Desde hace días tengo ganas de contar en qué ando. Primero, perdido entre nevadas, creyéndome un yeti, sobreviviendo a tempestades. Es el tercer invierno que afronto desde que me vine a Quebec, pero el más cruento hasta la fecha. Temperaturas de -20 se han hecho presentes todos los días y se nos anunció una gran tormenta esta semana. En el chat de estudiantes latinos no hacían más que hablar de ello: iban y venían pantallazos con mapas meteorológicos coloridos, cálculos de velocidad máxima del viento y el volumen de nieve por precipitarse. Aquí el clima nunca se reduce a una conversación ligera, sino que se suspende como un funambulista entre el rigor científico y la sobrevivencia especulativa.
El jueves cerraron las escuelas, los colegios, las universidades y las instituciones públicas, todo un hito pues, por más inhóspito que esté el tiempo, la norma es que igual hay que salir a trabajar. Se nos encomendó la muda misión de quedarnos en casa, no hacer nada dentro mientras, fuera, la naturaleza todo lo deshacía. Aquel fue un día para contemplar por el balcón cómo largas ráfagas de escarcha se sucedían sin fin.
Me dio pena porque justo venía de palear el balcón el miércoles. La nieve alcanzaba los 50 cm de altura, acumulada durante los días de enero donde nos dimos una cara escapadita por Costa Rica y por la pereza que me dio de poner manos a la obra. Bajo aquel montón de nieve, yacían enterradas la vieja silla del abuelo y la macetera con los restos de un chile jalapeño, testigos congelados del verano en fuga. Harto de aquel espectáculo que sepultaba toda esperanza, agarré la pala y comencé a tirar la nieve, una palada tras otra, hacia la izquierda del balcón (¿o será más bien la derecha?), a sabiendas de que la tormenta por/venir haría pronto lo suyo.
Justo el jueves, en plena tempestad nocturna, resignado como estaba a palear de nuevo el viernes por la mañana, me puse a leer un libro que me regalaron mis suegros: Poèmes choisis, del poeta montrealés Émile Nelligan (1879-1941). Se trata de una colección de poemas escogidos, publicada en Ottawa en 1966 por l’Edition Fides. Viene con apuntes y rayones de algún estudiante por allá de 1972. Nelligan es el poeta modernista de Quebec, heredero por igual del simbolismo y del parnasianismo, un clásico de escuela en la Canadá francófona.
No más comenzado mi lectura, tropecé con el poema Soir d’hiver, “noche de invierno”. Me puse a traducirlo al castellano, reconociendo en el escalofrío de sus versos el espasmo de la vida que resiste acorralada. He aquí cómo finaliza la última estrofa:
¡Ah! ¡Cómo la nieve nevó!
Mi ventana es un jardín de escarcha.
¡Ah! ¡Cómo la nieve nevó!
Qué es este espasmo de vivir
sino el tedio que tengo, ¡que tengo!
La poesía de Nelligan no escapa al rigor meteorológico. Tampoco el alma: la metafísica de la belleza, la soledad y la impotencia se pasean como bestias por su tundra. La nieve, en toda su agencia gramatical, cobra vida en un exultante jardín de escarcha que oculta las salidas. Pero el encierro significa, al mismo tiempo, las ganas de vivir, el deseo de un mañana que no se da por muerto.
Emigrar no se trata solamente de la adaptación cultural, también incluye las inclemencias meteorológicas que afectan al cuerpo y al corazón (algo que aprendí desde el primer invierno fue a combatir la depresión estacional). Comprender la combustión invencible de nuestra propia voluntad ha sido de las mayores fortalezas que este viaje me ha regalado.
Ahora comprendo mejor este espasmo de vivir, querido Nelligan, pero no me aguevo. Sé que la tormenta es temporal. Aún quedan fuerzas en mis brazos para palear el balcón mañana, aún queda arrojo para hacer germinar la poesía que Quebec esconde, para mí, en su vientre nevado.