Asocio el blanco de la nieve
con el recuerdo de aquella isla
y de la abuela
abriendo el congelador
del General Electric Modelo 1958
clavando el cuchillo en su interior
para luego desangrar
gruesos bloques de hielo
que se desvanecían en ríos
frente a sus pies.
Vuelan auras tiñosas por encima de nuestras cabezas
han dejado de ser carnívoras
ahora comen pedruscos que prohíben la entrada
a hombrecillos malditos.
Debemos escondernos
debajo del colchón lleno de picotazos
por pájaros menos crueles
pero igual de violentos
con los que nos distanciamos de la manada.
Debo aprender a eliminar el ruido
asumir esa parte del programa
cada vez que mi nombre desfila
vestido de resplandor.
No soy el Sunset Strip
o los carteles lumínicos de Kowloon
ni los fuegos artificiales de julio.
Si supieran que venero la penumbra
a lo Blanche Dubois.
Voy detrás de mi querer
apagando escandalosas luces
para no ahuyentar
las pocas virtudes que me quedan.
Lo ideal sería pedirle prestado el bosque
a una poeta reclusa
y entablar conversaciones
con osos y ardillas.
Alguna vez también bailé en quinces
mientras movía las piernas
pensaba en el americano peludo
con demasiados años
que me esperaba
en su casa de campaña
para juntos espiar a las estrellas.
Sudábamos como luchadores Sumo
The Supremes nuestra banda sonora
y para postre:
leche fría con galletas dulces.
Después de las acrobacias
regresaba al mundo concebido por otros:
a ser el sobrino
el buen estudiante
un niño amable.
La rebeldía que habitaba en mí
hacía estragos
escapaba con extraños:
el gigante rubio que daba nalgadas
un farmacéutico que inyectó champagne
en mis venas
y el cantante de ópera judío
que tuvo la gentileza de ofrecerme un cojín.
Alguna vez yo también bailé quinces
no fue una hazaña
terminó siendo otro castigo.
Se ha perdido una vida entera
con esta decisión de huir.
Entre los restos de la basura
están los algodones
tiznados de sangre
los alfileres que aguardaban nombres
en la lengua de vaca
y la montaña de ceniza
que han ido derramando los inciensos
aliviándonos de la maldad.
Hemos dejado atrás
una lavadora remendada
que solo arranca por las manos
del guerrero.
Se han quedado cadáveres
enterrados
en la penumbra del sótano
en la cerca que divide
en el fucsia de las carolinas.
Con dificultad
aun respira el peor de todos
viajando incómodo
dentro
de mi único par de zapatos.
(Todos los poemas pertenecen al libro, El arte de perder/The Art of Losing. Eriginal Books, 2017)
Ilustración: Nicoletta Ciccoli