Las cosas han cambiado bastante desde que toqué suelo norteamericano hace casi dos décadas. Después de pasar algunos años inmerso en el paraíso terrenal que es la Florida, una cabriola del destino me trajo hasta New England. Todo este tiempo, la guitarra me ha acompañado en las buenas y las malas. Este instrumento ha sido como una llave que abre puertas para conocer lugares, gente y realidades nuevas. Por esto, le estoy inmensamente agradecido.
Hace tres años vivo en la tierra bravía de Massachussets. Una región cuyo clima es un acertijo constante regido por la altanería y el desenfreno; veranos que te calcinan, inviernos que corrompen la médula de los huesos, épocas lluviosas donde el fango se aferra a tus tobillos y de pronto un fardo de nieve te cubre; momentos trascendentes en que una lluvia sinuosa se abstrae para transformarse en sol y arcoíris.
Mi centro de operaciones es Worcester, el llamado corazón de Massachussets. Worcester es una ciudad apasionante por varias razones. La principal, en lo que a mi concierne, es su escena musical, la cual, aunque pequeña, no deja de ser compleja, creativa y de hallarse en proceso de expansión. Nuevamente, la guitarra me ha dado la oportunidad de explorar la escena de Worcester y de convertirme en uno de los actores que impulsa su desarrollo.
En 2016, después de dos semanas de llegar a Worcester, tuve una primera presentación musical en el ya desaparecido Bar Canal, una chinganita especializada en comida cajún, rock, blues y en donde bikers cincuentones solían reunirse periódicamente para conversar de sus cosas entre casacas de cuero negro y tatuajes inelegibles. Extrañamente, Ruby, la dueña de este local, una mujer madura y delgada que jamás reía, se interesó en mi música. Digo extrañamente porque nada en el Canal parecía conjugar con lo que yo ofrecía: “Latin music.”
Después de tocar aquella noche por primera vez en su restaurante, Ruby me dijo con una voz cavernosa e intimidante, “Honey, ¿do you want to come back? People like your thing.” Mi música y el ambiente de Canal no parecían conectarse del todo, pero de todas formas acepté el ofrecimiento. Me interesaba insertarme en la movida local.
El Bar Canal estaba en Water St, una callecita de estilo urbano/decadente que ha sido históricamente un punto de convergencia cultural en la ciudad. Water St aun luce como una de esas calles ataviadas de concreto carcomido y letreros gastados por donde Starsky & Hutch se paseaban con su Ford Gran Torino chequeando a los dealers que quemaban el tiempo en las esquinas.
En esa misma calle también se hallaba un café en el cual toqué algunas veces después de mi presentación en Canal. Este café era manejado por Sean, un tipo blanco, alto, rapado y fornido que solía pararse sin camiseta fuera del local para cepillar el polvo de las viejas vitrinas con una escoba. “Yo te puedo hacer famoso,” me dijo una noche cuando tomaba un break entre sets, “en mis ratos libres soy productor de TV, de hecho, he participado en documentales y cortos, yo me puedo convertir en tu manager ¡y la hacemos linda!” Sean me invitó un par de veces más a tocar. La decoración de ese café era un misterio. Siempre había sillas de cabeza sobre las mesas; ollas y tazas vacías tiradas en el piso rodeadas de pedazos de espejo roto y trastos viejos innombrables que nadie usaba. Sean decía que el café era un “work in progress.”
A media noche, Sean recibía jóvenes pasados de vueltas que venían a calmarse con un poco de café caliente. Después de esos gigs, Sean dejó de llamarme. Me pareció extraño. Al poco tiempo, sin embargo, pasé manejando por Water St y el café/depósito ya había sido clausurado.
En la atmósfera turbia del Bar Canal y el café de Sean conocí a algunos Worsterianos que me han ayudado a integrarme a la escena. Por ejemplo, el abogado Neuer, hombre maduro y soltero de maneras pausadas, apasionado de la guitarra clásica, quien después de oírme tocar en el café de Sean me puso en contacto con la dueña de otro restaurante más ficho ubicado en una casa histórica de Worcester. En esa casa, la Bull Mansion, empecé a tocar cada mes para el cocktail hour.
El abogado Nuer solía venir a verme tocar a Bull Mansion. Se acercaba lenta y cautelosamente entre canciones, y me pedía, con una mano en el pecho, que dejara de tocar standards de jazz y que mejor tocara “Spanish guitar.” Llegó un momento en el que su constante presencia en mis gigs y su insaciable necesidad de escuchar Spanish guitar comenzó a cargarme. Una de esas noches, mientras conversábamos de oportunidades musicales en la ciudad, me invitó a unos open mic donde al parecer los mejores músicos folk del área se reunían.
Fue mi primera experiencia haciendo open mics. Resultó estimulante. El espíritu folk es sumamente cálido y apreciativo. Valora la calidad del sonido del instrumento acústico más por su pureza en sí que por la destreza o conocimiento del músico. En aquellos open mics, al igual que durante mis presentaciones en el mítico Florida Folk Fest años antes, mis experimentos musicales, los cuales a veces ni yo mismo comprendo, han sido recibidos con entusiasmo.
Tres años después de llegar a Worcester, me siento completamente engranado a la maquinaria musical de la ciudad. No he visto al abogado Nuer desde hace un tiempo, felizmente. Las tocadas ocurren todas las semanas y tengo la oportunidad de jammear con los cats más atrevidos de la ciudad, los heraldos del jazz que se encargan de mantener un espíritu joven, rebelde y curioso en la escena local. A través de estos gigs un nuevo mundo creativo se me está abriendo. La guitarra siempre en la espalda, y abriendome puertas. La voz granulosa de Ruby aún está en mi memoria, como un extraño emblema que me invita a seguir adelante: “people like your thing, honey.” La mezcla de perspicacia, agresividad y dulzura en la voz de Ruby resume la esencia urbana y ligeramente decadente de la ciudad.