Nadie ha narrado con tanta precisión sus viajes como Paul Bowles. Tanto los que giraban alrededor de su gran pasión, Marruecos, lugar donde residiría hasta el fin de sus días, como aquellos que lo llevaron a Tailandia, Europa o Latinoamérica. Viajes que a veces hizo por placer, el placer de insertarse en lo no-conocido, como por trabajo.
Y es que a la faceta de gran escritor y excelente anfitrión (casi a la manera asiática, podría decirse), a Bowles hay que reconocerle la de investigador musical. No sólo por todos esos recorridos que hizo por África grabando cantos y músicas de tribus poco conocidas (grabaciones que hizo para la Biblioteca del Congreso norteamericano y actualmente están clasificadas como “únicas”), sino por su propia faceta de compositor, de alguien que intentó tomar a partes iguales del melos clásico y del étnico, del ballet y el folclor.
Y resalto esta faceta de Bowles porque creo que se hace muy visible en su escritura. Más que escritor o músico, Paul Bowles, como demuestra de manera excelente Desafío a la identidad. Viajes 1950-1993 (Galaxia Gutenberg, 2013) es un antropólogo. Un investigador que a su vez era poeta.
En sus textos, además del placer por narrar de manera precisa una casa, el majoun o el movimiento de la arena en el Sáhara, asistimos al placer de intentar comprender las diferentes identidades con las que constantemente choca, esas que verá moverse de oasis a oasis como una hilera de camellos… El placer de leer, comprender, historiar, escuchar y cartografiar el “fuera de foco” de cada lugar. Tanto de esos, como dijimos, donde viviría (Tánger, Ceilán…), como de aquellos adonde iría por trabajo o invitaciones de cualquier tipo.
De aquí que en Desafío a la identidad encontremos textos ya incorporados antes a uno de sus mejores libros Cabezas verdes, manos azules (libro que de alguna manera “revolucionaría” la manera de pensar el género relato por los años sesenta, cuando fue publicado por primera vez) como otros totalmente inéditos. Textos que tendrían que ver con algunas de sus estancias juveniles en París (esas vacaciones que hacían todos los escritores norteamericanos que querían construir “lo otro” en literatura y, por supuesto, lo llevó a relacionarse con Gertrude Stein), así como textos que podrían leerse como una suerte de homenaje al “imponente libro de la baronexa Blixen”, alguien que junto al autor de El cielo protector y Michaux, podrían ser considerados como el trío más exacto de viajeros-narradores de todo el siglo xx.
Siglo que parió a viajeros y turistas a partes iguales, y donde podría clasificarse a Bowles como uno de los narradores que mejor ha leído lo exótico (lo exótico real y no ese amaneramiento presente en muchos de los libros de sus contemporáneos), por enfrentarse siempre con su escritura y vida a un mundo “en diferencia”… Diferencia de la que nacieron todos sus libros y, a la cual, ni siquiera la fama –léase el cine, el de Bertolucci, en aquella película actuada por John Malcovich y que él odiara tanto– junto a la admiración a posteriori de gran parte de la intelectualidad de su país ha podido contraponerse.
¿Podríamos entender a Paul Bowles de otra manera?
Querido lector, mi semejante, mon frère…, inténtalo.