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¿Quién mató a la Cantante de Jazz?

Comienzo del juego


1

La Cantante de Jazz está muerta. Su cuerpo desparramado afuera del Salón Champagne en plena Avenida de los Incas. El vestido negro rasgado a la altura del vientre, la bombacha de tul al descubierto, y una marca fina alrededor del cuello. Murió asfixiada. Sus compañeros de banda la miran con ojos llorosos y empiezan a tocar espontáneamente. Eso es lo que se hace cuando muere una cantante de jazz.

Piden una descripción objetiva y uno de los espectadores recita: “gárgaras de bicarbonato y té negro, dos pastillas de Dexametasona 0,5 miligramos, un vaso de vino tinto de un sólo trago y una petaca de vodka en el bolso, justo al lado de la reverb, del mic, los cables, el atril, el kit de maquillaje, las medias red extra y la carpeta con partituras”. El taxi está retrasado quince minutos, lo que quiere decir que en el portón del Tattersall habrá una señorita, de pelo rubio atado en rodete perfecto, con un handy color negro y amarillo esperando afuera de la reja con la boca arrugada. “La Cantante de Jazz no puede llegar tarde”, “la Cantante de Jazz tiene que usar escote pronunciado”, “la Cantante de Jazz se merece una copa de champagne después de cada show, sobre todo cuando realiza trabajo extra”. Palermo está lleno de luces, la carrera la ganó un jinete desconocido y muchas personas se hicieron millonarias. Hay famosos por todos lados, vestidos y trajes enviados especialmente desde Europa, un globo aerostático publicitando una nueva marca de cigarrillos y un montón de fumadores afuera del salón exhalando humo a toda prisa para no perderse los canapés de caviar. La Cantante de Jazz llega, la señorita de pelo rubio corre a pagarle el taxi, tira de su mano sin importarle que el taco aguja le haya quedado atrapado en el cantero o que el escote se le haya desbocado dejándolo todo al descubierto. Adentro, seiscientas personas vestidas de gala, decenas de mozas con polleras cortas y ojos demasiado delineados, y el resto de la banda, lista, en el escenario, esperando a la Cantante. Sube, abre el bolso, pone el micrófono en el pie, le entrega el módulo de la reverb a la sonidista, saca la petaca y derrama su contenido en un vaso que ya estaba preparado, arma el atril, abre la carpeta, cuenta cuatro y empieza a cantar. El show termina, la Cantante entra al baño de hombres de la mano de un empresario muy conocido y sale diez minutos después, se sube a un radio taxi y se aleja hacia el segundo show de la noche, en el Salón Champagne.

Aunque ingeridos en muy baja dosis los corticoides le dejaron la cara redonda, comentan sus conocidos por lo bajo.

2

Nací a las dos de la mañana de un ocho de noviembre. Mi madre supo que iba a ser cantante de jazz desde el principio, me miró a la cara ni bien me entregaron envuelta en placenta y sangre, y lo confirmó. Desde ese día comenzó a llevar un diario en donde anotaba cada cosa que estaba dispuesta a hacer para ayudarme en mi profesión.

A los cuatro años ya estudiaba canto. A los siete me regalaron mi primera boa de plumas roja, a los nueve mi primer labial “que no se corre nunca”, a los diez mis tacos aguja negros (modelo guillermina de los cincuenta), a los once un micrófono Shure usado, a los doce un pie, un atril, un cable plug plug, un canon canon y un amplificador, a los trece me enseñaron a leer partituras con un método “casero que resulta un ciento por ciento”, a los catorce hice mi primer scat pero no me regalaron más que una carpeta negra con folios tamaño A 4, a los quince mi primer módulo Lexicon con reverb, y a los dieciséis un plomo para que siempre me ayudase a llevar las cosas (porque “la Cantante de Jazz no tiene que cargar nada, mi querida”).

Mi plomo y yo nos hicimos muy amigos, y hasta fue él el encargado de desvirgarme porqué “mejor que lo haga el Plomo que cualquier pibe de la cuadra que no sabe apreciar la música”.

3

En el funeral de la Cantante hay un montón de gente negra y suenan arreglos de viento orquestados por sus compañeros. Todo es alegría en el sepelio de músicos, todos visten rojo y llevan instrumentos en sus fundas. Otras cantantes, antes fervientes competidoras, tiran nardos al aire y realizan scats a capella augurándole buen viaje y destino seguro. Sus amantes entonan composiciones propias con nombres del estilo de “Mi último adiós en tres” o “Te quise como a una balada de Gershwin”, y los dos antiguos directores de las big bands que hizo célebres, se debaten para ver quien bautizará el nuevo espectáculo con su nombre: “Tributo a la gran Cantante de Jazz”. Sponsors de Yamaha están a la pesca de sus compañeros de banda. Se dice que el que logre sponsorear al actual pianista de la fallecida, tendrá en su palma a todos los músicos de la nueva generación.

Finalmente lo que todos esperaban: el cuerpo es cremado (ya se le hicieron los análisis pertinentes y se le retiró el hígado) y las cenizas son esparcidas en El Paseo la Plaza, Corrientes entre Rodríguez Peña y Montevideo, justo en la puerta del antiguo Jazz Club, en donde debutó por primera vez años antes de su catastrófico accidente.

4

Sabía que iba a morir el veintiocho de septiembre. Una semana antes, salí a correr por los bosques de Palermo (adelantándome a la llegada masiva de los miles de estudiantes), me mandé a hacer un vestido estilo años cuarenta para una presentación que iba a tener un mes después en la meta de una carrera de autos antiguos, y me peleé por teléfono con mi madre. Ella quería que mi próximo disco fuera grabado por Impulse pero yo le dije que prefería tocar en el Blue Note de New York y sacar una edición en vivo. Estaba muy ofendida, me dijo: “El vivo no es para chicas como vos que tienen algunos problemitas con la z; no digo que sea grave mi amor, sólo opino que está bueno que tengas la posibilidad de hacer más de una toma… ¿no te parece?”.

Al mediodía ya estaba de vuelta en casa. Me subí a la balanza. Había engordado dos kilos en las últimas semanas y sospechaba un embarazo no deseado. Entonces, justo cuando terminé de hacer pis en la tira del Evatest, sonó el teléfono.

5

“La cirrosis estaba a un paso nomás”, comentó el médico a Martínez, después de examinar detenidamente el hígado extraído del cuerpo que yacía ahora en forma de ‘Informe forense’, un compendio de diez carillas, tamaño carta, escritas de su propio puño y letra. “Estaba podrido por segunda vez”. La primera, un año antes del accidente, lo habían detectado a tiempo y le habían hecho un transplante urgente, luego de que su progenitora la adelantara en la lista de espera por medios oscuros.

Martínez tomó el caso por compasión. Los ojos de la madre estaban fuera de sus órbitas cuando con voz entrecortada dijo: “Agárrelo usted Martínez, sé que fue un gran trompetista, y sólo un músico de jazz podrá encontrar al asesino de mi hija”.

Un montón de gente negra volvió a aparecer manifestándose en la puerta del hospital. Desde la morgue se escuchaban gritos e insultos, en su mayoría dirigidos a los superiores de Martínez y al mismísimo gobierno argentino. “Si el muerto hubiera sido un bandoneonísta ya habrían encontrado al culpable”, rezaba uno de los cantos. Todos sabían que era cierto. Años atrás, horas después del accidente aéreo, Martínez había escuchado una conversación entre dos policías encargados del caso: “Qué me voy a preocupar por la pierna de madera de una jazzista, hablame de las manos de Perón, eso es preocupante”.

El misterioso incidente a bordo del Boeing 737 que la Cantante sufrió a su regreso de tocar en la Semana del Jazz de Las Leñas, Mendoza, le había costado la pierna derecha pero, curiosamente, ninguno de sus amantes se sentía asqueado por su prótesis; todos decían que con ésta “cantaba aún mejor que antes”.

6

Habló una voz con fingida tonada extranjera y me dijo dos cosas que entendí bien: la primera era que me iba a matar antes de que cumpliera los 30, la segunda que quemaría todos mis álbumes. Se encargaría de comprarlos uno por uno en todas las disquerías de Buenos Aires y haría una fogata gigante, a la que agregaría mi pata de palo.

La voz se apagaba y se prendía, hablaba lento, bien lento, como si me estuviera grabando del otro lado o como si forzara un acento que no le salía natural. Fui a la policía a hacer la denuncia y únicamente me intervinieron el teléfono, me dijeron que en el noventa por ciento de los casos el acosador es la pareja, y me recomendaron que me comprara un spray de pimienta para protección personal. Me compré un identificador de llamadas, un botón de pánico y el spray, que ese mismo día utilicé para rociar al perro del vecino. No me pareció bien que estuviera ladrando a esas horas de la madrugada. Una cantante de jazz necesita descansar su voz por lo menos ocho horas.

7

Los días después del accidente aéreo fueron días de tensa calma. Nadie sabía muy bien si la Cantante iba a poder volver a los escenarios, y en Buenos Aires se guardaba un silencio “de redonda con calderón”, como comentó el entonces trompetista de su grupo. La familia estaba destrozada, algunos inclusive decían que eso era peor que la muerte misma.

Nadie imaginó que la Cantante de Jazz iba a sorprenderlos a todos saliendo expeditivamente del coma de tres días, aceptando tranquila que le cortaran la pierna demacrada y, tan sólo dos meses después, inundando el escenario de La Trastienda con la misma energía de siempre. Eso sin contar que pocos meses antes se había sometido al transplante de hígado, y había resurgido incólume de una operación de la que mucha gente nunca se despierta.

Ahora enfrentar su muerte era cosa imposible. Nada nunca vencía a la Cantante de Jazz. Y con eso en mente es que los miembros de su último grupo crearon una jam session en su honor. Tendría lugar todos los martes a las 23:00, y en ella se harían cargo de que nunca escaseara un buen mic 58, una colección de Real Books con letra, un módulo de reverb de alta calidad y una iluminación tenue con dejos de rojos y azules, ya que a diferencia del resto de las jams de la ciudad, ésta estaría equipada para que se lucieran las vocalistas.

Queda aún la duda de si el homenaje fue producto del amor o de inteligente estrategia de marketing, pero lo que es innegable es que a la Cantante le hubiera complacido.

8

La mañana de mi muerte amanecí con unos dolores de panza espantosos. Vomité tres veces antes de poder tomar el desayuno y las paredes no dejaban de girar. Me tomé un Reliveran y llamé a mi enfermero para pedirle que viniera a inyectarme alrededor de las seis. Tenía dos shows esa noche y no iba a poder cantar con esas náuseas.

Hice mis escalas, puse un CD, Aebersold, para acompañarme y cantar algunos temas que no estaban en la lista (en pos de mantenerme siempre atenta) y me probé la ropa de la noche. Descubrí que el vestido estaba pésimamente planchado y llamé a la tintorería para quejarme. Lo vino a buscar un chico joven en bicicleta y lo trajo una hora después, impecable, tal como a mí me gusta.

Me lavé el pelo con productos especiales, me hice un facial para tener el cutis perfecto, y me pinté las uñas de color vía láctea para no robarle atención al tremendo anillo esmeralda que acababan de regalarme y que me disponía a estrenar.

Finalmente, a las seis y cuarto, llegó el enfermero y me inyectó Reliveran de un sólo pinchazo, en la cola. Para ser una buena cantante hay que saber aguantar el dolor. Me tomé, además, algunos corticoides en pastilla y me hice unas nebulizaciones con Ventolín. No tenía la voz transparente. Sentía algunos dejos de irritación y eso era inconcebible.

Verifiqué: el pelo, la ropa, las medias de red, todo perfecto. Me quedaba sólo el maquillaje: ojos dorados, mucha máscara negra, labios rojos y nada de base. La base saca granitos y yo siempre tuve el cutis de alabastro, o al menos eso dicen cada vez que me hacen entrevistas en televisión.

Directo a la balanza. Peso actual: 55 Kg. Dos kilos más que lo habitual. De cualquier manera el vestido me quedaba pintado, no se notaba en lo más mínimo mi incipiente panza, y todos los medicamentos me habían dejado lista para el escenario.

Salí a las ocho en punto. Abrí el buzón y encontré un sobre del Gobierno de la Ciudad que me llevé para leer en el taxi de confianza. La banda ya tenía que estar ahí, esperándome. Nunca voy a la prueba de sonido, para eso está mi hermana, para ocuparse de que hasta la hora del show yo no tenga que decir ni una sola palabra.

Una cantante de jazz no debe hablar de más.

9

Según la Madre, su talentosa hija había sido nominada para un Grammy Latino y había sacado cinco discos: “El primero acompañada por la big band del Jazz Club, dirigida por el prestigioso Ariel Goldemberg y con una compañía de invitados excelentísimos, entre los que se encontraban Álvaro Torres, eximio pianista, Guillermo Perata, trompetista eminente, y el talentosísimo guitarrista Gabriel Szternsztejn. El segundo, Loverman, fue un show en vivo en Notorius, junto a Alejo von der Pahlen en saxo tenor, Jorge Gelpi en piano, Luciano Dysenchauz en contrabajo y Aníbal Barbieri en batería. El tercero, As if, fue grabado en un estudio de New York con el trompetista Marcus Printup, Diego Schissi y Ramiro Allende en piano y el renombrado Javier Malosetti en bajo, en algunos temas inclusive grabó el mismísimo Wynton Marsalis con The Lincoln Center Jazz Orchestra. Mighty bulldog fue grabado en el estudio El Santito con Ricardo Cavalli en saxo tenor y soprano, Alejo von der Pahlen en saxo barítono, Gustavo Cámara en saxo alto, Fabián “Tropical” Veglio y Ervin Stutz en trompetas, Juan Scalona en Trombón, Matías Zapata en piano, Alan Ballan en contrabajo y Oscar Giunta en batería. Su último disco editado se tituló Celebrating Mr Nat Cole. En esta nueva formación cantaba junto a otras dos cantantes, Guadalupe Raventos y Tatiana Goransky, el resto se completaba con Sebastián Valsecchi en guitarra, Pablo Raposo en piano y Esteban Hernández en contrabajo. Dos días antes de su muerte, estaba por terminar de grabar su último disco argentino, Misterios en cuatro cuartos, junto a una banda nueva de siete talentos locales, después planeaba grabar para el sello Impulse…”

Martínez pidió a la Madre que pusiera todo por escrito, pero ella se negó. Estaba demasiado deprimida para ocuparse pero juró pedir ayuda a su otra hija, la sonidista.

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