Lo único que Raymond Fernández prometía era derrotar la eterna soledad. Lo decía con un leve acento español, alargando las vocales, lo que caía perfecto en el personaje de latin lover que había creado delicadamente.
A las mujeres –casi siempre de mediana edad– no les importaba que fueran mentiras: ansiaban que al menos ese hombre elegante, de estatura mediana y en forma, no calentara la cama por algunas noches. Apenas buscaban un compañero que hiciera las horas menos vacías.
Así lo habían puesto por escrito en los avisos del corazón de las revistas dominicales. Fernández era un habitué de esas páginas, y sabía muy bien qué necesitaban esas mujeres solas.
Cuando estaba en su natal New York –Fernández había nacido en Estados Unidos, de padres españoles– elegía una cita en algún hotel de Manhattan. A las mujeres las seducía con flores, comidas entre velas rojas, perfumes caros. Les decía que era un empresario, que su vida se repartía entre varias ciudades, y las incautas se entregaban.
Fernández conseguía muy fácil lo que deseaba: dinero, joyas, cheques en blanco. Era común que aquellas mujeres, golpeadas en su confianza y autoestima, no reportaran su caso a la policía. Tenían odio y mucha vergüenza de que se supiera que habían escrito a los correos sentimentales. La gente las podía confundir como mujeres de mala vida…
A mediados de 1947 la vida de Fernández cambiaría para siempre.
Martha Beck no era como las otras mujeres. Madre soltera de dos niños, su infancia era el inicio de una vida malograda. Su hermano la había violado y sus padres la castigaban cuando no hacía lo que ellos deseaban. Un desorden glandular la había vuelto una niña con graves problemas de salud. Al llegar a la adolescencia su peso quedó perpetuo en 250 libras.
Beck era ansiosa y dominante. Cuando Fernández viajó para una cita hasta Milton, Florida, la mujer lo tenía de antemano resuelto: nadie los podría separar. Ni siquiera la muerte.
Para su mente fantasiosa –lectora voraz de las revistas del corazón– ellos encarnaban a Romeo y Julieta. El pacto de sangre fue matar y robar a las mujeres que su amante conquistaba a través de los avisos sentimentales.
Entre 1947 y 1949 la pareja asesinó a 20 mujeres. Algunas se llamaban Janet Fay, asesinada a martillazos en la cabeza, Delphine Downing y su hija pequeña de 2 años, estranguladas.
Ninguna de las víctimas que sedujo Fernández pudo tener sexo con él. Beck, celosa hasta la furia, jamás lo permitió. En varias ocasiones, cuando ese trato tácito casi se vio roto, descargó su ira con un disparo o una puñalada mortal.
Solo aquellos que viven la pasión creen que ésta jamás se apagará. Fernandez y Beck compartían el amor y la codicia. La segunda, al menos, llegó a su fin.
La pareja cayó en Michigan –en su pasión dejaban demasiadas pistas– y extraditados a New York donde había pena de muerte. El 8 de marzo de 1951, en la prisión de Sing Sing, los esperaba la silla eléctrica.
Antes del fin, Martha Beck se confesó ante la policía: “Mi historia es una historia de amor. Solo aquellos desgarrados por el amor saben realmente lo que significa. Condenarme a muerte solo ha fortalecido mi amor por Raymond…».
PD: la historia de Fernández y Beck fue llevada al cine en dos oportunidades. La primera, The Honeymoon Killers (1970), es un buen ejemplo de cine indie. Truffaut la consideraba su película americana favorita. La segunda, Lonely Hearts (2006), protagonizada por John Travolta y Salma Hayek, es todo lo contrario.