Texarkana (Sudaquia Editores, 2021), el primer libro de cuentos de Iván Parra García, es un artefacto de pensamiento para que la incertidumbre de estos tiempos no nos robe la esperanza. Quince de las dieciséis historias se desarrollan en el lugar que da el nombre a la compilación: un pequeño pueblo en Estados Unidos en el que los presagios, la desaparición inexplicable de las personas y las condiciones climáticas extremas están al orden del día.
Lo primero que notará el lector es una atmósfera de perplejidad en la que es imposible para los personajes actuar frente una amenaza latente que, por desconocida, los mantiene en el límite entre la zozobra y la desesperanza. Es lo que presenciamos en “Resplandor de una desaparición”, el relato inicial, donde el padre Rochester observa inquieto una bandada de pájaros negros que surca el cielo sin procedencia ni rumbo conocido. Esa imagen nos ubica de golpe en una calle polvorienta, punto de partida del viaje por un pueblo en el que a muchas cosas les falta una explicación, pues, como dice una mujer en “Ámsterdam”, “nada es como Texarkana”. Por ejemplo, en “El retorno del hombre que nunca estuvo”, un viajero no sale del asombro al ver que el pueblo está bajo el hechizo de un profeta de la salvación que regresa “desde el paraíso para salvarnos de nuestros pecados”. Y qué decir de “Pájaros negros”, la historia de Ernesto Reid, un hombre que después de reaparecer de una forma tan misteriosa como se perdió, se pega un tiro en la cabeza con una escopeta.
En medio de la impotencia frente a lo inexplicable, los personajes practican la inquietud como método de vida. En “El espectro de lo extraordinario”, el señor Samuel Hidalgo, a quien vemos regresando después de haber desaparecido súbitamente, «se llena de terror al comprobar que no ha enloquecido”. Y justo cuando parece que cada ser del pueblo se va a perder en la locura y el desasosiego, aflora en un abrazo o en una palabra la urgencia de encontrar un refugio emocional para existir en un mundo sin certezas.
Texarkana es un libro sobre la monotonía, sobre la necesidad de mirar con sospecha lo “real” y sobre el proceso difícil y necesario de buscar respuestas, pero, por encima de todo, es una apuesta por las relaciones como paradigma de redención humana. La soledad, las decepciones amorosas, la ansiedad, los recuerdos o la indiferencia son todos caminos que se deben transitar para reconocer al otro y para reconocerse en él. Este es el caso de “Todos los domingos son iguales”, en el que un niño con padres divorciados narra un encuentro con su papá, un alcohólico en proceso de rehabilitación. Vemos algo similar en “Estabilidad de la desesperanza” cuando un joven mesero latino, víctima del racismo y, en general, de las anomalías del sueño americano, se ríe de todas sus desventuras y le rasca el pecho a un perro que se le acerca en la calle.
En “Sueños de la Vía Láctea”, mi favorito, un abuelo perdido que aparece, un niño que llega hasta el delirio febril por el deseo de conocer, un abrazo tan honesto como espontáneo y una imaginación llevada al límite son los ingredientes de un relato que ilustra de manera brillante el entusiasmo del espíritu humano por ver a través de los ojos ajenos. Entretanto, en relatos como “La tempestad de los desafortunados” se nota la fuerza del intento por descifrar relaciones, pero habría sido posible hilar más fino para hallarles sentido en toda su complejidad.
Con una prosa de oraciones cortas, sin ornamentos, con pocos adjetivos, justo los necesarios, las acciones al interior de cada cuento se desarrollan en una cronología lineal, con gran fluidez y con una adecuada dosificación de la información que permite mantener el interés del lector. Solo se intercalan en la secuencia breves retrospecciones sobre los personajes que nos permiten entender la situación en la que se encuentran.
Las seis historias relatadas en primera persona nos hacen sentir muy cercanos a las emociones de quien nos cuenta. En las que están en tercera persona, el narrador establece una distancia que no le impide revelarnos algunos pensamientos de los personajes, los suficientes para hacernos sentir inquietud y curiosidad. Sin embargo, al igual que ellos, desconoce la causa y la naturaleza de los misterios que merodean.
Lo que sí es común a todos los cuentos es la obsesión con los detalles, que se justifica si pensamos que los personajes solo tienen el presente. Cada acción importa porque el instante es lo único que se puede dar por sentado: frente al futuro azaroso, no queda más que rezar, como dice el señor Lobo en “El espectro de lo extraordinario”. Gracias a esa riqueza descriptiva, los relatos tienen una vocación visual que le permite al lector conocer Texarkana a través de postales o instantáneas de los lugares: la feria del estado en la que hay atracciones mecánicas y carreras de cerdos, la estación de tren, la taberna con luz de neón en la que la televisión y la música tienen volumen por igual, una casa de citas ubicada en medio de una taquería y una iglesia evangélica.
El elemento más recurrente de toda esta geografía es la existencia de un firmamento en el que los personajes, armados con telescopios e incluso a ojo desnudo, buscan las respuestas que no encuentran en la tierra. No es fortuito que el poeta Carlo Acevedo diga en el epígrafe del libro que “la carretera / a lo lejos promete / trozos de cielo”. Después de deambular por Texarkana, quedamos con la sensación de que en el viaje hemos vivido momentos de resignación, dolor, ansiedad, impotencia, ternura, solidaridad y compasión. Acaso sean estos los trozos de cielo que el lector ha vislumbrado en el horizonte una vez concluye la lectura.