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Sobre tesoros encontrados

La historia la comenté en Perllouvr, el bar francés al que suelo ir los viernes para trabajar con Khislavsky. No es que sienta una especial debilidad por la comida o el café, pero queda a la vuelta de casa, y como no sé manejar, es un buen lugar para las citas. Khislavsky trabaja para la televisión –algo en Estados Unidos y otro tanto en América Latina– y me pidió que lo ayudara con algunos guiones. Como no tengo televisión –sólo veo cine y algunas cosas salteadas por Internet–  le pareció que era la persona perfecta.

Estoy mal de dinero, así que no fue muy difícil tentarme. A veces, entre capítulos donde le roban a la protagonista de la serie –ahora estamos con algo llamado El hombre del pasado–, salen otras ideas que nos gustan y pensamos que podrían ir para otro tipo de programa. Pero por ahora las telenovelas nos dan de comer.

A Khislavsky lo conozco hace tiempo. El conocimiento que tenía de él es el de aquellos individuos que vemos en alguna reunión de argentinos que se repite, por lo general, sólo una vez cada año. Alguien me dijo que escribía. Habíamos conversado, pero nunca nos pasamos los teléfonos y ese tipo de cosas desagradables. Recién en el último año, cuando pusieron un bar en la otra cuadra del Perllouvr, es que lo empecé a frecuentar. El lugar es pequeño, no había oportunidad para hacerse el disimulado.

A él le gusta hablar, sobre todo de trabajo, así que me comentaba algunos detalles de las historias que escribía –todas bastante intrascendentes–, y como yo tengo la cortesía de escuchar, seguía la costumbre. A veces preguntaba qué me parecía tal episodio, si debía cambiar o no el destino del personaje, o dar otro twist a la historia. Yo le decía lo que pensaba, él escuchaba, tomábamos un poco más de vino y la noche continuaba amablemente.  En una de esas noches, cuando salió lo de mi problema económico, me propuso que lo ayudara. Hacía rato que necesitaba de alguien y como yo siempre le había dado buenas ideas, “¿que para qué buscar más, querido?”.

La historia que le comenté a Khislavsky se dio en esos momentos que también los hay, y es cuando decidimos abandonar el trabajo –esas ideas casi por imposición–, y la charla se vuelve más placentera, Khislavsky recuerda algo que suma a la historia o a mí me sirve para hacer una conexión que hasta hacía muy poco me era desconocida. Es nuestro trago de literatura.

Ahora que lo pienso, esa historia habría caído bien en Hechos Inquietantes, el libro que Juan Rodolfo Wilcock elaboró recopilando extrañas noticias de los diarios, probablemente que hicieron sus domingos más llevaderos en la soledad del verano romano, y que también colgaban a tantas ciudades de distancia de la pared del departamento de Julio Cortázar en París, para que fuera un dato más para que su imaginación le diera “ese cosquilleo de cuento”.

Hace algunos años la familia Beauté compró una casona del siglo XVIII en Notre-Dame-de-l’Isle, en el noreste de Francia. Pero recién este año decidieron hacer algunas renovaciones. Para eso contrataron el servicio de una empresa de construcción. Hasta allí habían llegado los tres obreros –hasta el momento se desconocen los nombres– para edificar en el galpón una cocina moderna. Mientras excavan, encuentran una bolsa. Temen lo peor, aunque se equivocan: adentro hay 16 lingotes de oro de un kilo cada uno y recipientes con alrededor de 600 monedas de 20 dólares estadounidenses del año 1920.

Los tres obreros no necesitan hablar para saber lo que van a hacer con ese tesoro. Trabajan un rato más en la casa, construyen la cocina, que a los dueños les gusta y los felicitan por lo rápido y bien que ha quedado todo, y los tres huyen satisfechos.

Se reparten la fortuna por partes iguales y luego venden los lingotes y las monedas de oro a una casa de numismática. Les dan 1,2 millones de dólares.

Uno de ellos, Abdel, –al nombre se lo puso Khislavsky que no soporta los NN–  piensa que lo mejor es guardar el dinero en su departamento. La portera que limpia como siempre la entrada del sombrío edificio del distrito XV de París no le llama la atención la bolsa de supermercado que lleva, aunque tal vez sí, la manera en que se aferra a ella.  “Estos árabes son gente muy extraña”, piensa mientras lo ve a Abdel perderse por las escaleras. Esa noche sueña con irse a Marsella y vivir una vida de playboy, aunque al lado duerma su esposa y mañana deba levantarse temprano porque a sus hijos hay que llevarlos al colegio y esa parte le toca a él.

Didier–al nombre se lo puso Khislavsky que no soporta los NN– no está casado. Coloca parte del dinero en el banco y se dedica a gastar lo otro en ropa, restoranes caros, visitas a exclusivos saunas.  Deja los Gitanes por unos habanos cubanos que vio en un film español que dieron una madrugada por la televisión pública.  Por unos meses disfruta el dinero como Gilbert  –esta vez yo tuve que ponerle un nombre, debido a la conocida aversión de Khislavsky…– , que también lo guarda en un banco.

El único que tiene problemas es Abdel, que debe convencer a su esposa que el dinero no lo robó. Luego de algunos días y ropa en las tiendas de La Vallée Village, la esposa decide no llamar a la policía…

La vida podría haber seguido esplendorosa para los tres obreros, pero este tipo de historias sólo tienen finales felices en Hollywood, y ésta es una francesa.

De uno de los bancos donde se depositó parte del dinero, se hace la denuncia al fisco por considerar que las elevadas sumas de dinero tienen un origen sospechoso.

Ahora, los tres obreros están presos y serán juzgados en diciembre por robo. Podrían darles hasta 10 años de cárcel. No deja de ser curioso una antigua ley francesa: si los hombres hubiesen declarado su hallazgo, se hubieran podido quedar con la mitad del botín, correspondiendo la otra al propietario de la casa.

La historia del botín de los obreros franceses hizo que recordemos otra, en este caso la de un guatemalteco, inmigrante en la ciudad de New York, que fue agarrado por la policía en el preciso momento que se subía a un avión para regresar a su país. En su bolsito de mano llevaba 250 mil dólares. Durante los diez años que había trabajado en las cocinas de varios restaurantes de Estados Unidos había ahorrado esa cantidad de dinero, pero según la ley, como nunca había pagado impuestos –y además el hombre era indocumentado y no podía trabajar en el país– ni un centavo de ese monto le correspondía.

–¿Te imaginás la vida miserable que habrá llevado ese tipo?– preguntó en voz alta Khislavsky–. Moneda por moneda así todos los días ahorrando, sin siquiera tomarse un café o comiéndose una hamburguesa…

Me lo podía imaginar y no quería. Aquella tarde la charla derivó en otras cuestiones, aunque latente asechaban las historias de botines y dineros perdidos. En un momento, luego de no sé qué incidente en una productora de televisión chilena, Khislavsky recordó los crímenes que había desencadenado una herencia enterrada en una quinta de Santos Lugares, en las afueras de Buenos Aires. Alguna vez había querido incluirla en alguno de sus guiones:

Como un fantasma, se habla mucho en la familia Ricciardi del dinero enterrado en la casa, pero nunca nadie lo ha visto. El abuelo, un inmigrante italiano, había tenido un astillero. Le había ido muy bien, aunque era conocida su avaricia. Gastaba poco y ahorraba demasiado. Se hizo viejo, los vaivenes de toda economía sudamericana le hicieron una mala jugada, y perdió el astillero, menos algunas propiedades, que supo vender a tiempo. Murió cuando se dirigía a Rosario, en un accidente automovilístico. Como era un hombre a la antigua que  llevaba las cuentas en su cabeza, no tenía registros de contaduría ni mucho menos computadoras, no dejó mucho efectivo, apenas esa quinta en Santos Lugares de herencia.

El hijo mayor y su madre se fueron a vivir a la casona. Cada vez que los problemas económicos salían a la luz en esa familia venida a menos, se preguntaban por la suerte del dinero. Su madre le decía que buscara que allí había enterrado en algún lugar del jardín una fortuna de 12 millones de dólares. El hijo había hecho algunas excavaciones, pero la propiedad tenía casi media manzana, y no había encontrado nada. Max, el nieto mayor, creció escuchando el odio a su abuelo y el destino de esa herencia.

La historia la repitió con sus amigos, que un día, cuando el dinero no alcanzó para las drogas, lo convencieron de desenterrar el tesoro. Contaban con la ayuda de un espiritista que les había señalado el lugar exacto donde estaban enterrados los dólares: debajo de un limonero. El dinero se lo repartirían en partes iguales. Nada podría salir mal.

Max le dijo a su padre y abuela que esa noche no lo esperaran a comer, ya que tenía una cita. Con un amigo, que fue quien consiguió las armas, los sorprendieron mientras miraban la televisión. Su padre recibió un tiro en la nuca. La abuela se resistió y quiso escapar, pero la mataron en el jardín. Durante horas excavaron en el lugar señalado por el espiritista, sin suerte. Pronto se haría de día y había que llamar a la policía.

A Max no le creyeron la coartada de que había sido un robo. Había llovido toda la noche y un investigador se dio cuenta que los zapatos del joven estaban demasiado limpios. Cuando se supo el motivo del crimen, se realizó un rastrillaje en el jardín, aunque no se dio con el dinero. La historia quedó como otra leyenda urbana. Nunca más alguien quiso ocupar aquella casa. Sin embargo los vecinos siguieron escuchando ruidos y voces por la madrugada. De día se daban cuenta que las excavaciones en el jardín se habían multiplicado.

 

 

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