Hace unos días el presidente Barack Obama recibió una avalancha de críticas. Los periódicos se llenaron de artículos de comentaristas de derecha que acusaban al presidente de indecisión por haber dicho que de momento no tenía una estrategia para enfrentar a la organización extremista Estado Islámico.
Esto ocurrió a raíz de que los extremistas decapitaran al periodista Steven Sotloff, poco después de haber asesinado de la misma manera al también periodista James Foley. Los comentaristas estaban indignados porque el presidente Obama admitió que no tenía una estrategia.
Sin embargo, unos días después el presidente, en un discurso televisado a la nación, expuso su estrategia: acciones militares (básicamente ataques aéreos) contra el Estado Islámico y la creación de una coalición internacional para combatir al grupo terrorista. Es una guerra, y puede tomar muchos años, dijo el presidente, expresando confianza en la victoria.
Obama ya ha trazado una estrategia. Los comentaristas indignados deberían rectificar. Pero no lo harán.
Desde que inició su primera campaña por la presidencia en 2007, Obama ha sufrido una constante lluvia de críticas y ataques. La cantidad de mentiras y falsas acusaciones vertidas en su contra podría llenar un libro.
Primero, basándose en su estancia en Indonesia en su niñez, lo acusaron de musulmán, aprovechando la aversión que muchos racistas sienten en los Estados Unidos contra los mahometanos desde los atentados terroristas del 9/11. Sí, claro, los musulmanes son malos y quieren apoderarse del mundo; debe de ser por eso que las grandes empresas norteamericanas de confecciones han trasladado sus fábricas a Indonesia, Pakistán y otros países con una población mayoritariamente musulmana, como usted puede comprobar leyendo la etiqueta de la camisa que lleva puesta.
Estos racistas, cuando se referían al presidente, siempre indicaban su nombre completo, Barack Hussein Obama, haciendo hincapié en el nombre árabe Hussein, como si ser árabe fuera un delito, una vergüenza o un peligro para los Estados Unidos. Lo es, claro, en sus mentes retorcidas, en sus cerebros escorados por el prejuicio.
Intentaron también demostrar que Obama no había nacido en los Estados Unidos. Trataron de probar que era un político corrupto. Lo acusaron de falta de patriotismo. Dijeron que iba a llenar la Casa Blanca con sus parientes de Kenia. Que iba a entregar el país a los musulmanes. Que era un comunista. Que tenía el plan secreto de destruir a los Estados Unidos. Algunas mentes febriles dijeron que era el anticristo.
Nada de eso es verdad ni ha pasado, por supuesto. Pero los ataques no han dejado de llover sobre el presidente.
El Partido Republicano, desde que Obama asumió la presidencia por primera vez en 2008, se ha dedicado a obstruir su mandato. ¿Por qué? Con otros presidentes, en ciertos temas el partido opositor ha sabido ponerse de acuerdo cuando convenía para el interés nacional. No ha ocurrido lo mismo con el primer presidente negro en la historia norteamericana.
El Partido Republicano torpedeó el proyecto original de ley de salud de Obama. Ha rechazado a la mayoría de los candidatos del presidente para puestos en el gobierno. Bloqueó la extensión de los beneficios para un gran número de desempleados. Ha eludido una reforma al sistema de inmigración. Puede decirse que la línea que dicta la conducta de los republicanos es, sencillamente, oponerse a todo cuanto diga, proponga o haga Obama.
Sin embargo, Obama no ha sido peor que otros presidentes. Inició la recuperación económica nacional tras el desastre que dejó el gobierno de George W. Bush. Llevó hasta el final el plan de rescate de los bancos (aunque las instituciones financieras no se merecían ese socorro). Salvó a la industria automovilística. Implementó normas de ahorro de combustible en los vehículos. Promulgó la Ley de Cuidado Asequible de la Salud, conocida como Obamacare, aunque no con el alcance del proyecto original, debido a la tenaz oposición de los republicanos. Creó la Oficina de Protección Financiera del Consumidor. Sacó a las tropas norteamericanas del matadero de Irak creado por la injustificada agresión y ocupación que ordenó el ex presidente George W. Bush en 2003. Trazó un cronograma para la retirada de los soldados norteamericanos de Afganistán. Desmanteló a la red terrorista Al Qaida con la ejecución de su jefe, Osama bin Laden, en una operación comando en Pakistán en mayo de 2011. Entre paréntesis, en el colmo del fanatismo, los adoradores de Bush afirman que esa operación se había planeado 10 años antes, insinuando, por lo tanto, que el verdadero artífice del golpe a Al Qaida fue el ex presidente republicano.
Los logros de Obama han sido más que suficientes para quitar fundamento a los ataques de sus detractores. Por lo tanto, las incesantes críticas y acusaciones sin base de los derechistas contra Obama responden a otro motivo. Es el racismo en acción, el rechazo de la derecha blanca al que tiene un color de piel más oscuro.
Los congresistas blancos de derecha no admitirán que hay un elemento de racismo en la oposición al presidente. Pero los comentarios de la gente en la calle, en la radio, en internet, no dejan lugar a dudas sobre la influencia del racismo en sus opiniones sobre Obama. Y muchos de esos comentarios son claros y directos.
En el Miami latino, los cubanos racistas de derecha le dicen a Obama “el negro”. En todas partes de la nación, racistas disfrazados de ciudadanos preocupados por la democracia y el bienestar común irrumpen en los medios para desbarrar contra Obama y de paso contra la acción afirmativa, contra los programas sociales que tratan de compensar la enorme desigualdad que sufre la población afroamericana tras siglos de esclavitud y discriminación.
Estos racistas son los mismos que defienden al vigilante George Zimmerman, que mató al joven negro Trayvon Martin en la Florida, en 2012. Los que critican las protestas de la gente de la ciudad de Ferguson, en Missouri, cuando la policía mató a un joven negro desarmado, Michael Brown, el pasado agosto. Los que desprecian a los afroamericanos por el color de su piel. Los que ignoran u olvidan que la riqueza de los Estados Unidos se creó sobre las espaldas de los esclavos negros traídos a la fuerza de África, los antepasados de la población afroamericana actual.
La elección de Obama, el primer presidente negro de los Estados Unidos, fue un hecho de profunda trascendencia histórica, una reivindicación del pasado esclavista norteamericano. Cuando Obama entró por primera vez en la Casa Blanca en enero de 2009, la nación rompía con una larga y penosa historia de servidumbre y racismo, de aplastamiento de un grupo humano sobre la base de absurdas pretensiones antropológicas. La nación se alejaba del racismo.
Pero eso fue solo en parte. Los racistas recibieron un golpe, pero enseguida se prepararon para dar batalla. Su incesante e injustificada oposición a cualquier cosa que diga o proponga Obama solo se explica mediante el rechazo al otro, al que ellos consideran distinto. Solo el racismo explica el veneno que constantemente destilan en sus artículos y comentarios en los medios.
No quieren aceptar las palabras contra el racismo que pronunció la escritora canadiense Margaret Atwood: “Espero que las personas finalmente se den cuenta de que solo hay una raza –la raza humana– y que todos somos miembros de ella”. No pueden aceptar nuestra igualdad por encima del color de la piel.