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Todas las noches que tú no andarás

 El terror femíneo y la voz mala contagian México

  

No me importa que me presten atención

siempre fui medio marginal

y eso me produce una inspiración a la vez.

 

Marcelo Moreyra

 

Se dice que la máxima expresión del miedo es el terror, un trastorno que se caracteriza por una ¿desagradable? sensación provocada por el peligro sobrenatural, derivada de la aversión primigenia a la amenza. Desde la Argentina de Juan L. Ortiz, una bucólica enferma estaba amenazando por esparcir sus notas y armonías en México. ‘Mujercitas Terror’ y ‘Envidia’, proyectos ambos cargados de rabia y poética de extramuros, que representan el secreto mejor guardado del under porteño.

Mis amigos son los vampiros. Mis amigos se arreglan para ir a una fiesta. Nos habíamos comunicado incontables veces por correo y mensajería instantánea, pero nos veríamos por primera vez en la Fuente de los Coyotes, en el jardín Centenario de Coyoacán. Yo tendría que trasladarme de la colonia Santa María la Ribera hacia el sur de la Ciudad de México, me transporté casi de manera milagrosa, debido a la hipnosis conferida por el pulque de ‘La Malquerida’, una pulquería en Jaime Torres Bodet que abrió sus puertas en 1945, y que es como un “parque de diversiones” para los amantes del llamado néctar de los dioses. —Te confundimos con aquél tipo de allá. Me expresó Marcelo Moreyra, guitarra de Mujercitas Terror y la voz mala en Envidia. Cuando voltee para examinar a esa persona, me encontré con un hombre corpulento, les comenté que yo siempre he sido delgado como una soga. —No nos referíamos al físico sino a lo abstracto. Me contradijo Daniela Zahra, voz y bajo de Mujercitas; el misterio personificado, una mujer capaz de atraerte o alejarte para siempre tan sólo con la mirada.

Ambos son dulces y no escatiman en proxemia. Podría decir que al encontrarnos se abrieron los ataúdes de los cementerios todos, y la oscuridad cobró de un nuevo significado, justo como escribió Vladimir Nabokov en su autobiografía ‘Habla Memoria’ (1963): “nuestra existencia no era más que un cortocircuito entre dos eternidades de oscuridad”. Reconocerse, saber que la amistad proviene de un pasado lúgubre, de otras muertes, otros sarcófagos y doppelgängers. Nos reconocimos así, sentados a un costado de la fuente que dicen se mueve por la noche; hablamos de la venta de las guitarras de Juan Cirerol. —La de Cirerol es la guitarra de ‘Coco’. Argumentó Daniela –con referencia a la última película de los estudios Pixar– y no puedo negar que la comparación me conmovió por un momento. Planeábamos tomar un trago, una cerveza, caminamos por un par de cuadras y no encontramos el lugar idóneo, poca oferta y demasiado ruido. Hasta que Zahra escuchó una tonada, una voz. —Pareciera que es Sonia Bazanta (‘Totó la Momposina’). Dijo, y fuimos tras ella como seducidos por la cadencia de un flautista de Hamelin o cazador de ratas, hasta llegar al origen, el lugar del que emanaba la modulación, un portón amplio, negro y llano, en el 121 de la calle Presidente Carranza; un timbre que fue tocado por Daniela y un recibimiento inesperado, como si ya nos estuvieran esperando. Entrar a ese lugar fue lo más parecido a estar en ‘Eyes Wide Shut’ (1999), la película de Kubrick, en la escena en que Tom Cruise entra a un largo pasillo donde se llevan a cabo toda serie de actos ¿espeluznantes? y al fondo se escucha un canto del ‘Bhagavad Gita’, sólo que en esa fiesta no se utilizaban ni máscaras ni túnicas, sino estridentes pelucas moradas, y lo que se auscultaba no era precisamente la frecuencia de la Momposina, ni mucho menos el “Canto del Bienaventurado”, sino la voz de Melisa Castellanos, vocalista y percusiones de ‘Los Monstruos del Mañana’, una banda de rock indie y cumbias andinas. —Es cumbia satánica. Dijo Dany, una cumbia espesa como de ritual de iniciación yoruba. Lo de cumbia satánica no estaba de menos, ya que al lado del improvisado escenario se situaba un altar de santería con sus velas encendidas.

Pronto fui descubriendo que bajo esas pelucas no habían fisonomías reptilianas ni máscaras de Dionisios, sino más bien ceños de actores mexicanos: Daniel Jiménez Cacho, Jesús Ochoa, Alejandro Calva, Cynthia Klitbo, puesto que lo que se celebraba en esa residencia era el cierre de campaña de la ‘Planilla Morada’ de la ‘Asociación Nacional de Actores’ (ANDA). Después de comer y beber lo que pudimos, salimos de la “festividad”, flasheados y desconcertados; Marce me tomaría una fotografía con el actor Roberto Sosa antes de partir.

Antojo de sopa por la noche, potaje para resistir la pálida. La verdad es que sólo precisábamos de un pretexto para seguir conversando, pero todos los menús en los restaurantes del centro de Coyoacán abiertos a media noche nos parecían vomitivos. Terminamos cenando un frío caldo repolludo en un café de chinos, hablando de Ricardo Darín, Charly García, Pete Doherty, Felisberto Hernández, Silvina Ocampo, Klaus Kinski, Harmony Korine y el gusto desaforado de ‘U2’ por parte de Dany. Faltaban un par de días para el concierto de Envidia en la Ciudad de México, pero yo tendría que regresar a San Luis Potosí, en donde los vería de nueva cuenta en el ‘Festival Futuro’, ahí mismo se les uniría el baterista Federico Losa.

Se nacen con dos miedos, el miedo a caernos y el miedo a los sonidos fuertes. De esta dupla de miedos elementales e innatos se desprende una amalgama de angustias, fobias y aprensiones que nos permiten subsistir. La música de Mujercitas Terror tiene el mismo efecto, nos permite sobrevivir a ciertos instintos depredadores, a las tendencias suicidas y a la abducción de la noche, la soledad, el ostracismo y la envidia. Un trío de punk y oscuro rockabilly conformado por artistas, ilustradores y poetas que posee la ternura, el brillo y la delicadeza de aquellos niños asesinados en Argentina, la fragilidad de Candela Sol Rodríguez, Micaela Santos, Gastón Bustamante y Tomás Dameno Santillán, que parecen coexistir y jugar todo el tiempo en sus letras, pero también la malicia temprana de los infantes parricidas Sergio y Pablo Shocklender, del Petiso Orejudo y de Carlos Eduardo Robledo Puch (el Ángel Negro). No hay cabida para Mujercitas Terror en su natal país, una banda con un concepto estético en una nación de rock hedonista, de mayor placer por el menor dolor. El rock nacional argentino es una chaqueta emocional, Mujercitas Terror es cuchillo y es plectro, pero “en donde entierran tu poesía te entierran a vos / y eso es tener suerte”, Envidia Dixit.

En el breve tiempo que llevo de conocerlos nunca los he visto usar otro color en sus ropas que no sea el negro, siempre el negro en una tierra de playeras albicelestes, de azules y amarillos; lo que me recuerda a Johnny Cash vistiendo de negro cuando todo el mundo estaba usando diamantes de imitación, prendas brillantes y botas de vaquero: “yo decidí usar una camisa negra y pantalones, y ver si podía salirme con la mía”. —Soy casi un travesti. Dice Federico Losa ya en San Luis Potosí, después de un aletargado y fatigoso viaje de avión: uso pantalones y blusas de mujer, blusas negras que son como mi segunda piel.

El Festival Futuro se anunciaba como el oasis sonoro en San Luis Potosí, y se celebró en un jardín ubicado en Taller 2560 que sesiona regularmente como centro de eventos sociales. Entre su Line up se encontraban ‘Dorian’, ‘Psychic Ills’, ‘Little Jesus’, ‘The Make Up’ y ‘Mujercitas Terror’; el festival me recordó algo que me dijo Isabel Cea –bajista y voz de Triangulo de Amor Bizarro–: “muchas veces llego a festivales y digo ¡joder, soy la que peor viste!, toda esta gente que va a los festivales –el público– parece que van todos a tocar en putas bandas de la hostia, y yo vengo aquí como puedo, porque vengo de una puta aldea”. Es así que el Futuro pudo ser una hibrida pasarela de modas o un muestrario de ‘Urban Outfitters’, en donde el escucha vestía mejor que el Line up, pero terminó convirtiéndose en una fiesta muy amena, una gran noche en donde la moda desaforada y los micrófonos alternos convivieron sin línea divisoria alguna. Y vi a Mujercitas Terror bailando como nunca, riendo, bebiendo, pasándola mejor que en ningún otro lugar; la entrega del público potosino fue absoluta durante su set, que aún con la luminosidad y el calor de la tarde, ensombreció el día para interpretar esos redondos temas sobre el lado oscuro del ser humano. Daniela con ese largo bajo ‘Fender Precision’ de 1978 y Marce con aquella guitarra ‘Fender Bronco’ del mismo año –que después sería solicitada por Tres Warren de Psychic Illspara su set–, cantando como auténticos pájaros descuartizados que en verdad deberíamos dejar este pueblo “donde nadie observa la belleza / no somos una especie muy aceptada / quizás bajo la tierra estaremos a salvo”.

En Guadalajara el trío se hospedaría en la galería–departamento ‘Guadalajara 90210’, en la Colonia Americana, un proyecto de arte contemporáneo conformado por más de veinte artistas, que dotó al tour de Mujercitas Terror por México de un aire mucho más artie. Tocarían el 29 de marzo en el Anexo Independencia, pero antes beberían algunas cervezas en el ‘Zona Uno’ en Pedro Loza y ensayarían en el departamento del escritor Mariño González, autor de ‘Fútbol: Una novela punk’ (Tierra Adentro / Conaculta, 2010).

Guadalajara se me presentaba de una manera completamente diferente          –nunca es la misma– ya no era espada sino vampiro en la boca, con ese cielo carmesí que te hace llorar a veces, una vertiginosidad de ritmos que te obligan a calarte en las aceras para observar el andar de la impaciencia y el miedo de paso rápido, las ruedas del tiempo quemando caucho sobre el asfalto hirviendo, sus vagabundos finos en avenidas larguísimas que surcan derecho al dolor de la tarde. A pesar de que no suelo fumar hierba, ese día quemé en el departamento de Mariño; todo el tiempo queriendo encontrarme en otra ciudad y cuando por fin estoy lejos me siento agobiado. Llegaría al concierto blanco y sin palabras, que a veces es lo mejor. El silencio lo salva todo. Los riffs de Mujercitas y su terror comenzaron a actuar, un terror noctívago. Una súbita reacción de antropofobia, de miedo a la gente, gente que en el concierto me alejaba sus manos en un R.E.M de marihuana, en el que yo sólo esperaba el momento justo para despertar en medio de un slam de fantasmas, fantasmas en movimiento confundidos es un haz de cerveza y desencanto, fantasmas, a lo Masami Kurumada, entes hambrientos que saltaban sobre la carne muerta al primer rasgueo de la Fender Bronco, o a lo Michael Swanwick, fantasmas que vagaban por un mundo cuya importancia caía rápidamente en el olvido; y “hubiera sido agradable, si no hubiera estado tan desconectado, todo era oníricamente distante”. “Tormentosos tus días”, gritaba Daniela al micrófono: “desgarrados tus chicos / con una máscara de dulce piel / cubriendo sus restos / y en tus desinhibidos sueños / los encuentras cuando la noche llega”. Y no había oración divina que pudiera retratar la eufonía de aquella noche. Intercambio de navajas y de perversidades, de terror y de mujeres, confusión de mil ojos y de mil riffs.

Concluiríamos la fecha en el ‘Bar Lido’, a las cinco de la mañana, Marcelo, Daniela, Federico y yo, discutiendo sobre el ‘Martín Fierro’, comiendo rosquillas y bebiendo cerveza, poniendo en la rockola pistas de los ‘Rolling’ que sólo nos hacían sentir más cansados. Era mejor dormir.

James Joyce escribe en ‘Retrato del artista adolescente’ (1916) que el terror es el sentimiento que paraliza el ánimo en presencia de todo lo que hay de grave y constante en los sentimientos humanos, y lo une con la causa secreta; para Daniela Zahra, el terror es más que un estado de alerta, es un sentimiento de afecto, amistad y paz; conceptos que para ella sólo pueden concurrir en la música, y que se funden con el miedo cuando ella está tocando el bajo. El 30 de marzo dejaría ese miedo y ese instrumento en la 90210 para que otro tipo de terror se soltara por la noche. Marcelo se presentaría con Envidia –su proyecto como solista– en el ‘Club Nocturno Luz Negra’, en Pedro Moreno 630, dentro del aniversario de ‘La Vitrina Psychique’. Envidia es un proyecto que se deriva del poema “Virus”, perteneciente a un libro inédito. Marcelo grabó esos diecinueve track stras concluir su primer gira por México en 2013, durante tres etílicas sesiones nocturnas bajo la producción Andrés Cáceres; y es el disco más under que vas a escuchar, las canciones más honestas y viscerales, de anti-desarrollo personal, grafías provenientes del extrarradio rioplatense y la marginalidad ensanchada, poesía que versa sobre la muerte de la infancia, las drogas, la noche, el oscurantismo, el peligro, la paternidad, la fealdad, la enfermedad y la rivalidad, la envidia de quien quiere viajar pero no puede porque está enfermo, que no quiere vivir todo el tiempo en exhibición. Envidia es poesía y escalpelo, escalpelo y ternura, ternura y pánico, pánico y veracidad, veracidad y arte. Las canciones de un hombre que no necesita más que una guitarra acústica para decir que se odia a sí mismo, para cantar que su mundo es el mejor porque todos mueren; y como escribió la poeta española Isabel Salas en ‘Navaja de llavero’ (2016), yo tengo envidia de ese hombre, envidia de verle tan valiente: “yo nunca fui tan hondo como escarbas tú / me dan miedo las sombras / caerme en el abismo / y no saber volver”.

Una crónica es muy diferente de la historia propiamente dicha, bien expresaba Nemerov. Cada vez me importa menos el pasado y sus antologías, desmembrar cadáveres al correr de las páginas, más esqueletos de los que la morgue de mi cabeza puede albergar. Así que ya no me importa contar historias a partir de un pretérito desplazamiento periodístico y colonizador, ni tampoco fundar un género; no quiero tener la mirada curiosa de quien descubre lo que ya estaba allí pero que otros no oteaban, sólo quiero encontrarme en alguna esquina de alguna ciudad, descubrirme al fondo de un callejón hediondo, al fondo del vaso, en el alcohol más fuerte o en el concierto más estridente, en las cantinas sucias o el plexo de la noche, en la química comprimida de las pastillas, las zonas erógenas de la mujer y el cauce de la música en una bóveda mohosa iluminada con radiación violeta en el subsuelo de Guadalajara. Ficción o no, recitales como el de Envidia te acercan a tu otredad, a tu otro yo, ese desadmitido y segregado, en crudo, “perdiendo el tacto” y “nublando la visión”, entonces puedes sentirte en casa, en una zona de confort que sólo te puede otorgar la eventualidad de la soledad… hasta que pierdes el hilo negro de la vida y vuelves a extraviarte otra vez.

Puedes usar todos tus miedos para crecer, dice Max Cady (Robert De Niro) en ‘Cape of Fear’ (1991), y eso es equitativamente lo que proyecta Moreyra en Envidia, los que nos instruye, con una susceptible y afectiva voz mala, que sigamos creyendo en lo que nadie cree, en nuestros temores, en lo que jamás se debe mostrar, en la vida, en la muerte, en nosotros mismos, en el peligro de todas las noches que tú no andarás.

 

Foto de Vala Belain

 

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