Una noche cualquiera de marzo de 2016, en un apartamento común de Roma, dos jóvenes torturaron y asesinaron sin motivo aparente a un tercero. El crimen fue tan brutal como inexplicable. Manuel Foffo y Marco Prato, dos hombres de clase media-alta, sin historial de violencia, mataron a Luca Varani, un muchacho de origen humilde, en lo que pareció ser un ritual de destrucción gratuita. Ese acto, desconectado de la lógica criminal habitual, sacudió a Italia no solo por su crueldad, sino por su falta de sentido.
Nicola Lagioia, novelista y periodista, se lanza en La ciudad de los vivos a una investigación de largo aliento que va mucho más allá de la reconstrucción del crimen. A lo largo de más de cuatrocientas páginas, se propone comprender qué hay detrás de un acto así. Y no lo hace desde la distancia. Se mete en el fango. Entrevista a los implicados, lee los expedientes judiciales, conversa con los padres, recorre las calles. Su prosa, precisa y densa, se aleja del sensacionalismo: no busca escándalo, sino desentrañar lo inenarrable.
Lo que Lagioia construye es una especie de radiografía moral de Roma. Una Roma decadente, entregada al cinismo, donde la vida parece flotar sin dirección. Una ciudad donde nadie se hace cargo, donde el Estado se ausenta, donde los vínculos son frágiles y las pulsiones más oscuras encuentran vía libre. Es en ese contexto que el crimen adquiere una dimensión simbólica: no se trata solo de lo que hicieron Foffo y Prato, sino de lo que la ciudad permitió que sucediera.
La investigación avanza por capas. Primero están los hechos: los días de consumo desenfrenado, las decisiones erráticas, la llegada de Luca, la muerte. Luego vienen los perfiles: Foffo, el hijo obediente, atrapado entre el mandato paterno y su sexualidad reprimida; Prato, el dandi seductor, acostumbrado a manipular su entorno con encanto y drogas. Pero es en la tercera capa donde el libro se vuelve realmente perturbador: cuando Lagioia examina cómo esa violencia habita, en formas larvadas, en todos nosotros.
Hay algo kafkiano en la manera en que el autor describe el proceso judicial: no hay grandes revelaciones, no hay lógica. Solo queda el vacío. Y frente a ese vacío, Lagioia no ofrece respuestas, sino una mirada lúcida sobre la fragilidad de lo humano. Lo monstruoso no aparece como algo externo, sino como una posibilidad latente en la normalidad. Esa es quizás la mayor inquietud que deja el libro: que todo fue posible porque todo parecía normal.
La ciudad de los vivos es una obra que desafía el formato del true crime para instalarse en un territorio más complejo: el de la crónica literaria que reflexiona sobre el mal como un fenómeno social y cultural. No hay morbo, pero sí desasosiego. No hay juicio, pero sí una pregunta que resuena una y otra vez: ¿cómo es posible?
Lagioia no escribe sobre asesinos. Escribe sobre nosotros. Sobre la ciudad que habitamos, sobre las grietas que ignoramos, sobre las señales que preferimos no ver. Y lo hace con una prosa que incomoda, que exige, que obliga a pensar. La ciudad de los vivos no es un libro para entender un crimen; es un libro para entender por qué seguimos sin entendernos.