En un salón con pupitres vacíos, Marina me sonrió y colocó el instrumento al borde de la silla. Era una caja pequeña, negra. Parecía el ataúd de un niño. Estiró su dedo y dirigió mi atención hacia las guitarras que colgaban al fondo. Debajo de los ventanales, descansaba un piano que habían cerrado con llave. “Aquí sucede la magia,” me confesó.
Marina rozaba los cincuenta. En el pasado tuvo a un hijo antes de tiempo. De mirada adormecida y pasos torpes, el pequeño aprovechó cada descuido para escapar por el jardín; hasta que un día, encontraron sus zapatillas a las orillas del canal, apuntando hacia las nubes, entre la basura.
Los pacientes de la Torre Este se acostumbraron a ella. En las noches se le escuchaba por los pasillos. Algunos años después, su doctor llamó por teléfono. Con una firma digital, Marina fue dada de alta. Nunca volvió a ser madre.
Marina nació en el campo, rodeada de flores en el mismo lugar donde la concibieron. Cayó sobre esas flores que la madre manchó entretanto la sacaba de su vientre. Vivió su infancia trabajando la tierra, junto a sus hermanos; aunque hoy no sabe qué fue de la vida de ellos.
Tomé su palma. Los callos eran evidentes. Sus manos no eran como las otras. No parecían hechas de carne. Parecían hechas con escombros.
“Reconozco tu mirada”, me confesó, como si viera en ella a la criatura que la había perseguido desde pequeña y que solo ella sabía que era real.
“¿Te molesta?” le pregunté. “No. Eres más familiar de lo que imaginé. La gente no te refleja bien cuando te describe”.
“Muchos creen que en mi casa esa gente se está quemando viva”.
“¿Y no es así?, ¿no se están quemando?”
“No”, le dije riéndome de su comentario. Después me le acerqué, como una amiga que va a revelarle un secreto al oído: “Nadie se está quemando allí”.
Marina no lucía bien en esta ocasión. Traía su cabello con descuido. Tenía los muslos gruesos, las caderas anchas. Estaba cansada, enferma. No importaba. Bajo las ruinas de su rostro había una llave muy dulce, oculta, enterrada.
Marina me explicó que sin la música, la historia no podía existir. “Descubrir de dónde venimos. Las distintas flores que somos en la huerta. Lo que nos sembraron nuestros ancianos. Enseñarlo a través de una canción es tan importante como enseñar todo lo demás”.
“¿Enseñas aquí?”
“Cuando puedo. Justo aquí, en esta aula. Los niños toman sus instrumentos y yo empiezo con una historia antes de tocar”.
“¿Qué clase de historia?”
“Comenzamos hablando de nuestras familias, de nuestros abuelos, a qué se dedicaban, si recordaban lo que hacían en casa. El abuelo de Santiago, uno de los más pequeños que tocan aquí, tan pronto cruzaba el patio, el viejo lo cargaba y lo sentaba en sus piernas. Así pasaban la tarde, cantando. Su abuelo enfermó, e incluso postrado en una cama, pasó sus últimas horas cantándole al niño antes de morir”.
Marina quiere enseñar este tipo de música a los pocos niños que quedan. “Deseo enseñarles a sentir que se puede ser bueno antes de crecer”. Ella me asegura que es importante lograrlo, aunque las aulas estén abandonadas.
Pero a pesar de amar y conocer muy bien su instrumento, ese no es su trabajo. Marina se gana la vida vigilando homicidas. Se levanta temprano para ponerse el uniforme y cruza las rejas antes del amanecer. Recorre los pasillos en donde permanecen encerrados. “Ellos buscaban gente en la calle para matarla. Ahora yo los vigilo. Lo he hecho por doce años. Y todos los días sufro. Sufro al reconocer en ellos los restos de un niño extinguido”.
“¿Es por eso que eres voluntaria en este salón?, ¿enseñando música a los hijos de estos asesinos?”
“Lo hago para enseñarles que pueden ser buenos a pesar de lo que hicieron sus padres”.
“¿Cómo creciste tú?”
“Yo de niña trabajaba la tierra. Escuchaba a mi abuelo tocar la guitarra mientras buscábamos las raíces. Llenábamos las bolsas enteras con la cosecha. Recuerdo también sus caricias cuando me dormía junto a la aguja de su tocadiscos”.
Vi alrededor del aula. Imaginé a sus niños sentados en las mesas. Dedos apretando las cuerdas con esa adorable torpeza infantil. En una realidad paralela, estas criaturas que me inventaba no eran niños delincuentes, o por lo menos, existía la promesa de que jamás lo fueran.
“Las cosas no eran tan peligrosas como lo son hoy”, le dije con la vista fija en el vacío.
“Es por eso que el amor debe sembrarse desde pequeño”, afirmó Marina. “Y ese amor puedo enseñarlo con las letras y los tonos que escuché en mi infancia. El amor que invoca tu música. La verdadera música. Esa que mi abuelo tocaba y que luego entendí que era de alabanza”.
“¿Qué ves en ellos?”
“Luz”. me respondió, señalando de nuevo al fondo. “Luz como la de esos ventanales sobre el piano. La luz que veo en esta aula con mis niños; es el mismo resplandor que añoro recorriendo las celdas. Quemaremos el salón entero si logro que este instrumento lo aprendan bien”.
“Nadie se quemará”.
Marina resucita cada vez que se quita el uniforme de carcelera. “Luego de trabajar diez horas con los presos, estar aquí es lo que me hace sentir que aún me queda tiempo”.
“¿Y que sientes tu?, ¿qué sientes cuando les cantas?”
“Siento que lo que hay en esas celdas, desaparece. Y queda un eco. Unas voces que no se pueden ver, rezando con la melodía. Es la música como plegaria, y toda la bondad que viene con ella”.
Entonces que sea eso. Rezar cantando. Y que salves a tantos como puedas.
“Marina, tu música ya es popular entre los muertos. Sabías eso, ¿verdad? Has cambiado al mundo tantas veces y nadie te lo ha dicho”. Extendí mis brazos. “¿Sabes lo que tienes que hacer?, ¿lo que va a pasar?”
Miró al suelo.
“Cómo pude olvidar lo niña que eres”, le dije sintiendo el puñado de insectos aleteando en el estómago, subiendo por la garganta. “No te asustes”.
“No tengo miedo”.
“Y no sepultes más tus dedos en la tierra. Tenemos que cuidarlos”.
Marina apretó sus ojos y agrandó sus mejillas. Su sonrisa me llevó al primer instante en el que la vi. Temblando, arrastró la caja negra que reposaba sobre el piso, sacó el instrumento y lo colocó en mis manos. Intentó limpiar sus lágrimas con las muñecas. Tan pronto tomé su artefacto por el mástil, la brisa empujó el ramaje de los árboles y las sombras pendularon sobre su rostro.
“Ésta no lleva letra…”
Probé con el primer acorde. Aún no sonaba bien. Giré la tercera clavija y el estirón del cordel sonó a como suenan los niños cuando duermen. Compuse otro acorde moviendo los nudillos hacia adelante. Como si fuera el tambor de un revolver, rasgueé las cuerdas como una última súplica para quienes se esconden detrás del aire. Por fin, el aparato vaporeó un estruendo hermoso. Le ofrecí de vuelta el artilugio sonoro, radiante. “Eres un instrumento de difícil precisión, Marina; pero sospecho que ahora sí logré afinarlas”.
Cuentan los más viejos, que en el campo en donde se perdían los niños, la pequeña con las uñas sucias de tierra, aceptó el regalo apretando sus ojos y agrandando sus mejillas. Tomó la guitarra afinada de las manos de su abuelo y se fue corriendo para mostrársela a sus hermanos.