Las alas del deseo
En 2009 tuve el honor de recibir en el Aeropuerto de Carrasco a Josefina Ludmer (Argentina, 1939-2016), quien llegaba a Uruguay invitada a participar de un acto por el centenario del nacimiento de Juan Carlos Onetti (1 de julio de 1909). Asimismo tuve el placer de acompañarla durante los dos días de su visita, en los que, además de ofrecer en el Paraninfo de la Universidad una brillante exposición acerca del autor de El pozo y de El astillero, recorrió librerías y se llevó un buen número de títulos de escritores uruguayos siguiendo mis acaso equívocos consejos.
Ludmer había vuelto a radicarse en Buenos Aires tras un largo período como docente en la Universidad de Yale (New Haven, Connecticut, EEUU), donde ocupó la cátedra de Literatura Hispanoamericana que había estado a cargo de Emir Rodríguez Monegal y de Sylvia Molloy. Antes había impartido clases en las universidades de Harvard, Berkeley, Princeton, Monterrey (México) y Buenos Aires, y escrito decenas de artículos publicados en revistas especializadas. Sus libros (Cien años de soledad, una interpretación, 1972, El género gauchesco, un tratado sobre la patria, 1988, El cuerpo del delito, un manual, 1999,y Aquí América Latina. Una especulación, 2010) también contribuyeron a convertirla en una de las figuras más respetadas y brillantes de la crítica literaria hispanoamericana.
Incisiva, original, sus trabajos dieron cuenta de un espectro que ella prefería definir no como “literatura” sino como “algo mucho más amplio (y más fantasioso si se quiere) que es lo que llamo la imaginación pública: todo lo que circula, todas las imágenes y palabras que producimos y recibimos y que nos rodean y nos constituyen”, según me confesó luego en una entrevista. “La imaginación pública sería un trabajo anónimo y colectivo en constante movimiento y creatividad, y la literatura formaría parte de ese trabajo social. Allí es donde busco nociones, palabras, imágenes y modos de pensar que me permitan entender este presente en el que vivimos, porque las palabras y nociones que usábamos hasta hace poco hoy parecen insuficientes.”
En aquellas dos jornadas escuchó hablar generosamente del maestro, pudo ver una instalación en la cúpula del Teatro Solís con su afinado rostro, gruesos lentes y elegante sombrero, y se llevó una impresión de la que luego dio testimonio en el prólogo a la primera reedición del libro Onetti. Los procesos de construcción del relato (1977, 2009, 2017) a fines de aquel año. Entonces escribió, quizás demasiado optimista, que se podía ver a Onetti “en las calles de Montevideo, ya clásico y por lo tanto dotado de función representativa”. Lo cierto es que, nueve años después, poco y nada queda del efímero homenaje y hoy la ciudad, por nadie mejor fundada que por el propio escritor, sigue sin una calle, sin una esquina, sin un liceo, sin una escuela que nos recuerde su nombre.
Políticamente incorrecto, electoralmente insignificante, marginal en cuantiosos sentidos, Onetti es una víctima múltiple a la cual la clase política y un sector de la clase cultural –mutada en política– niega existencia, relevancia estética, centralidad narrativa, sin importar siquiera que fue el único compatriota que obtuvo el Premio Cervantes –esa suerte de Nobel hispano– además de haberse convertido con los años en una figura clave de la literatura universal, estudiada a lo largo y ancho del planeta. En esa desventura lo hemos sumido, y ello habla más de nuestro país que la peor de las diatribas.
Un mundo distinto
En ese prólogo Ludmer aclaraba que en 1977 el mundo “era otro”, y que los instrumentos teóricos con los que había examinado la obra de Onetti, más de treinta años después, habían entrado en crisis: “en el texto está el significante de la lingüística, el deseo y el goce del psicoanálisis, y la producción y la revolución del marxismo”. En 2009, a prudente distancia de las tres corrientes, sin embargo sí resaltaba que lo que había permanecido indemne era la narrativa de Onetti, en particular la novela La vida breve (1950), a la que su abordaje crítico se dedica mayormente. Sus consideraciones eran por demás elocuentes, al sostener que en aquellas páginas se seguía detectando “la modernización literaria: una literatura mucho más independiente y autónoma que exhibe los signos de la pertenencia a la literatura: la novela dentro de la novela, la escritura en la escritura, la ficción en la ficción”.
Es cierto: de 1977 a 2009 (y a este 2018) el mundo cambió, pero sobre todo cambiaron las formas de mirarlo, los instrumentos y las estrategias de comprensión. “En la era Onetti, más o menos entre los años 1930 y 1980”, escribe Ludmer, “no solo se discutía la relación de la literatura con la política o la economía. Había que optar entre formas nacionales o cosmopolitas, literatura rural o urbana, realismo o vanguardia, literatura pura o social”. Observadas desde el presente, estas “categorías” parecen tan lejanas que arriesgarían invalidar desde sus fundamentos toda investigación. Pero no obstante Onetti. Los procesos… sigue siendo una mirada tan exquisita como exhaustiva a la obra de un escritor que, sin renunciar jamás al mundo urbano, supo ponerse a necesaria distancia de aquellos debates baldíos.
Tal vez el mayor peligro que este libro afronta hoy es el peso de los instrumentos de la lingüística estructuralista en boga en aquellos años, un regodeo en términos técnicos que han ido perdiendo valor en el análisis crítico, una inclinación por lo excesivamente abstracto o críptico (las construcciones internas del lenguaje, la deconstrucción semántica, las reglas casi matemáticas –a veces forzadas o en apariencia caprichosas– aplicadas a la secuencia de capítulos, la casi absoluta prevalencia de lo simbólico y/o metonímico sobre lo figurativo). Sin embargo la mirada dirigida a la estructura de la novela, al lugar que en ella ocupa el autor, al vínculo entre los “reinos” de la realidad y la ficción (o ficción y sub-ficción), a la ligadura establecida entre los narradores y la acción que protagonizan, sigue siendo de una excelencia que no tiene parangón en los incontables trabajos que se han dedicado a nuestro escritor.
Como punto de partida y a la vez a modo de apresurado resumen, para Ludmer el mundo onettiano se constituye y adquiere consistencia definitiva en La vida breve, en donde “un narrador cuenta cómo es posible que él cuente y erige, por este mero hecho, una compleja dialéctica que simula desplegarse entre ‘la realidad’, ‘la ficción’ y el sujeto que las articula”. Detenerse en estos mecanismos, desmontarlos hasta sus mínimas partículas, es la tarea esencial de este libro.
El socio oculto
“…La vida breve es una teoría sobre las posiciones, trabajo, condiciones de posibilidad y límites del narrar y de la escritura y, más específicamente, sobre el sujeto de la enunciación en la escritura”, escribe. Multifuncionalidad y polivalencia del relato, ambigüedad de las palabras que lo constituyen, ambigüedad psicológica y moral de los personajes que las enuncian –como en la vida misma–, riqueza absolutista que comprende cada una de las instancias sobre las que se asienta la narración: he ahí las claves de una novela que marca un antes y un después en las letras latinoamericanas. Hasta aquel entonces, 1950, nuestra literatura no había sido capaz, con igual intensidad, de establecer un diálogo entre la realidad, la realidad intrínseca del relato y las posibilidades de invención subyacentes en su propio desarrollo.
En el proceso de construcción de La vida breve, en el establecimiento de los dos reinos que la componen (ficción y subficción), se diluye de modo casi definitivo la voz del autor para ir transformándose en la voz de los sucesivos narradores (Brausen y sus desdoblamientos; Díaz Grey y su carácter fantasmal pero sustitutivo) o, mejor aún, el autor pasa a ser la segunda parte –el socio más o menos oculto– del narrador principal, convirtiéndose también él en una criatura más de la historia. A ese respecto, en su libro Onetti: las vidas breves del deseo, María de los Ángeles González sostiene que Brausen “crea unos personajes (Díaz Grey, Medina) que sospechan la existencia de un creador (el compañero de oficina, el hombre de cara aburrida) a cuya voluntad responden sus destinos y cuya identificación, además, coincide con Onetti”, creador tan poderoso que, paradójica y deliberadamente, termina convertido en una alegoría más.
Mario Vargas Llosa publicó en 1975 La orgía perpetua, libro dedicado a Gustave Flaubert y a su novela Madame Bovary. Entre otras consideraciones, argumentaba allí que este “fue el primer novelista moderno porque fue el primero en comprender que el problema básico a la hora de escribir una novela es el narrador, ese personaje que cuenta –el más importante en todas las historias– y que no es nunca quien escribe, aun en los casos en que cuente en primera persona y haga pasar por suyo el nombre del autor. Flaubert entendió, antes que nadie, que el narrador es siempre una invención. Porque el autor es un ser de carne y hueso y aquel una criatura de palabras, una voz”. Y esta constatación, llevada a lo excelso, evidencia en Onetti lo que Jonathan Franzen, más cercano a nosotros cronológicamente, hace conocer como la fractura de “la dominación del autor”, circunstancia que el propio estructuralismo venía estudiando desde la década del 60 del siglo pasado.
Antes, dice Vargas Llosa, el autor funcionaba como un intruso no justificado “por las exigencias de la anécdota”, pero “Flaubert perfeccionó una serie de recursos narrativos encaminados a invisibilizar la presencia del intruso irremediable y convirtió al narrador en ese fantasma que es todavía en las novelas modernas”. En Onetti estos mecanismos dan otro portentoso giro hasta convertir el juego de las voces narrativas –de los narradores diseñados desde el mundo real hasta aquellos pertenecientes al mundo de la subficción– en un reflejo especular cuyo inicio y cuyo fin no son pasibles de prescripción.
¿Quién habla? ¿Qué dice? Estas dos preguntas fueron frecuentes en las primeras discusiones acerca de la presencia o la ausencia del autor, encabezadas por pensadores como Michel Foucault, Roland Barthes y otros integrantes del estructuralismo francés, incluido Jacques Lacan. ¿Quién habla? ¿Onetti? ¿Brausen, el personaje que Onetti inventa? ¿Arce, el personaje que Brausen inventa para acceder al cuerpo de la Queca, su vecina prostituta? ¿Díaz Grey, el personaje que Brausen inventa para heredar Santa María –otra invención– cuando él ya no esté en ninguno de los reinos? ¿Onetti, el personaje que Onetti inventa para compartir la oficina donde Brausen escribe una historia en la que alguien inventa una historia?
¿Y quién lee? “El nacimiento del lector –y del espectador– se paga con la muerte del Autor (Creador)”, sostiene Barthes, en tanto que Foucault afirma que en la escritura “la cuestión no es manifestar o exaltar el acto mismo de escribir, no es tampoco apresar al sujeto dentro del lenguaje; se trata, más bien, de crear un espacio en el cual el sujeto que escribe está desapareciendo sin tregua”.
Lo que falta
Para Emir Rodríguez Monegal, en su prólogo a las Obras completas de Onetti publicadas en 1979 por Aguilar, La vida breve puede leerse no solo como el testimonio de un mundo cuyos valores han entrado en crisis, sino también como la aventura interior de un individuo, Brausen. Entonces, no se trataría solo de “escapar de la realidad, vivir la vida breve, o inventarse un cuento para llevar al cine o escribir sobre él una novela. Se trata de crear otra realidad entera, competir con la creación misma. Gradualmente, y casi sin quererlo, Brausen libera dentro de sí las fuerzas de la imaginación. Mientras vive su vida de gris rutina, o la más excitante pero también rutinaria de Arce, o la siempre rectificable de Díaz Grey, Brausen explora las provincias ilimitadas de la creación”.
Para ello, y ahora según Ludmer, debemos aceptar que toda creación se genera en una ausencia. Y que esta novela da comienzo justamente con una mastectomía, la que padece Gertrudis, mujer de Brausen. “Se escribe a partir del corte y de lo que falta; se escribe porque hay algo que falta…”, dice, y más adelante agrega que la función de la escritura en Onetti “es siempre la construcción de la prótesis de lo que falta”. Se inventa una realidad otra, pura ficción, porque se busca algo que no se es, y porque se quiere dejar atrás –matar– algo que ya no se quiere ser. González también es clara al respecto en esta afirmación: “La novela es la búsqueda de algo que no se produce, el deseo evanescente de la apropiación de una identidad, la casi revelación de un misterio, la aspiración de unos personajes a salir de sí mismos, a encontrarse. El resultado de la búsqueda es irremediablemente el fracaso, sobre todo porque estos personajes se buscan en el deseo de otros (…) El lugar de la producción de la historia es la carencia y la aventura siempre está en otra parte”.
“Si la humanidad pierde a su cuentista, entonces perderá su infancia”, dice uno de los personajes de Las alas del deseo, la película que Wim Wenders dirigió en 1987. Pero Onetti se empeña en su propia transparencia para dar forma a otros cuentistas que multiplicarán lo que cuenta. Y el personaje que encarna Bruno Ganz en ese mismo filme susurra cercano al final: “quiero conquistar una historia para mí”, porque aspira a convertirse en sujeto de deseo. Él, un ángel –“una criatura de palabras, una voz”– que quiere ser un hombre de carne y hueso.
El saber posible
En 1991, en un breve ensayo titulado “La ficción paranoica”, Ricardo Piglia sostuvo que “Todo relato va del no saber al saber. Toda narración supone ese paso. La novela policial hace de eso un tema”. Fervoroso lector del género, Onetti supo hacer uso de algunos de sus mecanismos en forma deliberada y paródica. “El enigma es una variante de la carencia”, sentencia Ludmer. En la novela policial clásica (Edgar Allan Poe, Arthur Conan Doyle, Agatha Christie) la investigación es solo un pretexto para llegar a la verdad, esa categoría por la que se recupera el equilibrio que el crimen rompió momentáneamente, pero para los autores estadounidenses de las décadas del 30 y 40 (Dashiell Hammett, Raymond Chandler, James Cain), la importancia de la resolución se va sustituyendo paulatinamente por la de los caminos que transita el investigador: es más poderoso el derrotero –que a su vez permite al escritor mostrar las miserias de su tiempo, de la sociedad en la que vive– que el hallazgo final.
Con esos presupuestos, Ludmer sostiene que La vida breve puede leerse como una novela policial y, a medio camino de su libro, hace un alto para analizar en unas breves pero brillantes páginas Los adioses, título en el quesi bien Onetti “se adhiere al sistema policial”, da forma a una parodia del noir: la verdad no es lo que se busca dilucidar sino que lo importante queda establecido en la exposición del problema. El narrador –el almacenero– se constituye así en investigador de la suerte del enfermo –el basquetbolista– y de la relación que une a este con las dos mujeres que lo visitan. A su vez, alimenta sus posibles versiones por las noticias que le proporcionan sus dos informantes –el enfermero y la mucama–. Pero el enigma sobrevive, o todo lo que sucede es que se ha sustituido un enigma por otro, que dejará en manos del lector la atribución de su incierto grado de verdad; se sabe otra cosa, pero acaso nunca se llegue a saber qué ocurrió realmente. “El único saber posible lo produce la narración (la escritura): se cuenta para conocer.”
En Onetti todos los secretos ocupan un espacio contiguo: están al alcance de la mano pero, equívocos o azarosos, es su propia esencia la que impide conocerlos en su dimensión real. En La vida breve las claves iniciales están en el apartamento de al lado, en la habitación de la Queca o en la sala de espera de Díaz Grey; en Los adioses, en un par de cartas que el almacenero guarda en uno de los cajones del mostrador sobre el que transcurre su día a día; en Para una tumba sin nombre y en La novia robada, los otros dos títulos en los que Ludmer se detiene, en la proximidad siniestra e insondable de la locura. Rita y su chivo en Buenos Aires, a las puertas de Constitución (Para una tumba…) y Moncha “Insaurralde o Isurralde” y su vestido de novia en Santa María (La novia robada), con el que se ha cubierto por años, al fin andrajoso y mugriento, son dos imágenes patéticas donde se conjugan el sinsentido y la más desolada tristeza, y que solo la muerte podrá sublimar.
El ajuar de Emily
El capítulo final de Onetti. Los procesos… está dedicado a La novia robada (1968). En este cuento, dice Ludmer, “se produce un diálogo intertextual, (…) La novia robada se genera en el juego de dos textos: uno propio, Junta cadáveres, y un cuento de Faulkner, Una rosa para Emily”. Y no es esta la ligera aproximación que propone Mario Levrero a propósito de Los adioses y el cuento de Faulkner “Idilio en el desierto.” No son un cartero y una enferma de tuberculosis los que transforman un relato excepcional en origen de una novela excepcional: son otras las claves que emparentan a Onetti con Faulkner, que lo transforman en su lector acérrimo, reverencial. Cuando Onetti lee a Faulkner no es, como supone Levrero, un lector de anécdotas, sino que su apropiación va a lo profundo de las estrategias del autor de El sonido y la furia, a su estilo. Las deudas corren por otros senderos.
En primer lugar, hay un juego de espejos invertidos –de negativos– entre una y otra mujer, entre Emily y Moncha (quien desde Europa retorna a Santa María para casarse con alguien que ha muerto), y que Ludmer enumera con precisión, desde sus posturas corporales hasta sus vestimentas, desde sus amores ocultos hasta la fatigada alcurnia que ambas encarnan. Y en segundo lugar, pero básicamente, hay un juego de narradores emparentados, un narrador mayestático (un “nosotros”, los “notables”) que se hace cargo de la comunidad y de la época en la que ocurre la historia, una actitud clasista, una jerarquización social que es propia del derrotado sur estadounidense y del impasible universo sanmariano.
En una de sus reflexiones más destacadas, Ludmer arriesga que “el hecho de narrar a sus semejantes y narrar sobre una situación común, es uno de los elementos que hacen a la relativa escasa popularidad de Onetti en relación con algunos de sus pares latinoamericanos…”. Pero es justamente su mundo el que permite habitar a quienes somos, contradictorios, depresivos, atribulados, pasionales, siempre en busca de algo parecido a la felicidad o, al menos, a la clemencia.
A medio camino entre la broma y la franqueza, Onetti escribió un “decálogo” (con once recomendaciones) para escritores principiantes, y uno de los consejos dice: “No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al triunfo. Escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar”. El año próximo, 2019, se conmemorarán los veinticinco años de su muerte. Ojalá nuestra clase dirigente tenga a bien brindar un homenaje que esté a la altura de este formidable narrador.
Onetti. Los procesos de construcción del relato, de Josefina Ludmer, Eterna cadencia, Buenos Aires, 2017, 227 páginas