El sol ardiente, el viento inflexible. Las gaviotas bajo un manto índigo y resplandeciente que se amalgama con el azul intenso del océano. Aquel recuerdo llega como las olas en las costas, pero también se desvanece como las formas en la arena bajo de ellas. Todavía se manifiesta en mi mente, en algunos momentos, con la misma nitidez con la que lo ha hecho por más de doce años.
El pueblo de pescadores se llama Taganga. Está localizado a la orilla del mar Caribe de Colombia, en una zona montañosa, correspondiente a la Sierra Nevada de Santa Marta. Su tradición pesquera se remonta a los años antes de la colonia, y mucho tiempo atrás, fue destino esencial de muchos de lo amantes del buceo. El corregimiento de cuatro mil habitantes es famoso por sus arrecifes de corral bajo el agua traslucida de la bahía. En las tardes, las lanchas de los pescadores flotan bajo el ritmo de las olas sosegadas del mar. Las viviendas de colores y los albergues de los extranjeros se encuentran, escalonadas, en la ladera de la sierra, por cuyos caminos de tierra, viajeros australianos, alemanes, israelitas, americanos y españoles, bajan a la playa por la mañana; y, suben a sus hostales llevando el peso de la sal sobre su cuerpo, por las tardes.
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Viajé en bus desde Bogotá hasta Santa Marta en la navidad del 2005. Fue un viaje abrumador, de mil quilómetros, pasando montañas y valles, recorriendo autopistas interminables a lo largo de la costa. En el terminal de Santa Marta tomé el taxi que me llevaría hasta aquel corregimiento de pescadores a donde me vine a quedar por varias semanas. Me alojé en una habitación de una mujer del pueblo que en diciembre la arrendaba mientras se iba a trabajar en las islas del rosario en Cartagena. Tenía las paredes de color esmeralda, una colchoneta azul clara con manchas amarillas en los dos lados, una ducha sin baño, una ventana sin cristales, pero protegida por una reja de hierro forjado. La letrina quedaba en el patio compartido con los turistas de la posada, atrás de la casa. La nevera estaba localizada junto al lavamanos de la habitación. En ella mantuve siempre una botella de whiskey Old Parr.
La posada quedaba en la ladera de la montana, andando, a unos quince minutos de la bahía. En la tienda de la esquina de la calle, permanecía encendido un equipo de sonido a todo volumen, día y noche. Al frente del local se levantaba un olivo alto, grueso y vetusto. Bajo sus ramas llenas de hojas, los turistas y pescadores se sentaban en sillas de metal a beber ron Tres esquinas y Old Parr.
A mi regreso de la playa me detenía en aquel local en donde a veces me ponía a conversar, con Marco, un italiano de Nápoles que llevaba cinco meses viajando por toda Sudamérica; otras veces, no me detenía, sino que continuaba a mi habitación; abría la ducha, y colocaba mi cuerpo bajo el chorro de agua helada hasta quitarme la arena de la piel. Del refrigerador sacaba la botella Old Parr, una manotada de hielos, llenaba un vaso de whiskey, sacaba una silla a la calle. Mientras me bebía mi whiskey, sentado en la acera al frente de la habitación, con mi mirada perdida en la bahía, despedía la partida del día.
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Assi Ben-Mosh, conocido como el demonio de Taganga, nació en Kiryat Atta, una pequeña población israelí a 20 kilómetros de Nazaret. Tras salir del ejercito israelita, empezó a viajar por el mundo. Vivió en Tokio por varios años, pero tras meterse en líos con la mafia Yakuza se trasladó a España. En el 2003 fue detenido en Holanda por trafico de drogas en Europa. Quedó en libertad en el 2009, y poco después llegó a Colombia para radicarse en Taganga en donde fundó el hotel Casa Benjamín. Se hizo famoso para las autoridades de Colombia por montar un emporio sexual y de drogas en el pequeño corregimiento de pescadores junto a otros exmilitares israelitas. En el 2017 fue detenido y deportado por la Inmigración de Colombia, y en julio de 2018 la fiscalía de Colombia solicitó a la Interpol una circular azul para capturarlo. Fue capturado en Portugal en el 2019, pero como había sucedió en el 2003, volvió a quedar en libertad gracias a sus abogados.
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La bonanza marimbera en Colombia tuvo lugar principalmente en la Sierra Nevada de Santa Marta en los años 60s y 70s, la cual, junto a la naciente conexión viaria entre Santa Marta y Taganga convirtió a esta última en un paraíso popular entre los hippies y aficionados de la marihuana, muchos de los cuales viajaban desde Estados Unidos para disfrutar de la playa, la tranquilidad, la calidad de la hierba de la sierra, la ausencia de una presencia del estado, y también para predicar el góspel de la libertad.
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Desde la silla en donde me sentaba con mi vaso de Old Parr podía ver el reflejo del sol en el Caribe. Allí conocí a Thomas, el alemán y Milena, su novia brasilera quienes subían de la playa a la montaña por mi calle cada día. Él se parecía a Jesús, o por lo menos, a la imagen caucásica que nos enseñaron del predicador: tenía un rostro blanco y alargado, una barba rizada y descuidada, pelo castaño y ojos marrones; era alto, de contextura gruesa como la de un ciprés y hablaba español con elocuencia, con acento andaluz. Los ojos de bronce, la piel acanelada y la delicadeza del cuerpo de Milena la convertían en la otra mitad del alemán y vice versa. Nos conocimos porque se detuvieron a pedirme un cigarrillo; cuando nos volvimos a encontrar en un bar cerca de la playa, la pareja me comentó más sobre sus motivos en Sudamérica. Habían viajado juntos por mas de siete años. No se consideraban turistas, pues llevaban mas de un año viviendo en un bohío en la montaña que ellos habían construido. Según me dijeron, dormían en hamacas; y comían vegetales que recolectaban y animales que cazaban. El bohío también funcionaba como un bar clandestino para los turistas que llegaban al amanecer, muchos de los cuales, subían al bohío cuando los bares cerraban en el pueblo.
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¿Cómo describir aquel momento? ¿Cómo capturar aquel recuerdo en palabras? El mar Caribe y el cielo fundiéndose en una amalgama de tonalidades. Alejándome de la playa, en aquella cámara inflable, los rayos del sol dorado en mi rostro, la corriente empujándome hacia el oceano, pero con levedad, con paciencia, casi que, escondiendo sus intenciones; llevándome consigo, como envuelto en su encanto. Los turistas en la playa se veían cada vez mas lejanos, los podía ver, pero ellos no me podían ver a mí. Los escuchaba, pero no me escuchaban. A mis palabras se las tragaba la infinitud del océano, así que levanté los brazos, pero a los gestos también los detuvo la fuerza del Caribe. ¿Ha llegado el fin de mí? me pregunté a mí mismo entre la cadencia de la marea que me arrastraba hacia un lugar desconocido.
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Una noche me encontré con Thomas y Milena en El amanecer, el que para entonces era el bar más popular entre los turistas que visitaban Taganga. Estaba localizado en el patio de una casa de estilo colonial; además de la fuente en el centro del jardín, tenía cuatro palmeras y una caseta en donde se compraban las bebidas. De las ramas de las palmeras colgaban luces blancas. La segunda planta de la casa estaba designada para residentes, muchos de los cuales eran pescadores. Thomas, tenía la misma pantaloneta azul y la camiseta blanca que había lucido en la playa aquella tarde en donde habíamos estados los tres, junto a dos australianas que habían venido a Taganga desde Melbourne para bucear. Se notaba incomodo entre la multitud cuando no fuera que estuviera en su bohío. Milena lucía un vestido corto amarillo, llevaba su cabello húmedo, agarrado con una cola de caballo. La música, las voces cada vez más altas, el humo de los cigarrillos, el olor a marihuana, el sudor de los cuerpos, y la piel que rosaba otra piel; la noche empezaba a fundirse en una misma sensación hasta que uno de los inquilinos de la segunda planta se asomó por la ventana. Tendría unos setenta y pico de años. Movió los labios, pero sus palabras se desperdiciaron porque nadie lo oyó. Se dio media vuelta, desapareció tras las cortinas de la ventana, pero después de unos segundos volvió asomar su rostro: ¡bang! bang! bang! Los cuerpos quedaron paralizados. La música se detuvo. Algunos dirigieron su mirada a la ventana. Otros se tocaron la espalda y las piernas. Dejen dormir hijueputas, dijo, con el revolver en la mano, volvió a desaparecerse detrás de la ventana. Miré la hora: las doce. Observé a Thomas. Había empezado a repartir tarjetas con las indicaciones sobre cómo llegar a su bohío en la montaña.
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Mis recuerdos son como sueños. Me cuesta entenderlos o encontrar su significado. Pareciese como si no existiera un lenguaje común entre nosotros. En mi recuerdo decido saltar de aquella cámara inflable y empezar a nadar a la orilla. Para mi fortuna mi cuerpo se dirige hacia el lugar al que quiero que llegue. A la cámara inflable la sigue empujando el viento hacia el Atlántico. Trece años después de aquel viaje al Caribe, en el verano del 2018, durante un viaje Croacia, me dirigía a la playa en la costa del Adriático cada tarde. Me gustaba permanecer allí cuando la bahía empezaba a quedar vacía. Los padres y las madres, cansados por la pesadumbre del sol, cargaban a sus hijos, entre sus brazos, los llevaban de regreso a la habitación del hotel para alistarlos para la cena. Me sumía en el mar. Nadaba hasta las boyas. Me dejaba abrazar por él. Con mis brazos y mis piernas extendidas, mi mirada se dirigía al asure que envolvía el océano mientras me entregaba de nuevo al agua del mar.