La primera página de Coronel Lágrimas (Anagrama, 2015) nos enfrenta a un anciano empecinado en escribir, «meticuloso sobre el papel que parece tocar con la delicadeza de un monje», solitario mientras bebe café. Su labor, sin duda, se acerca a la obsesión de un filósofo hermético, y es cierto que podemos hallar similitudes entre esta enigmática pasión escritural, que se repite página tras página, y el ejercicio alquimista de la teúrgia: la búsqueda, quizás, de lo divino.
De algún modo, la vida que inspira esta primera novela de Carlos Fonseca, la del matemático Alexander Grothendieck, aquel hombre que ya jubilado lo dejó todo para meditar junto a los Pirineos franceses, nos habla de un camino que no se funda en el éxtasis revelatorio de la vida social, sino en el encierro del ermitaño, aquel “genio” o “excéntrico” que emprende una larga ascensión de esfuerzos mentales hacia los territorios de la percepción y los hallazgos más oscuros y a la vez revolucionarios.
Si bien el personaje central de la novela se inspira en Grothendieck y en las innumerables ecuaciones que revolotean alrededor de todo célebre matemático, el extraño coronel erigido por Fonseca nos remite sobre todo a un mundo tutelado por la historiografía. No son entonces los números ni las opiniones acerca de los códigos algebraicos los que nos atañen, sino la relación sintetizada del siglo XX, registrada a partir de una condición científica que emana del misterioso e incomprensible entusiasmo del Coronel. La historia, suelen decirnos, la cuentan siempre los vencedores, pero en esta novela el relato histórico está supeditado al delirio del método que lo propone. Así, la Revolución Rusa, la Guerra Civil Española o el conflicto de Vietnam son hechos que se convierten en subterfugios para acercarnos a un panteón de divas alquímicas, una historia de la historia que a su vez es la difusa relación de una sugerente vida privada.
Lo cierto es que el genio y el desequilibrado se intersecan para luego salir a la luz a través de una ambición historiográfica que el Coronel titula Los Vértigos del Siglo, documento hermético, resumen de ideologías de décadas pasadas y a la vez ofrenda de vida que se plasma de manera sistemática durante el único día que narra el tiempo de la novela. Como sucede con todo emprendedor de utopías, este historiador ermitaño es raro entre los hombres porque se desvía del cauce normal, se pronuncia tanto como una representación del estoicismo y la originalidad como de la perturbación y el desborde.
Siempre cifrada, siguiendo el recurso de una concatenación cómica que resulta en un lenguaje más barroco que escueto, Coronel Lágrimas no será una lectura apacible para quien anticipa la literatura con un carácter más prosaico. Se trata en realidad de una materia artísticamente compleja y paradójica, que en cinco breves capítulos y una serie de sumarios guiados por un ojo omnipresente nos habla de la belleza de prescindir de lo obvio y lo manido. Y eso hay que agradecérselo al autor.