Bilal observa el oleaje fuerte del mar plomizo desde la playa de Calais. Su enamorada, Mina, se encuentra más allá del horizonte, en Inglaterra. El muchacho kurdo ya ha viajado más de cuatro mil quinientos kilómetros por tierra desde Mosul, Irak, para llegar hasta las costas de Francia. Ha caminado y se ha escondido en furgones, trenes y camiones. Ha cruzado nueve fronteras. Apenas le falta atravesar el Canal de la Mancha para llegar a Dover e ir a encontrar a Mina en Londres. No se han abrazado desde que los separó el éxodo causado por la guerra en el Kurdistán iraquí. Pero Inglaterra le ha cerrado las fronteras a los refugiados kurdos y Bilal tiene una sola opción: atravesar a nado los treinta y cinco kilómetros de aguas gélidas del Paso de Calais.
En Kurdistán, Bilal era corredor, no nadador. Sin amedrentarse, se matricula en clases de natación en una piscina comunitaria. Su entrenador francés, Simón, le ayuda a mejorar la técnica mientras adivina, poco a poco, la intención de Bilal. Al ver la determinación del chico, Simón se solidariza con su propósito. Llegado el momento, Bilal intentará cruzar el canal. ¿Logrará llegar a las costas inglesas?
Este es el meollo de la película Welcome (Philippe Lioret, 2008). La vi hace poco con mis estudiantes del curso sobre literatura y filosofía de la migración. Elsa, una estudiante franco-congolesa, recuerda la crisis de los refugiados kurdos en Calais antes de que ella misma emigrara de Francia. Nos la ha narrado como testigo. La conversación nos ha conmovido a todos.
A mí la cinta me hecho pensar en Bilal no sólo como migrante sino como nadador y me ha llevado a examinarme a mí mismo. Cada vez que Bilal entra al agua, lo hace por amor. ¿Por qué lo hago yo?
Empecé a nadar con regularidad debido a una lesión de columna, hace diez años. A lo largo de una década, la natación se ha convertido en una necesidad vital, una disciplina y un placer. Pero hay algo más allá de todo esto que me motiva.
A principios de este año, por ejemplo, entrenaba con la meta de participar en eventos de aguas abiertas en el Caribe y Pacífico costarricenses. Me imaginaba nadando con amigues en mares turquesa y esmeralda. No me interesaba competir, ni nadar largas distancias, pero sí disfrutar y probarme a mí mismo en mar abierto. Muy pronto la pandemia esfumó todos esos planes.
Hoy no tengo ninguno. Nado al día, sin pensar en metas ni propósitos. En la piscina del barrio, mi entrenadora, Ximena, me ha ayudado a mejorar la técnica durante estos meses de natación solitaria. Yo lo he intentado porque sí, por nadar mejor cada día, por hacer mejor cada movimiento, no por mejorar tiempos ni aumentar distancias. Mientras lo hago, me complazco al observar los efectos ópticos de la luz solar que se refracta en la superficie del agua y se refleja en el fondo celeste.
Me apasiona aun más nadar en el mar. En estos meses lo he hecho en Playa Mantas, en una pequeña bahía de corrientes leves en el Pacífico. Bajo el cian tropical me adentro en el mar jade y nado con alegría. No entreno, ni participo de ningún evento, ni voy a la playa con amigues. Simplemente amo la experiencia en sí.
Quizá es eso lo que me motiva: soy un amateur, un amador. En el fondo, soy como Bilal. Cuando finalmente se adentra en el mar para nadar hasta al otro lado del Canal de la Mancha, lo hace por amor a Mina. Yo lo hago por amor a la vivencia.