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Matando a Oscar

Ricky Gervais tenía razón.

Cuando fungió de anfitrión por quinta y última vez en la entrega de los premios Golden Globe el pasado 5 de enero, el monólogo de apertura del comediante británico fue un lanzallamas que redujo a cenizas todas las vanidades de Hollywood reunidas esa noche.

El suero de la verdad que ofreció Gervais en sus comentarios fue lo mejor de una premiación que lleva organizando la Hollywood Foreign Press Association, o el cuerpo de periodistas extranjeros de Hollywood, por casi 80 años.

Gervais dijo que nada le importaba, por lo que de su boca salieron culebras. Advirtió a las celebridades que dejaran de vanagloriarse, pues ya nadie va al cine, que guardaran silencio en cuanto a temas políticos, y que se limitaran a buscar su trofeo y dar las gracias.

El mensaje se hizo más viral que el coronavirus, pero parece que no caló en quienes asistieron después a la entrega de premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, o los Oscar, el domingo 9 de febrero.

En picada

Según la empresa de promedios de sintonía Nielsen, la entrega #92 de los Oscar tuvo un descenso en audiencia de 20 por ciento en comparación con los números del año pasado, y solamente 23.6 millones de personas sintonizaron el programa. Esto lo hace el Oscar menos visto en la historia de la premiación. ¿Alguien dijo Titanic?

Rápido salieron analistas de medios a rascarse la cabeza y preguntar qué podría haber salido mal. No hace falta tener mucho cerebro, ni data, sin embargo, para saber que la razón la había dado Gervais ya: estos shows están en coma y hay que desconectar las máquinas que los mantienen con vida.

Los porcentajes de sintonía bajaron también en las entregas de los premios de música GRAMMY un par de semanas antes, y en los Emmy de la televisión. La tendencia es clara, contundente, y prácticamente irreversible: estas ceremonias han caído en el abismo de la irrelevancia.

En el caso de los Oscar, se puede argumentar que es un dinosaurio televisivo de más de tres horas de duración y que no hay quien lo aguante en tiempos en los que un pececito goldfish tiene más tiempo de atención (nueve segundos) que una persona (ocho).

Se puede concluir que las categorías de las películas postuladas, aun con muestras geniales como Parasite y Joker, no generaron suficiente entusiasmo en el público. No había tensión, ni mucha incertidumbre, sobre quién iba a ganar.

Se puede especular sobre si la falta de un anfitrión, como sucedió el año pasado también, dejó el programa desorganizado y a la deriva.

Se puede interpretar que la inserción de elementos políticos y “woke” en los discursos de los ganadores, como hizo el actor Brad Pitt en el suyo, cayó mal entre muchos televidentes.

O, se puede decir la verdad: que las celebridades como las hemos conocido hasta hoy, están en extinción; que las premiaciones son vistas como anacrónicas y ridículas pasarelas de elogios entre gente rica y privilegiada; y que Hollywood e industrias relacionadas están completamente desconectados de la realidad de la mayoría de las personas en este país.

Ninguno de estos factores se puede atribuir a que los humanos hayamos alcanzado un mayor nivel de conciencia o de espiritualidad. A que redescubriéramos el valor de la privacidad y la humildad. Que leamos o nos informemos mejor. No. Simplemente, esos son los resultados luego que la internet tornara a todo el mundo en estrellas dentro de su propio universo de seguidores.

Narciso, al final, fue el gran democratizador.

Espejito, espejito

Así, Twitter diezmó el rol de los relacionistas públicos. Puf, se esfumaron.

Instagram se convirtió en escaparate y megáfono a la vez. Hubo una época años atrás en los Estados Unidos cuando salir de viaje, tomar fotos, y hacer una fiesta para mostrarlas a los amigos era algo que provocaba pavor en muchas de esas mismas amistades. Ahora no. Ahora, si no se comparte cada instante del viaje mediante una selfie, adornada con una cita inspiradora, no se ha viajado.

Facebook pasó a ser reducto de la falsa modestia (“honrado de haber recibido este reconocimiento…”), de las confesiones telenoveleras (“Fulano is feeling…” y ponga aquí el Emoji de su gusto), y reemplazo de las conversaciones telefónicas (ya nadie llama, ni siquiera dejan mensaje).

Entonces, cuando consideramos que nuestra vida debe ser compartida con el resto de la humanidad, cuando las fotos de abdominales o curvas van acompañadas de hashtags y de aforismos populacheros – “¡Nunca te des por vencido!” al lado de un par de nalgas bronceadas en Bali – ¿qué le importa a uno Hollywood?

Hoy en día, cualquiera puede hacerse famoso y hasta tornar esa fama en plata, aunque nadie admita que ése es el motivo: YouTuberos se hacen millonarios hablando de videojuegos, influencersdeshonestos canjean favores turísticos y se dan la gran vida, Facebookeros usan Facebook Live como tribuna porque tienen algo que decir, y desde estudiantes hasta amas de casa trabajan como “modelos eróticos” que hacen porno desde sus recámaras por cams y ganan cinco cifras al mes gracias a sus fans.

El velorio por Oscar ha comenzado.

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