Patti Smith: Horses y su legado poético y musical

 

 

Para cualquier interesado en la evolución de la música de rock de los últimos años, Patti Smith continúa siendo piedra de toque de todo lo que después de ella vendría. Aún hoy, con cantautoras como P.J. Harvey o Florence Welch,  el legado de Patti Smith se mantiene inalterable: un dolmen enigmático y oscuro, resplandeciente de poder y electricidad, de poesía pura y sangre derramada, fijo en la inmensidad de lo efímero, en la vorágine de este fin de siglo. Nacida en el corazón industrial de Norteamérica, en Chicago, Illinois, en 1946, bajo el nombre de Patti Lee Smith, su entorno familiar es el de las clases más desprotegidas del sueño americano de la posguerra. Ella misma lo dice: «Yo vengo de una familia de la clase trabajadora que no se acercaba ni remotamente a la clase media». Pero ya desde entonces, en aquellos aparentemente lángidos años cincuenta, Patricia descubre en sus primeras lecturas un destino: «cuando yo era una niña, ya tenía mi propia visión del futuro. Yo no había nacido para ser una simple espectadora» No. Ella buscaba inmiscuirse con la vida, jalonearla hasta obtener sus frutos. De ahí cuando la familia se cambia a Nueva Jersey, lo primero que aparece en ese nuevo horizonte de la costa este de los Estados Unidos es la música de rock de Little Richard y el brumoso paraíso de Nueva York.

Adolescente precoz, creyente de todas las creencias y religiones, poco a poco se percata de que sus ideas están al margen de los gustos y los dogmas de su entorno social. El mundo interior, nutrido con la música de rock y la recién descubierta poesía de Arthur Rimbaud, crean las primeras turbulencias en su ánimo de alumna de High School. Pero los hechos cotidianos tuvieron también un peso indiscutible en su metamorfosis. Sus puntos de vista liberales la llevaron a colisionar con la moral prevaleciente. Hacia 1965 es arrestada por la policía por andar de la mano y por la calle con Bill Corsey, un amigo negro. Los cargos son de vagancia. La realidad es un episodio común de discriminación racial que Patricia y Bill padecen en celdas separadas. Es en esta misma época cuando su inclinación por el dibujo la lleva a visitar museos y galerías: En 1967 se traslada a vivir a Nueva York.

La capital cultural del siglo XX era una ciudad bien conocida para Patricia: «Si vives en el sur de Nueva Jersey la única forma de estar en la onda de lo que pasa es a través de las revistas, no basta con los discos. La revista Vogue era mi conciencia. Nunca veía a la gente, nunca fui a un concierto, todo eran imágenes… yo había leído sobre esas discotecas. Me hacía todo el viaje hasta Nueva York para remolonear frente a una discoteca y mirar a la gente que iba a Arthur’s o a The Scene de Steve Paul. Para mí era como estar en Hollywood. Recuerdo que yo llevaba una minifalda de lana verde. En Nueva Jersey yo causaba sensación con esa minifalda pero allí adentro no tanto. Pensé que no bailaban mal, pero un poco raro. En Nueva Jersey no bailábamos así. Yo crecí en un barrio de negros y éramos buenos bailarines. Pensé que bailaban como gallinas estrafalarias. No bailaban con esa gracia y fluidez de los negros que mis amigos y yo tenemos. Eran puros huesos. Todo el mundo era flaco y eran puros codos, huesos, rodillas y pendientes. No tenía la menor intención de ser como ellos. Simplemente me gustaba que existieran para poder mirarlos». ¿Y quiénes eran ellos? Edie Sedgwick, Viva, Paul Morrisey, Lou Reed, Nico y demás freaks de la fábrica de imágenes de Andy Warhol.

Patricia llega sola a Nueva York. Su hijo recién nacido había sido dado en adopción a un matrimonio judío. «Lo único que exigí es que no fuera educado por católicos». Ahora quiere ser poeta y cineasta. Mientras lo logra trabaja en una librería de la Quinta avenida de la urbe de hierro e ingresa a un instituto de arte, donde conoce al que sería su primer compañero estable, Robert Mapplethorpe, quien le ayuda a centrar su atención en su trabajo artístico: «Yo tenía toda esa energía en mí, pero no sabía cómo dirigirla. Robert realmente me disciplinó, encauzó todas mis energías hacia el arte, me ayudó a exorcizar mis demonios creativos». Esta energía febrilmente disciplinada es visible en las fotografías que le tomara el propio Mapplethorpe en aquella época: un fantasma escuálido y barbitúrico atravesando las paredes, las cortinas, la realidad. Ella misma toma conciencia de la labor de Mapplethorpe en su vida artística: «Si Crazy Horse afirmaba que si le tomaban una foto le estaban robando su alma, yo me figuro que Robert, al tomarme aquellas fotos, me robó mis psicosis, las alejó de mí». Al mismo tiempo que comienza su periplo por los terrenos de la poesía y la escultura, los ángeles terribles de Arthur Rimbaud y Antonin Artaud, Jean Luc Goddard y los Rolling Stone cuidan sus sueños y alucinaciones, mientras viaja a Francia o hace de Greenwich Village su casa y del hotel Chelsea su hogar. En este ambiente, con vecinos tan inquietantes como Andy Warhol, William Burroughs, Janis Joplin o Arthur C. Clarke, su arte va depurándose bajo el imperativo rimbaudiano de «inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevos idiomas». Y allí están para ayudarla Allen Lanier del grupo Blue Oyster Cult o Sam Shepard, dramaturgo y poeta. Con Shepard colabora y actúa en la pieza de un acto Cowboy Mouth, un diálogo improvisado sobre la condición femenina, que le proporciona las tablas suficientes para adquirir soltura en el escenario, frente a un público impredecible como ella misma.

Las bodas alquímicas de la poesía y el rock cuentan ya con buenos antecedentes: Bob Dylan, Leonard Cohen y Jim Morrison, pero ninguna mujer había dado su versión de la caída de la civilización occidental, ninguna había adoptado como lema de batalla el condicionante surrealista de André Bretón: «la belleza será convulsiva o no será». Y para convulsionarla y estremecerla y agitarla nada mejor que unas guitarras eléctricas, una bateria y unos amplificadores. Y es que el Patti Smith Group va formándose, cohesionándose con cada nueva presentación. Son el secreto a voces mejor difundido de Nueva York. Amy Gross, una periodista, recuerda aquella época: «Me impactó la primera vez que la vi. Me sorprendió su estilo anacrónico de vestir, su figura toda -mandíbula caída, mente aturdida-. Era una punk escuálida de veintisiete años que martillaba su poesía obscena y sucia y cantaba canciones surrealistas”.

Pero no se le abrieron las puertas de inmediato. Las principales resistencias habrán de ocurrir en el mismo campo del rock por dos motivos evidentes: que Patricia no encaja en sus parámetros de cantante de rock, pues como Irwin Stambler lo señala: ella «nunca fue una belleza. Parecía más un miembro de los Rolling Stone. No se atenía a los estereotipos de la mujer romántica o de la muñeca sexi. Pero ella tenía un espíritu, una fuerza transformadora, que se hacía sentir en cuanto pisaba el escenario». Esa aura, ese carisma, son palpables en la portada de su primer disco, Horses (1975): una foto en blanco y negro de un ser andrógino. Una cantante esquelética y desafiante, cuya mirada anuncia que con ella hay que irse con cuidado, que una nueva generación de mujeres tiene en ella su primera mutación, su primer relámpago.

Pero antes de la fama pública, la fama poética conduce a Patricia a la publicación de sus primeros poemarios: Seventh Heaven (1972), Witt (1973) y Babel (1974). Este último tendrá nuevas ediciones corregidas y aumentadas en años ulteriores y una compañía: Ha! Ha! Houdini en 1977. En sus textos, Patricia asume sus fantasmas, cuida sus mitos, vive su temporada en el infierno como la había previsto Rimbaud: «el poeta se hace vidente por medio de un largo, inmenso y razonado desorden de todos los sentidos. Busca todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura; exprime en él todos sus venenos, para no guardar sino su quinta esencia».

Alguna vez, siendo adolescente perseguidora de imágenes y sonidos, Patricia vivió el rock como una realidad legendaria, inalcanzable, pero ahora ella está allí, en medio del escenario, con todas las luces sobre su rostro. Con Horses iba a ser llamada la «reina del rock» o «la sacerdotisa del punk». Pero antes que otra cosa era una poeta en forma, una mujer con veintinueve años a cuestas, con su juventud impaciente y presta a moverse: «29 años han bajado como una corona/29 años me he alzado y caído». En este disco debut de 1975 podemos escuchar los tambores de guerra. La estática que alza el vuelo. Y esa voz, la voz de Patricia, la voz de un derrumbe, de un abismo que amplía sus ecos cavernosos. No es la voz visceral de Billie Holliday o la rasposa angustia de Janis Joplin. Es una voz chamánica, invocadora de magias y conjuros, de salmos y letanías. Es el canto claro de las desdichas nuevas, como lo había pronosticado Rimbaud. La anarquía musical que ha tomado el control y ha disperso los diversos lenguajes de la Babel primigenia. El rock ha dejado de ser un arte convencional y conformista y ha vuelto a ser ruido y provocación. Un cadáver exquisito. Un performance. Y su música en Horses refleja eso y más: la llegada del ruido como experiencia estética, de los ensalmos poéticos como visión existencial. No sólo una nueva poesía, sino también una nueva poética. La que altera. La que sacude. La que afirma: esto apenas comienza.

La poesía de Patti Smith es ya, en pleno siglo XXI, un paseo por las ruinas de nuestro tiempo, un desfile de ideales rotos y promesas incumplidas, pero también es un testimonio de ser estadounidense frente a los fantasmas del pasado y las violencias del presente. El verso que reclama su lugar en nuestra conciencia con esperanzas que resisten el peso de la realidad, con cantos que electrizan el aire que respiramos. Como ella misma lo dice: “La historia nos envía extraños mensajeros” y sólo nos queda atisbar, entra los ciclos de creación y destrucción, “un paisaje mejor”, en donde el “gozo conquiste a la desesperación”, donde la música nos mantenga unidos, donde la poesía sea voz y ruido, estruendo y susurro, silencio y letanía. Un bálsamo para curar nuestras heridas en lo colectivo, en lo individual. Las nupcias de hazlo por ti mismo y el desarreglo total de los sentidos, de dilo en voz alta y piénsalo hacia adentro. La mezcla perfecta entre estar indignado y cantar tu molestia para todos en la aldea global de nuestros días, en este siglo XXI donde los abusivos prosperan pero las víctimas no se quedan calladas. De esa mezcla de conjuros y pócimas, de baladas e invectivas, la obra poética y musical de Patti Smith está hecha.

Posdata personal: Horses, como disco, me lo topé no en alguna Tower Records del sur de California sino en una tienda tradicional de discos, Musical Lemus, en Guadalajara, Jalisco, mientras estudiaba la carrera de medicina, en 1976. Me impresionó esa mujer que miraba, desdeñosa, sin sonreír, hacia la cámara. Vestida con camisa blanca y corbata negra. Así que el Horses que atesoro es una edición mexicana del original. Su sonido tumultuoso, de revolución en marcha, me abrió las puertas al punk y me hizo empezar a seguir a grupos tan misteriosos en aquellos tiempos como Sex Pistols y The Clash. Cuando regresé de vacaciones a mi ciudad natal, la fronteriza Mexicali, me topé con que mis amigos y amigas, los integrantes de mi propia generación, no habían oído hablar de esta cantante y poeta. En 1976, ellos y ellas estaban metidos en escuchar a grupos de rock progresivo y no a alguien que parecía carecer de cualquier virtuosismo musical. Les aterraba la poesía maldita y les disgustaba una voz que en vez de llevarlos de viaje por mundos maravillosos les restregara la vida ordinaria en versos visionarios. Para mí, a cincuenta años de distancia, la poesía de Patti Smith sigue siendo una ruta para decir las cosas por su nombre, para elevar lo callejero a experiencia límite, para escupir el mundo como es y no como desearíamos que fuera. Un grito. Un aullido. Un instinto de supervivencia. La danza de los mil rostros. El mito en carne cruda. Que eso, hoy, es la poesía. La que toca el pulso del tiempo en que vivimos. La que no se calla la boca.

 

 

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