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Por una cabeza

En otra vida habré sido coleccionista o algo así. Todo empezó con un compás que me regaló mi tío Eduardo cuando yo tenía diez años. No pasaba de ser un pequeño gesto de afecto de un pariente que había entrado y salido de mi vida, pero casi inexplicablemente me aficioné a la medición. Compré, me obsequiaron, busqué clepsidras, relojes antiguos, termómetros. Me hice de una vitrina para exhibir mis tesoros. En mi mapa de Manhattan se multiplicaban las cruces rojas, señales de los negocios que podían tener lo que andaba necesitando. Después un amigo hizo un viaje a Perú, le sobraron unas monedas y me las dio. “El tesoro de los Incas”, me dijo, y los ojos le brillaban. En mi familia hubo muchos filatelistas pero ningún numismático. Así es que fui el primero de mi estirpe, y a mucha honra. Tuve monedas de casi toda Latinoamérica y hasta conseguí una china no recuerdo cómo, aunque la más extraña me parecía una de Noruega que tenía un agujero en el medio. Siempre me pregunté si era original o si alguien la había usado de llavero. Los relojeros a quienes les compraba las monedas sonreían al verme entrar y cuando me iba todos me decían lo mismo: en Nueva York se puede encontrar cualquier cosa. También hubo una época de caleidoscopios: de papel, de cristal, los que se usan en las fiestas de cumpleaños y los más sofisticados, esos que parecen catalejos de piratas. Me gustaba inventar las historias que imaginaba ocultas detrás de cada una de mis posesiones.

Mi otra obsesión era la lectura. Me compraba antologías de cuentos cortos que devoraba en el metro camino al trabajo, mientras el paisaje de Nueva York se iba iluminando con las primeras luces y los edificios recortaban sus siluetas como si fueran parte de una pintura. Un día como tantos me topé con “Mr. Taylor”, un cuento del escritor guatemalteco Augusto Monterroso. Como también soy guatemalteco, pensé que era mi deber leerlo. Es la historia de un ciudadano estadounidense que en 1944 se va a vivir a un pueblo latinoamericano y, aunque al principio trata de vivir como una especie de hippie pobre, pronto cae en las garras del sistema capitalista del consumo e inicia una empresa comerciando cabezas humanas reducidas, las cuales, según va la historia, era la manifestación cultural de los indígenas autóctonos.

Todavía me acuerdo de la risa que me daban las aventuras de Mr. Taylor. Por ejemplo, en el encuentro inicial selvático entre un nativo y el Míster colonizador, las palabras del indígena (“Buy head? Money, money”) se pierden en la traducción. O, más bien, las pierde Mr. Taylor, quien, habiendo entendido lo que decía el indio y sin dinero para comprar la cabeza, se hace el tonto y finge incomprensión. “El indio se sintió terriblemente disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló pidiéndole disculpas”, dice Monterroso. Un indio intentando hablar inglés; un gringo tratando de hacerse el latino. La escena era muy divertida. Ese regalo tiene un efecto dominó: Mr. Taylor, a su vez, envía la cabeza a su tío Mr. Rolston, quien vive en la Gran Manzana y tanto gusta de esa cabeza que le pide a su sobrino cinco más. Ante ley de la oferta y la demanda rápidamente se presenta la escazez de cabezas y será la de Mr. Taylor la que ruede de manera inevitable. Mr. Rolston tal vez nunca sospechó el contenido de la última caja proveniente del Amazonas.

Cerré el libro y me dejé ir. Pensé que toda obsesión es peligrosa y cuando volví a casa ese día me deshice de mis monedas, de mis caleidoscopios e instrumentos de medición. Paré de recorrer Nueva York como si fuera un cazador de inutilidades.

Un día la fiebre volvió, aunque de una forma que no había previsto.

Ya no leo más libros; sólo veo televisión. Pero siempre me acordé de Mr. Taylor y de sus cabezas. Pasando canales una noche me encontré con la serie Oddities, un reality sobre la tienda Obscura Antiques & Oddities, situada en la Avenida A entre las calles doce y trece de East Village, en Manhattan. El programa es banal, casi estúpido; gente gritando y gesticulando y un suspenso armado de situaciones sin trascendencia alguna. La tienda tiene cosas interesantes: un gato embalsamado, un chaleco de fuerzas… Y se me viene a la mente una imagen clara: yo con doce años visitando Obscura Antiques & Oddities y charlando con los dueños. Giro hacia la izquierda y veo una cabeza reducida. Pregunto su origen: me dicen que es de Guatemala. ¿Precio? Cara, muy cara. Le cuento a mi tío Eduardo; me da la plata para comprarla. A la mañana siguiente, él se va, desaparece para siempre, “tú no entiendes de estas cosas”, me dice mi mamá. Comprendo que estoy ante una oportunidad única: Obscura Antiques & Oddities tiene una cabeza humana entre sus objetos raros y mi colección puede pasar a ser la más extraña de Nueva York. No fui, no me llevé la cabeza, me olvidé de su existencia y de mi tío.

Dejé la televisión encendida y salí rápido a tomar el tren a East Village. Entré casi sin aliento a la tienda; la cabeza estaba allí, mirándome. La compré, por supuesto. La puse en el centro de mi vitrina vacía. Sigo esperando que me hable, que me diga dónde está mi tío o, al menos, que me diga si solía pertenecer a Mr. Percy Taylor.

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