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Mi historia del pelo

“Te has recortado la barba. Qué bien”, me dijo la muchacha colombiana que concurre al taller de escritura creativa que doy en el Koubek Center del Miami Dade College. Ella –como todos los que asisten– es una autora de talento y bastante irónica: sabe que no estoy “muy informado” de mi aspecto, por eso, el elogio era una grata sorpresa con burla incluida: salvo el detalle de la barba, todo lo demás seguía inalterable…

La escena sucedió el sábado a la noche durante la presentación de la antología Pertenencia, libro en el que participo junto a otros escritores que viven en Estados Unidos. Comparto el índice con los amigos Pedro Medina León, Gabriel Goldberg, Luis Alejandro Ordóñez, Melanie Márquez Adams y otros que por sus libros, a su manera, también lo son: Ariel Dorfman y Jorge Majfud. El comentario banal de la barba, dicho entre copas de vino y saludos ocasionales, me agradó, ya que había tocado uno de aquellos deseos íntimos que en ocasiones viene con sabor amargo: me hubiera gustado ser peluquero.

Me hubiera gustado, y mucho. Siempre me pareció un trabajo en el que uno escucha historias y habla poco, la paga es buena, no es estresante, y se lo puede llevar a cualquier parte: solo se necesita un peine y tijeras afiladas. Salvo lo de la buena paga, se parece bastante al oficio de escritor.

No soy peluquero, pero a veces ofrezco mi cabeza –como en tantas otras oportunidades– y despunto el vicio que pocos imaginan. Frente al espejo doy algunas estocadas por aquí y allá mientras me río con la satisfacción de quien comete una travesura.

El primer corte de pelo en este país –hace casi 20 años– fue también como hacer una travesura, aunque hubo otros responsables. A poco de llegar a la ciudad conocí a un simpático homeless argentino que me enseñó cada uno de los rincones de Miami Beach que merecían ser conocidos. Los lugares donde se estaba bien con poco dinero y adónde conseguirlo. Al lado de él, yo parecía un homeless. Manuel era un hombre que no necesitaba ropas caras ya que era elegante por naturaleza. El bronceado que tenía siempre, producto de sus interminables caminatas por la isla, y el pelo blanco luminoso le daban el aspecto de esos norteamericanos sesentones del Norte que bajan ocasionalmente a la Florida en busca de exotismo.

Manuel me comentó de la peluquería en Collins Avenue donde podría tener un corte gratis y hacerme de unos imprescindibles dólares. El calor del verano en Miami me había tomado por sorpresa –contra todo lo imaginado, los lugares tropicales también tienen el suyo–, y por esos años llevaba el pelo largo hasta los hombros, para nada cómodo. Lo que pasó esa tarde se lo conté a mi amigo Roberto Giovagnoli, escritor y periodista que vive en Buenos Aires, por correo electrónico.

(Digresión: en esa época en que recién comenzaba a utilizarse el e-mail, lo usábamos como si estuviéramos escribiendo cartas, quiero decir, nos tomábamos el tiempo para contar lo que nos sucedía. Había cambiado solo el soporte, pero las misivas perduraban. Ahora me doy cuenta que en 20 años el correo electrónico ya casi ha pasado a mejor vida, sólo se utiliza para mandar files, si acaso. El teléfono celular y la abundancia de Apps permiten que nos comuniquemos al instante, y no precisamente de manera muy clara).

En el correo – rescatado del cesto del archivo de Mr. Yahoo por Roberto– contaba lo siguiente:

“El lugar era muy elegante y las chicas todas aprendices de peluqueras. Cuando vieron la extensión de mi pelo se puso más que contenta la profesora. Entonces dijo en un perfecto inglés que me iba traduciendo al instante una clienta chilena: «Vamos a hacerte unas cositas y después nos decís CÓMO te gustaría que te lo cortemos». Ya preparado, les mostré la foto carnet de mis tiempos de estudiante.

En el pasillo del local conocí a una chica de la Madre Patria y hablamos como media hora. Observé que el trato del grupito de personas que esperaba -todas mujeres, ¡porque era una peluquería de mujeres!- , era agradable y suelto, como si se conocieran de antes.

En efecto, siempre venían, lo supe al hablar con una de las viejitas que pidió tres cafés con leche –hubiera sido argentina, pero no: cubana.

Yo preferí té helado, y entonces empezó el operativo cabello. Una muchacha china era mi alumna. Simpática, con la sonrisa siempre estable de la gente falsa, me lavó el pelo y una vez que me senté frente al espejo, me sacó una foto. Tuve así que interpretar un papel y fue el de modelo, o algo parecido: los ojos chiquitos, el mentón alto, la mirada perdida.  La maniobra-foto la haría de nuevo, aunque con el trabajito ya terminado. ¡Luego de tres horas! Sí, porque antes, a manera de conejito y de paga, tuve que soportar unos ruleros, un flequillo medio beatle y algo de punk en los costados. Eso sí: todo con sonrisas.

Como éramos siete personas los conejitos, la profesora decía QUÉ era lo que correspondía hacer de momento a cada alumna. Ella daba una cortadita, decía «mira» y luego venía a cerciorarse de la tarea encomendada. A la vez que el resto de las alumnas también deseaban verte y en derredor entonces se te ponían a meter la nariz mientras la cabeza de uno, a modo ahora de simio, era corrida, tocada por la profesora y las chicas que opinaban en inglés, discutían sobre CÓMO había sido el corte.

Pues la muchacha china se equivocó. Dos veces. Así que la maestra lo mejoró, y terminó el trabajo. La chica me sacó una foto, y todos se pusieron a aplaudir. Y cuando otra alumna terminaba debía comentar lo que había hecho, cosas técnicas y demás.

Todos, al finalizar la clase, aplaudieron”.

Esta historia del pelo continuará…

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