Entonces Leopoldo anotó: la mujer con el labrador negro. Y siguió caminando. Unos pasos más adelante volvió a abrir la libreta, pasó una hoja donde había dibujado el plano del parque que coincidía con el empinado terraplén, por lo que el dibujo se asemejaba a la mitad de una pirámide, y anotó: dos muchachas rumbo al liceo.
Los problemas habían comenzado a fines del invierno. Una tarde, de regreso en su casa, le había confesado a Ana María, su esposa, que tras el paseo no recordaba nada de lo que había visto.
La mujer trató de minimizar el asunto.
—Estarías pensando en otra cosa, Leopoldo. Estarías pensando en cualquier cosa.
—Quizás, pero tampoco me acuerdo de nada de lo que estaba pensando, si es que estaba pensando en algo. Y también me pasó en la escalera del parque, cuando estaba por subir a la calle. Cuando pisé el primer escalón, me pregunté qué era lo que estaba haciendo. Quiero decir, si iba a subir o a bajar. Quiero decir, si ya había bajado o si estaba por subir.
Y así siguió una tarde tras otra. Leopoldo volvía a su casa y cuando iba a abrir la puerta no estaba seguro si estaba retornando o estaba saliendo, y a veces la mujer le preguntaba dónde había estado y él le contestaba que había estado paseando por el parque sin haberlo hecho, y otras le decía que estaba por salir a dar su paseo diario cuando en realidad recién había regresado. Y las veces en que estaba seguro de que estaba volviendo, no se acordaba de las cosas que había visto o que habían pasado a su alrededor.
—No me acuerdo nada de lo que vi —le decía a su mujer, sin tener en cuenta que lo mismo le había dicho la tarde anterior.
Un día la mujer le propuso ir al médico.
El médico le firmó un pase para el neurólogo y su mujer lo acompañó. El neurólogo le mandó una batería de análisis clínicos pensando que Leopoldo podía estar en las primeras etapas del Alzheimer, pero todos los resultados estuvieron dentro de lo normal. Entonces el neurólogo le explicó la teoría de los almacenes.
—Usted tiene en su cabeza dos almacenes —le dijo—. Todos tenemos en la cabeza dos almacenes.
Se lo fue diciendo lentamente, como deletreando las palabras, para que Leopoldo las pudiera memorizar.
—Hay un almacén que es el de la memoria a corto plazo. Y otro almacén que es el de la memoria a largo plazo. Generalmente, los distribuidores descargan su mercadería en el primer almacén.
Leopoldo lo fue escuchando con cierto interés, con cierto asombro y con evidente fastidio. Por un momento pensó que el neurólogo se estaba burlando de él o que lo estaba tratando como si fuera un niño, pero se propuso resistir el fastidio y seguir escuchando con atención.
—En el almacén de la memoria a corto plazo pueden entrar siete más menos dos elementos al mismo tiempo, y si estos elementos no pasan al almacén de la memoria a largo plazo antes de treinta segundos, se echan a perder. Caducan. Se olvidan.
Entonces el neurólogo le dio una serie de consejos prácticos, entre ellos comprar una libreta e ir anotando todas las cosas que le parecían importantes, e incluso dibujar planos de los lugares que visitaba. Hasta el día de hoy Leopoldo no recuerda ningún rasgo del neurólogo.
En un principio, cuando volvió al parque con la flamante libreta, le resultó engorroso anotar las cosas que veía y que de alguna manera le parecían dignas de recordar. Los primeros días se sorprendió de algunas cosas que anotaba suponiendo importantes y que pocas horas después habían perdido toda relevancia. El viento sobre los árboles, una nube, una flor, un niño. O es que simplemente —acaso durante toda su vida— no había aprendido a discernir entre lo trascendente y lo fútil, entre lo esencial y lo insignificante.
—Supongo que eso le debe pasar a todo el mundo —comentó con su mujer, pero ella no dijo nada.
Ana María era una mujer robusta, de ojos apagados y ceño surcado por la tristeza, pero Leopoldo se complacía en verla como cuando la había conocido, de una belleza violenta, inconclusa. Era la imagen del segundo almacén; si Leopoldo hubiera sido pintor, sería como Pierre Bonnard, que pintaba siempre a su mujer cuando ella era joven.
Se habían conocido cuando ambos tenían ya más de treinta años, y a los dos o tres meses de haber empezado a salir, ella quedó embarazada. Se casaron unas semanas después y no se separaron nunca. Como todas las parejas, habían tenido épocas bastante malas y eso había quedado grabado en la memoria de los dos, pero el tiempo, más que el olvido, es siempre atenuante.
Unas semanas más tarde anotó: un hombre y una mujer han buscado durante horas entre los matorrales del terraplén. No sé lo que buscan.
Cuando fue al parque al día siguiente e iba a anotar que una mujer y un hombre buscaban algo entre los matorrales del terraplén, abrió la libreta y vio que ya había anotado lo mismo pero solo que un día antes. Se sentó en uno de los bancos de madera y les prestó más atención. Buscaban separando los pastizales con las manos, cada tanto miraban hacia arriba, hacia el lugar donde pasa la calle y donde los autos braman aminorando la marcha ante la proximidad de una curva. Buscaban incluso entre las copas de los arbustos. En determinado momento, evidentemente exhaustos, detuvieron la búsqueda y se sentaron en el mismo banco de Leopoldo. Transpiraban. Tendrían unos sesenta años, la misma edad de Leopoldo, y se les veía atormentados.
La mujer lo miró.
—¿Usted viene con frecuencia al parque? —le preguntó.
Leopoldo le contestó que sí, que venía todas las tardes pero que se olvidaba de lo que veía, por eso anotaba en su libreta las cosas que consideraba importantes, y que el día anterior había anotado que ellos dos estaban buscando algo entre los matorrales del terraplén.
La mujer lo miró con curiosidad, como si no pudiera creer lo que estaba escuchando, y solo modificó su expresión cuando él le mostró la libreta y la anotación de la que había hablado. Todo eso pareció despertar el interés del hombre, que respiraba con dificultad.
—¿Qué es lo que buscan? —se atrevió a preguntar Leopoldo.
—Nuestra hija lleva cinco días desaparecida. Desapareció —repitió la mujer levantando una mano y moviendo los dedos en extraño gesto.
—Desapareció —dijo entonces el hombre—. Vinimos a buscarla. Hicimos la denuncia a la policía y la policía descubrió el auto de mi hija estacionado en la calle de arriba —dijo señalando la cima del terraplén.
—Aparentemente el auto estuvo estacionado allí durante dos días —complementó la mujer—. Estaba vacío y no había ningún rastro de mi hija, pero las llaves y sus documentos estaban en la guantera.
Leopoldo los miró absorto.
Quedaron en silencio, Leopoldo tratando de recordar, la pareja tomando resuello.
Pasó un minuto. El hombre y la mujer miraban hacia arriba, donde cada tanto se veía el reflejo de la luz del sol sobre los autos que pasaban por la calle. Leopoldo miraba la senda de grava debajo de sus pies y también miraba sus manos. De pronto abrió la libreta y pasó para atrás un par de hojas hasta dar con cuatro o cinco frases: un auto se detiene bruscamente sobre el cordón. Una muchacha baja y corre rumbo a la curva. Un hombre sale del auto y corre tras ella. Todo transcurre en silencio. Ninguno de los dos dice una palabra ni grita ni hace gestos. A esas frases la seguía otra: la mujer con el labrador negro. Y otra: dos muchachas rumbo al liceo. Y otra: bajar la escalera me provocó vértigo.
Entonces Leopoldo leyó: un auto se detiene bruscamente sobre el cordón. Una muchacha baja y corre rumbo a la curva. Un hombre sale del auto y corre tras ella.
Los padres de la muchacha le pidieron que los acompañara a la comisaría, donde los atendió un oficial joven que estaba al tanto del caso e interrogó a Leopoldo, quien le mostró la página de la libreta donde había anotado aquellas líneas.
—Tiene que acordarse de algo más —le dijo—. ¿Cómo era el hombre?
Leopoldo le explicó que evidentemente no había guardado la figura del hombre en el segundo almacén, que no se acordaba si era joven o viejo, corpulento o delgado, alto o bajo, y todo lo que logró fue que los padres de la muchacha aumentaran su desesperación y que el policía le contestara de mala manera, incluso amenazándolo con dejarlo detenido. Recién al caer la tarde pudo anotar alguna otra cosa en su libreta, regresar a su casa y contarle a su esposa buena parte de lo que había sucedido.
Ana María se mostró preocupada y le dijo que seguramente esa gente volvería por él y le seguirían haciendo preguntas.
Cuando a la tarde siguiente Leopoldo fue a dar su paseo por el parque, anotó: la mujer del labrador negro. Y más abajo: los padres de la muchacha desaparecida siguen buscando entre los matorrales del terraplén. Me saludaron desde lejos.
Su hija llamó y habló con él. Él le pidió que esperara un momento, que iría por una lapicera, y cuando cortó le dijo a su esposa que había llamado Alejandra y que los esperaba el domingo para almorzar juntos. Alejandra tiene veinticinco años y está por recibirse de escribana. Hace unos meses alquiló un apartamento y se fue a vivir con su novio, y algún que otro domingo invita a los padres a almorzar. Es una salida que gratifica a Leopoldo y a Ana María: ambos se sienten orgullosos de su hija e incluso están conformes con que ella se haya ido a vivir con su novio. No es que nadie sea brillante pero sí se están labrando un futuro venturoso. Eso piensan. Es habitual que Leopoldo, cada vez que piensa en Alejandra, recuerde a una niña de cinco o seis años en sus primeros días de escuela. Rubia, sonriente, sin la belleza violenta de su madre pero con una simpatía a flor de piel. Su mujer joven, su hija infante. Él no puede recordarse sino como es.
Por lo general Leopoldo no anota nada cuando va a almorzar a casa de su hija, pero la conmoción causada por el episodio del auto estacionado y la muchacha desaparecida lo ha hecho cargar a todas partes con su libreta. Al día siguiente verá: ravioles con tuco. Una planta de albahaca en el marco de la ventana. Vino blanco. Preppers. Le cuesta hallar el significado de Preppers, pero tras una breve cavilación recuerda que al terminar el almuerzo se sentó a ver televisión con el novio de su hija, y miraron una serial sobre unos individuos que están convencidos de que pronto estallará una guerra nuclear a nivel planetario. Hombres y mujeres construyen refugios subterráneos y los acondicionan de tal modo que podrían pasar meses enteros sin tener necesidad de salir al exterior. Locos de mierda, tiene anotado, pero no recuerda si fue él o su yerno quien utilizó la expresión. Almacenan cientos de enlatados y ropa y muebles y aparatos de aire acondicionado que funcionan con motores eléctricos. Galones de combustible. Agua. Mil botellas de cerveza. Los niños esperan con entusiasmo que alguien haga explotar algo para poder irse a vivir bajo tierra. Ana María da señales de cansancio.
Ya en casa, me pareció escuchar a Ana María sollozando en el baño.
La policía lo ha vuelto a llamar varias veces, como si él pudiera recuperar la memoria y recordar cómo era el hombre que bajó del auto y se puso a correr detrás de la muchacha. Le han llegado todo tipo de comentarios que a veces anota y otras simplemente le cuenta a su mujer, para que ella, si así lo desea, los conserve en su propia memoria. El policía que habló con él en la comisaría le informó que ahora todas las sospechas recaen sobre el hermano menor de la muchacha, que se había mudado con ella y que aparentemente está involucrado en el mundo de las drogas. Busca en su libreta: los padres no han vuelto al parque, por lo que deben haber desestimado la idea de que su hija, después de estacionar el auto y en plena fuga, hubiera tropezado y caído por el terraplén. Sin embargo, tiene anotada desde hace días una frase cuyo sentido no ha logrado desentrañar: el viento movía las hojas de un lado a otro, con las hojas un pañuelo rojo.
Una tarde Ana María le pide que recuerden cómo se conocieron. Para Leopoldo eso no representa ningún problema. Es más: encuentra en ese ejercicio un verdadero placer. Se conocieron en el cumpleaños de la hija de un conocido, una fiesta suntuosa. Leopoldo enumera detalles que incluso a ella se le han olvidado, y ella parece recuperar cierta alegría. Cuando Leopoldo la ve sonreír, le acaricia la cara y la cara de Ana María es de una belleza violenta e inconclusa. Tenían más de treinta años cuando se conocieron, dice ella. Se hubiera dicho que cualquiera de los dos ya había dejado atrás toda posibilidad de un romance juvenil. Éramos pura pasión, dice Leopoldo y vuelve a acariciar a su mujer joven. Ana María le toma la mano y la aprieta con fuerza entre las suyas. Después empieza a llorar.
—Nunca te conté —le dice ella— que hasta dos semanas antes de conocernos yo había estado presa.
Leopoldo piensa que es una metáfora.
—Ocho años presa en la Cárcel de Mujeres por matar a mi madre.
Demasiada información para que una metáfora se mantenga incólume y no comience a desmoronarse como un castillo de arena. Entonces Leopoldo mira la libreta dominado por un poderoso desasosiego. Están sentados a la mesa de la cocina y la libreta y la lapicera están en el otro extremo de la mesa y Leopoldo siente que esa distancia lo desespera. Ana María sigue llorando.
—Una noche llegamos a casa con mi novio y mi madre empezó a gritarnos. Me insultaba. Me decía que era una puta. Que nos fuéramos, que ni pensáramos que podíamos pasar la noche juntos. Hacía poco que ese muchacho y yo éramos novios. Éramos compañeros de trabajo. Éramos jóvenes.
Quizás si Leopoldo pudiera anotar solo ese muchacho, bastaría para recordar los detalles de lo que Ana María le cuenta, pero incluso con esa certeza aún duda en levantarse, tomar la libreta y la lapicera y anotar alguna frase. Finalmente es ella quien se las alcanza y en ese gesto está incluido el tácito permiso para que tome sus apuntes.
—Y también a él lo empezó a insultar. Las palabras más soeces que nadie hubiera escuchado en boca de su madre, las escuché esa noche. Mi madre estaba fumando, y arriba de la mesa había un enorme cenicero de cristal, de aquellos pesados, macizos. Y yo lo levanté y comencé a golpearla en la cabeza. Alguna vez pensé que otra persona, en igual circunstancia, al ver tanta sangre se hubiera detenido, pero yo seguí golpeándola hasta que cayó al suelo. Entonces le dije a mi novio que fuera a buscar una cuchilla a la cocina y entre los dos la apuñalamos varias veces. Después la desvestimos, la acostamos en el piso con las piernas abiertas y la golpeamos en el vientre como si alguien la hubiera querido violar.
Ana María habla lentamente para que Leopoldo pueda tomar sus apuntes. Las manos de Leopoldo vuelan sobre el papel.
—Le vaciamos la billetera, nos limpiamos y nos fuimos a pasar la noche a un hotel. A la mañana siguiente volví a casa y llamé a la policía, como si recién entonces hubiera descubierto el crimen.
Hizo un largo silencio. Leopoldo interrumpió su tarea. Se quedaron mirando.
—Estuve ocho años presa. Mi novio estuvo cinco años y cuando salió, se fue del país.
Entonces Leopoldo anota: ocho años. Y cierra la libreta y la aleja hasta colocarla casi en el mismo lugar donde estaba antes.
Los padres de la hija desaparecida pasaron por la casa de Leopoldo a la mañana siguiente pero no le recriminaron que siguiera sin recordar detalles del hombre que había salido corriendo detrás de la muchacha, cuando ella estacionó su auto en la alta calle. Mientras ellos hablaban, Ana María arrancó la hoja donde él había anotado cosas como ese muchacho, cenicero y hotel, y la destruyó.
Cuando en la tarde Leopoldo salió a dar su paseo, vio a un niño corriendo por una senda que atraviesa el parque en diagonal, vio un reguero de flores de jacarandá tiñendo de azul los primeros tramos de la escalera, y vio las hojas de los árboles levemente estremecidas por el viento. Abrió su libreta. La última anotación decía la mujer con el labrador negro y se asombró de no haberla visto esa tarde y buscó en los otros senderos y entre los troncos pero no había rastros de ella ni de su perro.
A la noche, antes de cenar, sentados a la mesa de la cocina, Ana María comienza a llorar.
—Nunca te conté —dice ella de pronto— que hasta dos semanas antes de conocernos yo había estado presa.
Leopoldo piensa que es una metáfora.
—Ocho años presa en la Cárcel de Mujeres por matar a mi madre.
Ana María sigue llorando.
—Una noche llegamos a casa con mi novio y mi madre empezó a gritarnos.