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Otra voz

La crítica ha identificado en el éxito y la narrativa de Karl Ove Knausgård, el escritor que protagonizó el inicio de esta serie sobre literaturas del yo, los ecos de una tradición confesional protestante muy propia de los países escandinavos, en la que el individuo abría su interior para dejarlo en carne viva, como sucede con la autobiografía del pintor Carl Larsson (1853-1919) o los diarios del filósofo Søren Kierkegard (1813-1855). Dentro de esa tradición podría incluirse una obra que salió coincidiendo con la publicación del ambicioso proyecto del autor noruego. Estoy hablando de Otra vida (Destino, 2015), del afamado dramaturgo y escritor sueco Per Olov Enquist (Hjoggböle, 1934).

El libro habla, sencillamente, de la vida de Enquist, pero lo hace desde una perspectiva diferente a la que realiza Knausgård. El recurso fundamental del texto es el uso de la tercera persona para describir la vida del autor. El título alude a ese recurso. De esta forma, el escritor sueco no es más que otro personaje dentro de la historia, un niño huérfano que crece en una aldea rural de Suecia hasta trasladarse a Uppsala, hacerse un escritor de éxito y acabar al borde del suicidio en su vejez por culpa del alcoholismo.

La parte más importante del libro es la primera, en donde se relata la infancia de Enquist junto a una madre pietista, protestante ferviente, que impregna de culpabilidad y humildad la infancia del niño. El conflicto entre el infante pietista que va para párroco con la aquiescencia de la madre, y el chaval al que le gustan los tebeos de Flash Gordon y el fútbol queda perfectamente reflejado. También la lucha de clases que esa tensión encierra. Todo el relato, que el autor sueco construye de su vida con estilo contenido y conciso, está condicionado por esa infancia. Eso demuestra que la estructura del libro está muy bien pensada. Por otra parte, el crudo análisis que hace del niño bueno que encierra secretos es un tipo de disección literaria que se echa en falta en la literatura en español, siempre emparentada con la autocompasión cuando se habla en primera persona. De la misma forma, la figura del maestro aparece aquí de una forma muy distinta a la de la tradición hispana. Mientras que en la literatura en español la figura del maestro siempre está asociada con la ilustración de las clases subalternas, en la literatura escandinava el maestro es un representante de la democracia liberal que está enfrentado con la clase obrera.

También se hace hincapié en “las encrucijadas de la vida” (p. 106), que cambian nuestra existencia. En su caso, cómo, al no haber sido admitido en la escuela de magisterio, Enquist inicia la que será una exitosa carrera intelectual forzado por las circunstancias.

Sin embargo, el tiempo de la infancia se extiende en demasía y, sobre todo, se desaprovecha el recurso más destacable del libro. No se utiliza toda la potencia que otorga la tercera persona, que permite ser duro con todos los personajes del relato, incluido el principal, que no es otro que el autor, en aras de la humildad que predica el narrador el todo momento. Al contrario, el texto encierra pasajes muy codescendientes: “Muchos años más tarde, durante sus vidas innegablemente exitosas, conservarán esa mutua y tolerante simpatía” (p. 152). Y en ningún momento se entra en la intimidad del autor. Se narra la biografía del personaje público, no la intimidad de la persona.

Esa es la gran diferencia con Knausgård, más allá del uso de la tercera persona, aunque también encierre puntos en común: el uso de la narración fragmentaria, y el drama del alcoholismo, que parece estar muy presente en los escandinavos que rebasan la barrera de los 40 años. Sin embargo, Knausgård lucha por tener éxito en la literatura, y eso es lo que nos narra desde su intimidad. No por haber tenido éxito se ve en la obligación de contar su vida como Enquist, quien, por otra parte, tiene la suerte de estar siempre en el lugar y el momento adecuados, como resulta ejemplo su testimonio de los atentados en la Olimpiada de Múnich de 1972.

Este es un libro que podría haber escrito cualquier narrador bien documentado porque no aporta nada de aquello que la persona lectora desconoce de Enquist. No alude en ningún momento a sus relaciones familiares, al fracaso de su primer matrimonio que apenas deja entrever (“Hacer que su vida privada funcione le resulta difícil, algo de lo que no se siente nada orgulloso” [p. 337]), a la relación con los hijos, a las raíces de la crisis que lo aboca a la bebida. El interior del autor queda cerrado. Solo se sincera con sus problemas de alcoholismo. Pero en ese caso, lo hace porque es un secreto público entre los miembros de su familia y entre sus amigos. Para haber sido un niño pietista, resulta extraño que esconda tanto su intimidad.

En definitiva, creo que el libro puede ser importante para la sociedad sueca, no tanto para las sociedades hispanas. Muestra el camino hacia la liberalidad que ha hecho famosos a los escandinavos en un momento en que se reivindican los logros de mayo de 1968. Me duele hacer este juicio porque llegué al escrito por recomendación de dos personas en las que confío plenamente. Sin embargo, la del narrador que utiliza Enquist en Otra vida no es una voz íntima. Se trata de otra voz, la del personaje famoso. Y ese es un tipo de literatura que no es de mi interés.

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