Desde el principio, fui el autor de un solo lector. Aun lo sigo siendo. Cuando me apoyo en la mesa frente a la computadora, cuando una línea se posa como nube en mi cabeza, tengo el rostro anónimo de ese único lector. Quién pudiera, pienso, tener dos lectores. Pero sé que es una ocurrencia vana, un deseo torpe de copista quejoso. Cada tanto, trato de imaginar sus ocupaciones, que seguro serán más ocurrentes que mi monótona actividad vital, la escritura. Mi único lector estará haciendo su cama e imaginará un cuento con bordes de sábana, o caminará horondo en la calle estrecha recurriendo a los innumerables versos de Dante o encenderá la lámpara como amuleto nocturno. Sea lo que haga el anónimo lector, estoy seguro de que de tanto en tanto, levanta un libro y pasa las hojas como si pasara la vida. Y es muy probable que a veces piense en la muerte y en el final irrebatible como el cruce, como el umbral que une, solícito, una habitación luminosa con otra oscura.
Suelo pensar en el descanso antes de entrar a las salas calurosas del infierno. Pero antes de ir a la cama (y de entrar provisoriamente en los círculos rojos), pienso en cosas que rozan menos el oprobio: recuerdo los movimientos de las cejas o el ruido leve de la nariz que cometen los lectores mientras repasan sus libros.
¿Para qué leemos? Nadie lo sabe. Pero todos los hacemos. A pesar de los diagnósticos apocalípticos, muchos nos sentamos en un sillón rojo o nos acostamos sobre una almohada mullida para leer y para dejar que la vida pase como un cuento. Así se va nuestra lectura y así se evanece el tiempo. Todo se pierde, aunque no leamos.
Hoy he tenido una idea un poco cansada. Decidí comunicarme con mi único lector. Le mandé un mensaje de texto al infinito. No sé su número, por supuesto. Pero imaginé una seguidilla de dígitos y lancé unas palabras al aire, como quien se esfuerza en escuchar las alas silenciosas de un búho por las noches o ve caer la lluvia por la ventana traslúcida. Unas horas después, insumisa, llegó una respuesta. Me pidió que no preguntara su nombre.
A partir de hoy sé que mis ideas, escasas, llegan a alguien con rostro definido.
No sé dónde vive. No importa. Esta noche, antes de encender la memoria frente a un libro, apagaré la luz y buscaré, en la negrura, la forma de una cara. La búsqueda no tiene sentido. Como la lectura, la vida se esfuma sin porqué.