Más allá de la lectura

Era el verano de 2018 y yo era uno más entre los asistentes a un taller de escritura creativa dictado por un escritor limeño. No muy leído, pero sí bastante conocido en el circuito editorial criollo. Dueño de una fealdad difícil de ignorar, sin misterio ni estilo. Su trato conmigo era cordial, pero impostado, como si cada gesto de cortesía estuviera mediado por una duda que nunca se atrevía a nombrar. Lo sentía hipócrita. O quizá era yo el paranoico. Sin embargo, esa incomodidad estaba ahí desde el primer día, como una música de fondo que no se apaga del todo.

En la primera sesión apareció un alumno regordete. Desde que ingresó, intuí que algo en él me iba a molestar. No sé si fue su forma de caminar, de mirar, de sentarse con esa seguridad prestada de quienes se creen brillantes porque han leído a Dickens antes de los veinte. Tenía un rostro de intelectualoide armado: barba descuidada, anteojos culo de botella, ceño levemente fruncido como si todo a su alrededor le produjera una mezcla de aburrimiento y superioridad.

Guardó silencio un buen rato. Tomó notas. Asintió estirando la jeta. Pero fue cuando el profesor compartió un texto propio —una narración breve, apenas esbozada— que aquel alumno encontró su momento estelar. Levantó la voz con firmeza, deslizó algunas frases altisonantes, citó a autores extranjeros y luego comenzó a señalar fallas, inconsistencias, lugares comunes. No eran críticas absurdas, pero sí innecesariamente severas, como si no buscara entender el texto sino demostrar que podía corregirlo.

Esa intervención agudizó mi antipatía. Hasta entonces sólo me incomodaba; después de eso, comencé a despreciarlo. No por lo que dijo, sino por la confianza sobreactuada, por el goce apenas disimulado de exhibir su supuesta lucidez ante el resto de sus compañeros. A veces, basta una crítica para delatar la impronta entera de una persona.

Dos años más tarde, en plena pandemia, cuando las pantallas reemplazaron a los cuerpos y la intimidad se había vuelto un cuadrado pixelado en Zoom, sostuve una conversación con un sobrino. Uno de esos familiares que existen más por memoria genealógica que por presencia efectiva. No se deja ver, no da señales de vida, salvo cuando algo necesita o desea compartir algo suyo.

Aquella tarde, tras los saludos de rigor y algunos comentarios sobre la política doméstica o la catástrofe mundial —ya no recuerdo bien—, me envió un archivo por el chat de la plataforma. Se trataba de un cuento amazónico que él había escrito. «Para que me des tu opinión», escribió. Sin emojis, sin contexto, sólo eso.

Lo abrí con escepticismo. Hay algo particularmente delicado en leer lo que escribe alguien que mantiene un lazo de sangre contigo: no se trata sólo de juzgar un texto, sino de decidir cuánto decir, cómo decirlo, y cuánto estás dispuesto a revelar de ti mismo al opinar sobre lo que otro expone con vulnerabilidad.

No obstante, no comenté su texto. No le dije «me gustó» ni «interesante propuesta». Hice algo peor —o mejor, según cómo se mire—: lo analicé. Lo fui desmenuzando párrafo por párrafo, línea por línea, con la minuciosidad quirúrgica de quien ya no busca quedar bien, sino comprender lo que tiene entre manos. Señalé frases flojas, imágenes logradas pero mal encajadas, una estructura que prometía más de lo que entregaba. No fui cruel, pero sí implacable.

Al principio lo hice por educación: alguien te confía lo que ha escrito y espera una respuesta. Pero a medida que avanzaba, empecé a disfrutarlo. Me sorprendió la fluidez con la que encontraba observaciones, el placer liviano —pero innegable— de observar con claridad lo que no funcionaba. Cuando terminé, me sentí extrañamente a gusto. No por haber demolido el cuento, sino por haber entrado en él con sinceridad. Fue, quizás, la lectura más honesta que había hecho en mucho tiempo.

Entonces evoqué al alumno regordete del taller. Y me pregunté, con cierta fascinación, si su crítica —esa que tanto me había enfadado— no habría emergido del mismo impulso. O si acaso mi antipatía había tenido más que ver con el tono que con el contenido. Preguntas sacarronchas, como todas las que valen la pena.

Desde entonces hasta la actualidad, pues, no he dejado de analizar y criticar, de manera cuidadosa, cada texto que tengo al frente. No por vanidad ni por simple hábito, sino porque descubrí —un poco tarde, quizás— que leer también es una forma de pensar en voz alta. Y que la crítica, cuando se ejerce con precisión y sin soberbia, puede ser una muestra de respeto.

Hace un mes, por ejemplo, me interné en la laboriosa faena de escrutar dos poemas iniciáticos de Vallejo. Me acerqué a ellos sin devoción, casi como si fueran las estrofas de un desconocido. Comprendí que si quería leerlo de verdad, tenía que desnudar al mito y enfrentarme, verso a verso, con el lenguaje, con la respiración, con el temblor de lo recién nacido. Y así lo hice.

Al concluir, advertí una situación muy peculiar: el ejercicio no había sido muy distinto al que hice con aquel relato de mi sobrino, ni al que presencié —con desagrado— en el taller de 2018. Sólo que ahora, con el devenir del tiempo, ya no siento culpa por detenerme en lo que no funciona. Lo que antes era fastidio o rechazo, ahora se ha vuelto método. Lectura atenta, con nervio, como forma de vida.

 

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit