Cuando surgió la novela negra en Estados Unidos, país pionero de ese género, de la mano de Raymond Chandler, Dashiell Hammet, James Cain, Erle Stanley Gardner y toda una cohorte de excelentes escritores que se habían curtido en el campo de los guiones cinematográficos, se tenía la sensación de que ese tipo de narrativa estaba indisociablemente unido al ámbito urbano. La novela negra era, también, novela urbana; las historias criminales se desarrollaban en los bajos fondos de las grandes ciudades, o en las altas esferas cuando el detective recibía el encargo de hacer averiguaciones sobre la vida turbulenta de la hija de algún magnate. La corrupción, la extorsión, el robo, la estafa, el asesinato, tenían forzosamente por escenario la colmena humana, y las calles de Nueva York, Los Ángeles o San Francisco prestaron su escenario a ese tipo de literatura que luego se convirtió en cine negro e inundó las pantallas de medio mundo de manos de los mejores maestros de esa cinematografía de luces y sombras que tan bien supieron captar el ambiente malsano en el que se desarrollaban sus historias. Solían ser, en principio, novelas moralizantes en donde siempre vencía la ley y el orden sobre el crimen y las conductas torcidas. Luego vinieron una serie de autores, una segunda ola, capitaneados por Patricia Higsmith, Ed McBain, Jim Thompson, Mac Behm, Chester Himes, que dieron la vuelta a la tortilla; en sus novelas los malos y los buenos no quedaban muy claros quiénes eran, la línea que separaba la ley y el orden de la delincuencia era difusa y frecuentemente se traspasaba; a veces, en esa literatura, como también pasaba en la vida real, eran infinitamente peores los policías que los delincuentes. Y ya las novelas tenían otros paisajes, podían huir de las grandes urbes para instalarse en las carreteras, en los cochambrosos moteles guardados por siniestros porteros, en granjas perdidas del Oeste o en pueblos en donde no se detenía el tren. El género negro salía de las calles y entraba en los campos. La Norteamérica profunda, poblada por tipos huraños que tanto cazaban ciervos como personas, podía ser tan peligrosa o más que según que calles de Los Ángeles.
En España, aunque frecuentemente lo olvidemos los novelistas que escribimos en clave negra, hay un escritor y premio Nobel, Camilo José Cela, que, sin ser muy consciente de en qué genero estaba escribiendo, publicó una novela de una fuerza extraordinaria, seguramente la mejor de toda su producción, ambientada en el mundo rural y negra por los cuatro costados: La familia de Pascual Duarte. Dura, tremendista, de una violencia inusitada, esa obra maestra de la literatura contemporánea conmocionó a la sociedad española bastante conmocionada ya de la posguerra. La excepcionalidad cultural que vivió España, por culpa de la férrea dictadura que atenazó el cine y la literatura para que estos dieran una visión idílica de la sociedad española, que no se correspondía con la realidad, hizo imposible el nacimiento de un género que ya se extendía por Francia de la mano de Georges Simenon y su comisario Maigret, cuyas novelas nos llegaban en baratas colecciones de quiosco, y el Reino Unido (Graham Greene, John Le Carré, Edgar Wallace). A la muerte del dictador se produjo la eclosión de novelistas negros, auspiciados por un sinfín de editoriales que vieron en el género un filón, pero todos, y me incluyo, optamos por ambientar nuestras novelas en las grandes urbes.
La tónica de asociar novela negra y novela urbana se ha roto porque se han ampliado los escenarios, también en España. Los crímenes también se producen en el ámbito rural que puede dar mucho juego con un escenario, el paisaje yermo, desolado o frío, del que se sirve el autor para introducir átomos de inquietud entre sus líneas. Un buen número de asesinatos se ha producido en pueblos medio despoblados de la montaña, que permanecen aislados en invierno; en solitarias pistas forestales en donde más de un alcalde de un villorrio ha sido emboscado; o en pequeñas poblaciones de la España del interior en donde no se han olvidado rencillas del pasado de origen ancestral que enfrentan a una familia con otra, o en donde surgen violentas disputas por cuestiones de lindes de los terrenos.
Al género le ha ido bien ese cambio de paisaje, sobre todo auspiciado por la influencia de la legión de escritores nórdicos, que suelen darle mucha importancia, porque bajo los árboles, en los valles umbríos, en cimas gélidas o en solitarias cabañas el crimen, si cabe, tiene un ingrediente más inquietante: la presumible víctima se encuentra mucho más desprotegida y sola ante el malvado de turno.