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Los túneles de Sábato

Con un sucinto pero eficaz título, el obituario de The New York Times manifestaba lo que el escritor argentino significó para millones de lectores en América Latina: “Ernesto Sabato, Argentina’s Conscience, Is Dead at 99”. También con esa afirmación, el periódico norteamericano no hacía otra cosa que poner en relieve el incómodo lugar que para muchos intelectuales representó políticamente la conciencia del autor de Sobre héroes y tumbas a lo largo de su extensa vida. Alguna vez secretario de la juventud del Partido Comunista, luego antiperonista, simpatizante de la dictadura de Rafael Videla, y finalmente ya en la vuelta de la democracia en 1983, elegido por el gobernante Raúl Alfonsín presidente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep).

Ernesto Sábato nació en la pequeña ciudad de Rojas, provincia de Buenos Aires, en 1911. Sus padres eran inmigrantes italianos, de ascendencia albanesa. Hasta su vejez conservó una cara de rústica seriedad en que la tristeza a veces pareció otra marca, la silueta muy flaca y unos grandes y sombríos anteojos.

Fue el penúltimo de once hijos. Nació cuatro días después de morir el hermano que lo precedía y se llamaba como él. Ese hecho marcó su vida para siempre. “Mi madre se  aferró a mí y yo a ella de manera patológica”, alguna vez confesó. El nacimiento del último de los Sábato, Arturo, deparó otro trágico suceso: lleno de celos, Ernesto intentó matarlo. De esta manera hubo que separarlo de la casa y llevarlo a vivir a otro lugar.  El desprendimiento de su madre originó más dolor. Solo tiempo después, cuando Arturo se salva del tifus, el doctor de la familia encuentra un modo de sanar aquellas heridas del espíritu: Ernesto debe cuidarlo. Así se convirtió en su protector y, con los años, llegó a ser el hermano preferido del autor.

A diferencia de Borges, Julio Cortázar, Manuel Mujica Láinez o Leopoldo Marechal – escritores inevitables en las letras del Río de la Plata–, Ernesto Sábato no tuvo lo que comúnmente se llama “una formación literaria”. No estudió la carrera de Letras (eligió Física), tampoco a través del periodismo gráfico ganó algo de oficio, y menos fue un traductor o conferenciante profesional. Nunca hubo un plan establecido: su acercamiento se asemejó a un zig zag y como tal lo demoró en publicar su primer libro, Uno y el Universo.

A pesar de esto, en el colegio Nacional de La Plata donde hizo el secundario, el encuentro con un profesor al que todos creían en un primer momento mexicano, constituyó un episodio imborrable en la vida de Sábato. “A medida que pasan los años, ahora que la vida nos ha golpeado como es su norma, a medida que más advertimos nuestras propias debilidades e ignorancias, más se levanta el recuerdo de Pedro Henríquez Ureña, más admiramos y añoramos aquel espíritu supremo”, escribió en Apologías y Rechazos. “Enseñaba el lenguaje con el lenguaje mismo, tal como Hegel afirmaba que se debe enseñar a nadar nadando. Recuerdo cómo nos hacía leer los buenos autores, y cómo paralelamente hacíamos el trabajo de composición”.

Así descubrió a Dostoiesky, Tolstoy, Chéjov, Ibsen, Hamsun. A esas lecturas adolescentes, según cuenta María Angélica Correa en Genio y Figura de Ernesto Sábato, le siguieron otras que el autor hizo en su madurez: Stendhal, Proust, Kafka, Melville, Hemingway, Faulkner, Twain, Chesterton, Huxley, Rilke y Thomas Mann.

Para cuando ingresa en 1929 a la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas, Sábato ya milita en organizaciones estudiantiles anarquistas. A los dos años, se afilia al Partido Comunista y es nombrado al poco tiempo su secretario. Con ese cargo viajó a Bruselas a un congreso contra el fascismo y la guerra. Una vez en Europa, se pelea con sus compañeros… En la década del ´40 es anti peronista, luego ocupa un cargo en el gobierno seudo radical de Arturo Frondizi. Esta evidente esquizofrenia política es algo que Ernesto Sábato nunca cargó con culpa: sólo intentó darle alguna justificación de circunstancia que pudiese encantar a interlocutores dóciles.

Sin embargo, hay un punto que hace herida para muchos con buena memoria en la Argentina, y es el almuerzo que Ernesto Sábato y Jorge Luis Borges compartieron con el dictador Jorge Rafael Videla el miércoles 19 de mayo de 1976. En ese momento, Sábato comentó: «El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente».

A los dos años de esa declaración, cuando la prensa internacional difundía las atrocidades que ocurrían en la Argentina, Sábato declaró a revista alemana Geo: «La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi por favor que las Fuerzas Armadas tomaran el poder. Todos nosotros deseábamos que se terminara ese vergonzoso gobierno de mafiosos [se refiere al de María Isabel Martínez de Perón, gobierno elegido por votación]. Desgraciadamente, ocurrió que el desorden general, el crimen y el desastre económico eran tan grandes que los nuevos mandatarios no alcanzaban ya a superarlos con los medios de un Estado de derecho ya que los extremistas de izquierda habían llevado a cabo los más infames secuestros y los crímenes monstruosos más repugnantes. Sin duda alguna, en los últimos meses, muchas cosas han mejorado en nuestro país: las bandas terroristas han sido puestas en gran parte bajo control». Poco antes que terminara la dictadura militar, Gabriel García Márquez señaló que Sábato había justificado el golpe de Videla, a lo que el escritor argentino publicó su descargo en el diario colombiano El Espectador.

Paralelamente a esta escurridiza ideología, Sábato construyó una obra literaria a la que nunca le faltó coherencia. El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y Abaddón el exterminador (1974) –sus tres libros de ficción –tienen la huella de la literatura rusa de siglo XIX y del existencialismo acuñado por Jean-Paul Sartre y Albert Camus. A este último, el argentino le debe la publicación de El túnel por la editorial Gallimard. En una misiva fechada el 13 de Junio de 1949, el autor francés, que a los pocos años ganaría Premio Nobel de Literatura, le escribe: “Roger Caillois me la hizo leer y me ha gustado mucho la sequedad y la intensidad”.

Su bibliografía también incluye ensayos y textos autobiográficos, entre los que se destacan Uno y el universo (1945), Hombres y engranajes (1951), El escritor y sus fantasmas (1963), Apologías y rechazos (1979), Antes del fin (1998) y La Resistencia (2000).

Todas sus obras encontraron particularmente eco en los jóvenes y le dieron popularidad. La suya fue una literatura que tomó ideas elaboradas ya con éxito en el pasado y las explayó nuevamente ante circunstancias impredecibles. En 1984 obtuvo el Premio Cervantes. La muerte de Borges despejó el camino para que Sábato imponga, con la ayuda de los medios de comunicación en un país necesitado de buenas conciencias luego de tenebrosos años de dictadura militar, la imagen de un anciano sabio que, a preguntas agobiantes, respondió con desgarrada sensibilidad.

En un momento del documental Ernesto Sábato, mi padre, que realizó su hijo Mario, el autor comenta ante cámara: “Cuando me muera quiero que me velen acá (se refiere a Santos Lugares, zona que vivió desde 1945) para que la gente del barrio pueda acompañarme en este viaje final. Y quiero que me recuerden como un vecino, a veces cascarrabias, pero en el fondo un buen tipo. Es a todo lo que aspiro”.

 

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