Ninfas de ojos dorados miran las aguas turquesa y zafiro desde la sombra del sotobosque, a orillas de la playa. Son florecillas silvestres que se han abierto al lado del sendero que bordea el Cabo Matapalo, en la Península de Osa. Embelesadas, contemplan el Golfo Dulce que se une, en la distancia, con el Océano Pacífico, bajo la límpida bóveda cerúlea.
Nos acercamos a observarlas. Son ojillos de iris amarillo y pupila dorada. No las conocemos. Me recuerdan los versos iniciales del poema «Oda a las flores de la costa» de Pablo Neruda:
«Han abierto las flores
silvestres de Isla Negra,
no tienen nombre…»
«Pero sí tienen nombre, lo que pasa es que no lo sabemos», objeto con mi voz de tendencia naturalista. Me molestan esos versos del poeta chileno por robarles el nombre a flores que sí lo tienen. Entonces procuramos detallarlas para identificarlas después.
La planta se arrastra por el suelo con largos y delgados tallos entreverados. Las hojas verde oscuro, gruesas y finamente aserradas en el borde, tienen tres lóbulos. Las flores de dos centímetros de diámetro se yerguen sobre un pedúnculo firme para buscar la luz. Tienen más de una docena de pétalos amarillo canario, largos y finos como dedos. Decenas de estambres áureos se agrupan en el centro. No hay pistilo visible.
Con esos detalles memorizados, continuamos nuestro camino por el sendero. El resto del día nadamos en el vaivén gentil de las aguas del golfo; observamos pelícanos, fragatas y pagazas patrullando la costa desde el aire; identificamos un nido de colibrí esmeralda jardinero; admiramos la vida de caracoles, cangrejos y pececillos en las piscinas que se forman entre las rocas en marea baja; y rodeados de cangrejo ermitaños, dormitamos en la arena blanco hueso bajo un almendro. Cuando regresamos a casa, enriquecidos por tanta belleza natural, olvidamos identificar las flores.
Días después, mientras leo a la sombra de almendros y palmeras frente a la rompiente impetuosa de Playa Platanares, atisbo unos destellos amarillos en el límite entre la vegetación y la arena. Me acerco y constato que es la misma planta rastrera que florece con ojos dorados para admirar las aguas verdeazuladas del golfo. «Tengo que encontrar el nombre», recuerdo.
Al regresar a casa consulto la guía de plantas tropicales e identifico: Sphagneticola trilobata, conocida como clavelillo de playa, margarita rastrera o botón de oro. Por un momento me doy por satisfecho. Ahora conozco su nombre científico y sé que de sus nombres comunes prefiero el tercero: botón de oro. Puedo leer sobre su historia natural, especie costera nativa del neotrópico, considerada invasiva en otras regiones. Y podré llamarla por su nombre cuando la vea de nuevo.
«Pero debo releer el poema de Neruda», pienso de repente con mi voz de tendencia poética. Lo encuentro en las Nuevas Odas Elementales (1956) y los primeros versos me silencian:
«Han abierto las flores
silvestres de Isla Negra,
no tienen nombre, algunas
parecen azahares de la arena,
otras
encienden en el suelo un relámpago amarillo.»
El poeta desconocía el nombre científico de las flores silvestres de su isla amada, pero las inmortalizó, dándoles un nombre poético. Sus imágenes permiten imaginar florecillas blancas, caídas del bosque a la playa como «azahares de la arena», o botones de brillo áureo como «relámpago amarillo» entre las rocas grises de la isla.
En espíritu lúdico y poético nombro entonces a nuestras flores: nereidas doradas, amantes del mar.