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Péndulo

La primera versión de esta carta mostraba residuos de sangre marrón sobre la tinta. El puño y letra de un hombre a punto de caer al vacío. Esta, en cambio, la narra una voz de esas que apenas escuchas venir por detrás de la pared, o por debajo, desde el sótano; o un ruego mal enterrado, en cualquiera de los fosos secretos que se esconden en los atardeceres de la mente.  

Cuando yo los encontré, ambos yacían juntos en un charco de sudor cerca de las escaleras. Agitados, semi desnudos, recobrando el aliento. Decidí retroceder sin que se dieran cuenta. Ella, estoy seguro, pudo verme cruzando la avenida; pero no pudo verme regresar. Ninguno de los dos tuvo idea de que yo regresaba para matarlos.

Reaccioné, ubicándome en el futuro, lejos de todo aquello, lejos de ella. Afuera, al final del patio, donde comenzaba el bosque, la brisa sacudía las hojas más altas. “¿Tú sabes que esta soga puede romperse?” explicaba Joaquín, midiendo la extensión del cedro con ambas manos. “Hay que buscar una rama más gruesa,” continuaba, sonriendo, entretanto reforzaba el nudo, apretándolo con los dientes. Joaquín solía ser muy ambiguo con sus argumentos. Por ejemplo, mientras amarraba la cuerda sobre su brazo, para así lograr un nudo dogal del ahorcado, enumeraba por deporte, todas las razones a considerar para seguir viviendo; pero no era más que un acto de sadismo. Lo hacía, ajustando con fuerza los hilos alrededor de su muñeca, mostrando los dientes como lo hace un niño al abrir un regalo; o mejor dicho, cuando espera que el otro lo abra, anticipando el sorteo homicida. Su rostro se abría hasta las orejas, imaginando como un nudo de ese tipo, abrazando mi cuello, llevaría mi vida a disiparse bajo el ramaje de los arboles. Joaquín, estaba a punto de colgarme.

Divagué de nuevo… El asunto es que, cuando subí para sorprenderlos, el hombre ya no estaba. Sólo quedaba ella, con la mirada perdida hacia la calle; esa misma ventana quecuando cogíamos, dejábamos entreabierta para invitar a la neblina helada de la ciudad.

Verla de espaldas, emulaba lo que se revela dentro de un cine en esas funciones de media noche. La escena somnolienta, los pasos livianos, la luz de la tarde, tatuando su rostro a través de las persianas. El hedor a sexo en la nuca, en su torsoseco entre las piernas; su cabello, su cuello, manchado de huellas.

Podía oler todas sus camas en ella… y ella, prefirió no voltear.

El fulgor del día abrumaba la hojilla cada vez que la sacaba de su vientre. La savia carmesí vertía de su figura trémula. Mis dedos recubriendo su boca. Sus pies sin tocar el suelo. Perdimos la cuenta de las puñaladas, y el aroma del otro amor ya inundaba toda la sala.

Ver a Joaquín reflejado en uno de los espejos me advirtió lo solo que me encontraba.

Esto está listo”, sentenciaba Joaquín, aún sentado sobre la madera, distrayendo de mis recuerdos el eco del crimen cometido, hace apenas algunas horas atrás.Ni siquiera la culpa podría romper esta soga; tampoco la rama que la sostiene,” concluyó. Volví a los últimos momentos de aquel arrebato. Su rostro suelto. Sus ojos apagándose, como quien se va quedando dormida entre la gente. Besé su rostro, y con el último disparo de la daga, cientos de mariposas aterradas salieron de su estómago. Pensé que, si todo hubiera resultado al revés, si hubiera sido yo el otro, el doble, el versus ejecutado; si me hubieran abierto a mi en su lugar, centenares de alacranes furiosos brotarían de mis vísceras, apresurados a perforarme la cara.

 

Gimió. Suave, casi imperceptible. Envuelta en mis brazos, suojos divagando hacia adentro; como aquellas miradas que se pierden cuando ven al cielo escampar.

 

De vuelta al futuro, tomé la soga y me la puse al cuello. Viré a Joaquín, pero no le encontraba. Ni sobre las ramas, ni acostado en el pasto, ni huyendo al bosque. Debió quedarse con ella. O quizás, hizo su casa en aquel reflejo que me acompañó cuando me decidí a matarla. Ahora que yo estaba sentenciado,  Joaquín reconoció que era mejor para él, continuar viviendo en los espejos.

 

Luego de confesar el final en esta segunda carta, la dejo caer a las raíces; pero la humedad comienza a disolverla. Estas palabras se descomponen hasta que el musgo las consume. Solo ustedes… solo tú, sabrás qué sucedió. Mis pies colgando, sin tocar la tierra, la corriente provocando espasmosy luego como un péndulo, al norte, al este; o como campanas tubulares, que cuelgan de las ramas, chocando entre ellas, columpiadas por el viento.

 

postdata – la niña yace, ovillada en la leche y el rubí, bajo la sutil penumbra de la madrugada…

 

 

Pablo Erminy

pabloerminy@gmail.com

 

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