Nicolás no soporta ese silencio, no por el silencio sino porque tiene que romperlo, tiene que dar una explicación, todos la están esperando, por eso están ahí. Pero él sabe que “no se llora sin razón” y “no es razón para llorar” son las caras de una misma moneda: la solidaridad que le ofrecen estos gringos, preocupados pero sin involucrarse, que así son ellos, siempre amables, siempre atentos e interesados, siempre lejanos y siempre sin llegar a formar parte. Y ahora Nicolás tiene que decirles algo para que lo entiendan, para que entiendan lo que ni él mismo entiende, porque de pronto para él nada tiene sentido y lo que menos sentido tiene es la razón por la cual se siente así.
En la madrugada, cinco minutos antes de que sonara el despertador ya se había levantado, tal era la emoción que lo llenaba. Le regaló esos cinco minutos a Graciela y fue a la cocina a cebar el mate, le hubiera gustado preparar un vacío, pero ¡a esa hora quién puede comer carne! Encendió el televisor y vio el inicio de la transmisión. Fue al cuarto y despertó a Graciela, luego hizo lo propio con los chicos. Volvió a la cocina, tomó el mate y lo llevó al family room. Se sentó frente al televisor cuando las alineaciones adornaban la pantalla. Un primer plano de Batistuta le arrancó el primer grito de emoción de la madrugada, “¡Vamos, Bati!”. El eco en el solitario cuarto fue el primer bocado de lo que sería una terrible jornada. “No seas loco, mi pibe”, se quejaba Graciela, llevada a rastras hasta el sillón del family room. “Dad, ¿sabes qué hora es?”, reclamó Armando sin poder abrir los ojos no por el sueño sino por la lámpara prendida que le quemaba las pestañas. “Sí. Hora del juego”. Diego, en un silencio de los que no perdonan, ocupó su lugar en una esquina del sofá; Armando, viendo manchas verdes por el camino y rezongando inútiles quejas, se sentó al otro lado. Nicolás se instaló en medio de sus dos hijos, listo para ver en familia el gran partido, inesperadamente importante; a esas alturas Argentina debía estar más que clasificada para la siguiente fase, pero la suerte inglesa, la puta que los parió, obligaba a lo que de todas todas iba a suceder: que Argentina le ganara a Suecia y terminara de empezar su paseo triunfal hacia el tricampeonato, que ya el 86 está muy lejos y sus hijos no necesitan cuentos para dormir —el gol de Maradona a Inglaterra, el que le hizo a Bélgica en la semifinal, y el de Burruchaga para sentenciar la final, ocupaban para sus hijos el lugar que para otros niños tienen las historias de caballeros, princesas y dragones, o las de Bernie & Friends—, necesitan sus propios sueños, su propio campeonato, su Argentina la mejor del mundo, y esta selección tiene todo para dárselos.
Todo, excepto la atención de los chicos. “¡Graciela, mirá el ejemplo!”. Graciela está tan dormida como sus hijos, a ella el fútbol le interesa solo cuando juega Brasil, como buena venezolana cambió la vinotinto tan pesada de derrotas por la verdiamarela, un cambio tan definitivo que nunca se cansará de contar con un orgullo de 24 de junio el día que salió a la Principal de Las Mercedes a bailar samba celebrando la victoria brasileña del 94. “Vendepatria”, replica siempre Nicolás, sólo para recibir un beso agridulce y un “te amo tanto que se me olvida que eres argentino”, que le roba la carcajada a todo testigo de la escena repetida con desparpajo de trama de telenovela, en especial a petición de sus hijos —siempre los que más ríen—, que ríen más desde que descubrieron que la anécdota materna es infalible punto final a las narraciones futbolísticas de papá.
Nicolás voltea a la izquierda y a la derecha, ve a Diego y ve a Armando, tanto le costó que Graciela aceptara esos nombres, los aceptó solo porque por separado le parecían bellos, y ahora están a su lado, tan dormidos a pesar de que el Bati está intentando entrar en el área con balón dominado, que no puede dejar de preguntarse si sus hijos son argentinos, venezolanos o qué. Por desgracia, siente que ese qué es la mejor respuesta. Cuando Diego decidió jugar béisbol Nicolás lo atribuyó a la influencia de la madre y mía; quisiera pensar que las gorras y las barajitas que le he regalado tuvieron algún efecto sobre él, pero en el fondo hasta Nicolás sabe que ni siquiera la madre describiendo con lujo de emociones el inimitable ambiente de un Caracas-Magallanes tuvo que ver con que Diego prefiriera seguir los pasos de Magglio y no del Bati. Con rabia por no haber podido convencer a sus hijos de que lo único en el mundo que se acerca en intensidad a un River-Boca es un Boca-River, Nicolás aceptó la decisión de Diego pero no lo hizo con dignidad. Aunque ya sabe que básicamente hay cuatro maneras de sacar out a un jugador, en presencia de Diego todavía Nicolás llama al bate “el mazo ése” para exasperar a su hijo. Lo que no entiende ni comparte y no está dispuesto a perdonar es la afición de Armando por “la comedia de boludos” que los gringos inventaron porque necesitaban que alguien se parara en el centro de la cancha a explicarles el rugby, y por la que llaman al único fútbol soccer, “you mothersucker!”. Nicolás no ha ido al primer juego de su hijo y no piensa ir a ninguno, que sea uno solo el que lo apoye cuando el apoyo no es sincero; Graciela pasa todos los juegos con los ojos tapados pidiéndole a la Milagrosa que no sea una pierna partida en siete pedazos lo que haga a Armando cambiar de idea y de deporte.
“¿Vos lo viste?”, Nicolás sacude a Diego, sacude a Armando, y nada, no lo han visto, no lo han visto porque no hay nada que ver, el partido está trabado, está cada vez más complicado, hay demasiado nervio allá y acá. Nicolás no se atreve a mirar como si fuera Graciela en un partido de football, que ése es el que debería llamarse soccer, “you mothersucker!”. Nicolás necesita compañía, y yo que también estoy viendo el juego podría subir de mi basement de refugiado, pero ya mi hermana llenó la cuota permitida de venezolanos que no saben nada de fútbol.
Si no estuviera solo sería más fácil sobrellevarlo, el cuello estaría menos tenso, el corazón latería más tranquilo, pero no tiene con quién descargar, sus movimientos y gritos ahogados sólo consiguen que sus hijos y su esposa se arremolinen en sus lugares; el mate está frío, nadie puede beber tanto mate a esa hora y aunque pudiera Nicolás para lo único que tiene apetito es para las uñas: si Argentina no mete gol temprano en el segundo tiempo cualquier cosa puede pasar. “¡Concéntrense!”, grita queriendo que lo escuchen en Japón y también a su lado, como si de la indiferencia de su familia proviniera el mal resultado de la albiceleste. El grito pareció despabilar a los tres durmientes, pero tras la orden de Graciela, “vayan a acostarse”, los chicos desaparecieron en el más profundo sueño. Nicolás miró a su esposa dolido. “¡No les gusta el fútbol! Viven en Portland, no en Buenos Aires”. No por obvia, no por redundante, la verdad duele menos; que no le den regalo el día del padre, que Nicolás no sabe para qué lo es si no va a poder enseñarles a sus hijos a patear de tres dedos.
Graciela se levanta del sillón y se abraza a su marido intentando reconfortarlo, casi lo logra, pero ya es demasiado tarde, ya es lastre, ya es sentenciada la falta al borde del área argentina, ya el vikingo coloca el balón, ya le pega tal vez como le enseñó su padre, ya Cavallero se estira y no llega, ya uno a cero, ya Argentina enfrenta con certeza el fantasma de la eliminación, ya Batistuta es remplazado, ya mira como pasan los minutos desde la banda sin poder hacer nada, ya ni el gol de Crespo sirve porque el empate también elimina a la albiceleste, ya el pitazo final, ya las lágrimas de los jugadores, ya se acabó el Mundial aunque Nicolás haya comprado el paquete que incluye hasta la final.
Mientras repartía la correspondencia estuve a punto de explicarle a todos lo que estaba pasando, pero sé que él agradeció mi silencio. Después de todo, ¿qué le pueden decir sus compañeros de trabajo? “Take it easy, Nicolas”, con acento en la i, “Argentina will win the next Cup”. No, no quiere escucharlos diciendo eso, no les dará la oportunidad de decirlo, como si ellos entendieran lo que es un Mundial, como si un Mundial se repitiera, como si un Mundial no fuera un evento único: nunca los mismos jugadores, nunca los mismos equipos, nunca los mismos estadios, nunca las mismas victorias, nunca las mismas derrotas, todo Mundial que se pierde queda por siempre dibujado en la bandera como la cara de Cristo en el manto, la campera se resquebraja y no vuelve a ser la misma, el país todo se agrieta y corre el riesgo de hundirse y desaparecer por la herida; no hay revancha, no hay próxima oportunidad, no hay consuelo posible, solo hay el dolor en el pecho y el nudo en la garganta que Nicolás siente desde el pitazo final.
Con el silencio de la frustración se levantó del sofá dejando que Graciela cayera por su propio peso y ni así se despertó. Nicolás apagó el televisor e hizo el ademán de recoger los restos de la derrota, pero decidió que Graciela se merecía el recuerdo. Subió y se bañó, se vistió y antes de salir a la oficina volvió al family room. Graciela no se movería de ahí en al menos un par de horas, tal vez para ese entonces Nicolás haya recuperado la voz. Justo antes de cerrar la puerta recibió un ronquido de despedida.
Nunca Nicolás odió tanto la privacidad robada de los cubículos. Ve las fotos de sus hijos y de su esposa y sabe que no quiere ir a casa; ve a sus compañeros ya impacientes y sabe que no quiere estar en la oficina. Quiere estar en la Avenida 9 de Julio aunque parezca La Recoleta, aunque solo haya un transeúnte que no conozca, que nunca hubiera visto, al que no volveráa ver, y que sin decirle nada, sin explicarle la más mínima cosa, lo entendería completamente, porque al mirarse los dos todo estará más que claro, todo estará sobrentendido; apenas un gesto, una mirada que pasa de largo, ni siquiera una palabra, y no estarán como Nicolás está ahora, queriendo que las lágrimas se lleven cuesta abajo toda la soledad que siente. Pero las lágrimas traen a más y más gente a su cubículo, ya no lo soporta, no los soporta, no los quieres ver porque no los quiere insultar, no se lo merecen, o tal vez sí se lo merezcan por no entenderlo. “What’s goin’ on, Nicolas?”, con acento en la i, “tell us”. Nicolás levanta la mirada y la posa en cada uno de sus compañeros de trabajo. Como si tuviera cien años se levanta y de inmediato una rendija se abre en el muro de carne que lo mantenía prisionero. Da un par de pasos alejándose del muro y se voltea, todos lo siguen mirando, y sin detener sus pasos, con la voz incierta porque sabe que más temprano que tarde volverá a su cubículo a la vista de todos, les dice a sus todavía intentando ser solidarios compañeros de oficina, “it’s not soccer, you mothersucker!”.