado una pesadilla o como si alguien se hubiera apoderado de mí para forzarme a cometer un crimen o como si hubiera perdido la razón por unos segundos suficientes para provocar un descalabro o como si me hubiera tomado una revancha de alguien que desconozco.

Los policías revisan el cuarto buscando algún rastro que, les aseguro, no van a encontrar. El oficial se dirige a mí desde el fondo de sus ojos, expresivos de una decisión que cancela todas mis teorías. Vamos, me dice, y me toma del brazo. Cedo, porque así son las cosas cuando no se explican.

El cuarto está bañado en azul. Me llevan hasta la puerta y comprendo que no puedo salir, no puedo irme así. Me aferro al picaporte, grito, todo está cubierto de neblina. De pronto, los policías desaparecen. Las ventanas están cerradas y hace frío.

7

Trato de hacer algo. Intento echármelo al hombro, pero se convierte en una de esas bolsas que los hombres cargan y descargan en los muelles. Entonces rodeo su cuello con el brazo izquierdo y, cuando hago el esfuerzo para incorporarnos juntos, caemos sobre el colchón. Nos golpeamos con la cabecera de la cama y las manchas de sangre salpican las paredes. Una lástima, las habíamos pintado hace poco. Una verdadera lástima.

Queda mirando al techo. Logro arrastrarlo hacia la ventana. Transpiro. Levanto el vidrio inferior y lo trabo con el seguro. Meto su cabeza y sus hombros en el hueco. Es inútil. Es demasiado grande y no pasa. De pronto siento un ruido tremendo. El vidrio superior de la ventana ha caído y casi guillotina la cabeza. Lo saco de allí, a duras penas. Queda tirado en el piso. Los dos estamos amoratados y exhaustos.

Me río un poco. Ya no sé de qué color es el cuarto. Pasan algunas horas y sigo con frío.

6

Voy con pasos rápidos hacia la cocina; allí guardo las herramientas que nunca uso. Busco en la caja. No hay ni una sierra. Lo único útil podría ser este cuchillo que parece brillar. ¿Y qué le corto? La cabeza quizá, porque ya casi la tiene desprendida.

Me decido por un brazo.

Comienzo a hundir el filo de la hoja en la carne. Hay tendones y músculos y tengo que hacer un esfuerzo para atacar esa masa de color blanco. No me da asco, aunque definitivamente este papel no me queda bien. Intento asestarle golpes secos como los que usan los carniceros para ablandar la carne. Le doy a la nuca y la cabeza se levanta. Me enceguezco y empiezo a acuchillarlo por todos lados.

Es inútil: cortarlo me llevaría una eternidad. Mi estrategia se desploma sin mucha ceremonia.

5

Lo empujo hacia la bañera con mi último aliento. El agua caliente corre por su piel. Sentado, parecería disfrutar de ese momento de relajación. Yo también entro a la bañera y me dejo salpicar. Estoy, estamos purificándonos, pienso. No hay nada mejor que el aroma a limpio, pienso. Y entonces siento el hedor que emana de un cuerpo que no es el mío.

La habitación sigue iluminada.

4

Quiero bailar un vals. Salgo del baño y, tambaleando, busco a Strauss.

Lo saco de la bañera a duras penas, lo incorporo y lo pego a mí. Lo abrazo y danzamos en esa pista de baile privada, a la luz de la luna, golpeándonos contra los muebles, dando vueltas, ebrios de felicidad. Pero en uno de nuestros giros tiro demasiado del brazo semicortado y me quedo bailando con el brazo, mientras el resto cae.

Se acabó el baile.

Tiro el brazo inútil contra el aparato de sonido, que sigue tocando el vals. Entonces, ya con furia, tomo el aparato y lo arrojo por la ventana. Los disturbios hacen que se enciendan algunas luces del edificio de enfrente. Oigo gritos que se pierden en la noche.

3

Me siento al borde de la cama y pienso un poco.

Me acerco al monobrazo y le hablo al oído, le digo barbaridades. Beso ese cráneo que ya casi no pertenece al cuerpo y le meto la lengua en una oreja. Creo advertir una mueca de placer. Me muevo despacio, me deslizo rítmicamente para llenarme de sangre, para que me sienta. Ahora hay otra música en el cuarto, la música que componen mis gemidos. Clavo las uñas en su pecho y me voy lentamente, en un rumor sabroso que me recuerda a una mañana de mar, con un sol que me calienta la cara y me pone a dormir.

Abro los ojos. Acaricio eso frío, mutilado, potente, que está debajo de mí. Enciendo otro cigarrillo, pero esta vez el gesto no es de nerviosismo, sino de descanso. Pasan algunas horas. Ha sido hermoso.

2

Alguna vez vi una película o leí una novela con una situación parecida. Debería escribir todo esto, pienso. No. No quiero contar esta historia. Quiero vivirla, es decir, quiero terminar de vivirla.

1

Evidentemente tenemos un problema de difícil solución. Cualquier cosa que haga nos lleva a la circunstancia con la que empezó esta historia: a mi lado, un cadáver desnudo en una noche invernal. Él no cambia, soy yo quien debe cambiar.

Lo acomodo lo mejor que puedo en la cama.

¿Cómo no lo había pensado antes? Busco algo en el cajón y siento una forma que anuncia mi destino. Algún otro va a tener que resolver este caso. Me gustaría verle la cara al que se despierte con nosotros dos en la cama.

Pasan algunas horas. Ya no hace tanto frío.

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Este texto pertenece al libro La derrota de lo real

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