El escritor Hugo Fontana lee y comenta La fiesta de la insignificancia, la última novela de Milan Kundera
En una de las últimas entrevistas que ofreció Milan Kundera (Brno, Checoslovaquia, 1929), aparecida en el diario El País de Madrid en 1982, el escritor decía que si algo detestaba era “precisamente la literatura de tesis”. En La fiesta de la insignificancia, su última novela publicada a fines del año pasado, Kundera postula, precisamente, dos tesis: la primera sostiene que como no hemos podido cambiar el mundo, hemos dejado de tomarlo en serio o directamente lo abordamos desde el humor; y la segunda, que el humor es asimilable a la insignificancia, y que por tanto se puede sostener la inutilidad, la nocividad incluso, de ser brillante.
Más adelante, en ese mismo reportaje que le ofreció a la periodista Rosa María Pereda, el autor de El libro de la risa y el olvido, citando a tres de los escritores que más han influido sobre su obra, Musil, Gombrowicz y Kafka, aseguraba que estos “consideran la novela como la forma suprema del conocimiento. Personalmente, me siento muy próximo a esta tendencia a comprender la novela como una síntesis de la filosofía, la narración, los sueños, el reportaje y la autobiografía”. Y quizás Kundera tenga toda la razón del mundo, sobre todo en el mundo en que vivimos.
Cuatro amigos son los personajes centrales de esta breve pieza: deambulan por París, se encuentran, se desencuentran, viven a propósito de fantasías más o menos improbables, persiguen, como lo ha hecho el ser humano desde que descubrió su propia condición, la felicidad, no sin el asombro de estar frente a un mundo que necesitan resignificar, entender por medio de estrategias diferentes a las del pasado. Para el pasado, Kundera convoca a uno de sus protagonistas más crueles, Stalin, que es capaz de atemorizar a su cohorte (Jrushchov, Beria, Kalinin y Brézhnev) contando una broma absurda y también de dar un puñetazo tan fuerte sobre una mesa que provoca la caída, sesenta años más tarde, de uno de los amigos que intenta hacerse de una botella de Armagnac.
No son la insignificancia ni el humor propuesto en estas páginas, familiares de la frivolidad. No está Kundera haciendo un reclamo de indiferencia ni de superficialidad, sino que en definitiva intenta hacer una apuesta y una defensa de la individualidad. La historia comienza con Alain caminando por una calle parisina, asombrado y absorto por la relevancia que ha tomado el ombligo femenino como objeto erótico. Contraseñas de estos tiempos, las mujeres llevan el pantalón demasiado bajo y el buzo demasiado corto. Todos los ombligos son iguales; en cambio, dice uno de los amigos a poco de terminar la novela, “los muslos, los pechos, las nalgas adquieren en cada mujer una forma distinta. (…) No puedes equivocarte acerca de las nalgas de la mujer a la que amas”. Y concluye, entre irónico y deprimido, que “en nuestro milenio viviremos bajo el signo del ombligo”.
Este Kundera de 86 años, que empezó a escribir en francés en 1993 cuando publicó la primera de sus novelas breves, La lentitud, no es aquel majestuoso de La insoportable levedad del ser, La inmortalidad o La vida está en otra parte, pero su fuerza ha mutado en una dulce sabiduría, y los temas que lo persiguen no difieren demasiado de aquellos que ocuparon su magnífica obra.
Aun así, podría decirse que La fiesta de la insignificancia es una novela etérea, deliciosa y vana como todo lo etéreo.
La fiesta de la insignificancia, de Milan Kundera, Editorial Tusquets, Buenos Aires, 2014, 138 páginas.