Hace más de un año mantengo esta columna que quise llamar con el mismo título de mi poemario, “Los poetas nunca pecan demasiado”. Hoy he llegado al final de este viaje que Pedro Medina León y su Revista Sub Urbano me han permitido desarrollar. Desde este espacio he presentado a un grupo de poetas que admiro. Me quedan muchos otros por presentar, pero eso será en otro capítulo y en otro momento. Me despido en deuda con los que no están.
Quisiera encerrar en esta última entrega un pedacito de cada poeta que ha robado un espacio dentro de este ser que soy: a veces complicado, a veces intermitente como un semáforo que baila enloquecido con las ráfagas de un ciclón que acaba de pasar. Pero eso es imposible, son tantos.
He escogido estos poemas de la fallecida poeta Pura del Prado porque cada cierto tiempo regreso a su poesía. Además, siento que todavía no se le ha hecho justicia a su obra como merece. Estos poemas pertenecen al poemario “La fronda y el mar. Antología poética.”, publicada en Cuba por Letras Cubanas.
Dualidad
Se bifurca mi ser extraordinario
porque atraigo y repelo a esa persona
que me quiere y desdeña y se emociona
de ternura al guardarme en su sudario.
Lo maravillo y voy hacia un rosario,
lo sorprendo y lo pasmo y me abandona,
me ensalza con placer y me traiciona
el elogio en desprecio lapidario.
Lo asombro y me regala indiferencia,
lo turbo y me rehúye su indolencia,
lo reino y me somete a su mentira.
Le soy inesperada y, titubeante,
se muestra decidido en el desplante
y me humilla de tanto que me admira.
Los enemigos
Fueron amigos míos, hasta la despedida.
Como un libro tronchado por la hoja del medio.
Les quedará un injusto rencor y a mí la herida
que sangra la violencia de un adiós sin remedio.
Todo fue dulcemente construyendo un cariño
con plenitud de fruta que se ofrece en la cesta.
Y fue como el juguete que se le rompe al niño
o la mancha de vino en el traje de fiesta.
En el cordial horario del ayer inocente
de cenas, hospitales, nacimientos, visitas;
ningún presentimiento de la pena presente,
ni la lección amarga de las flores marchitas.
Algo partió y es triste como ese desaliento
del que buscando un hijo vio vacía la cuna.
Pasos que ya no vuelven, hojarasca en el viento,
y en el umbral desierto soledades de luna.
El alma es ese patio donde los huracanes
arrancan los más hondos y viejos arbolones;
le queda el hueco enorme que dejan los rufianes
o acaso la ternura llorando sus muñones.
Se han ido, uno a uno. Se han ido, poco a poco.
Cada cual con su rabia, su traición o su olvido.
Y el recuerdo se obstina como un marino loco,
marcado de naufragios, en un golfo perdido.
¿A quién ir?
¿A las cosas, al mar,
a las pequeñas
abejas oficiosas,
a las sábanas,
al resplandor callado de los muebles,
al jardín?
¡Qué sé yo!
Si ya una sabe
que no hay refugio, no,
los ángeles no bajan
al lóbrego lugar de la derrota.
Y si vinieran…
¿Qué, en el nombre de Dios, podre decirles
si el alma es el silencio
atónito, apenado,
entre alguna explosión,
tras de algún grito
que ilumina la tétrica descarga
colorada y azul de los fusiles
y ya parezco un ala cuando estalla?