
La escritora mexicana Isabel Ibáñez de la Calle, radicada en Texas, presenta Los ojos de mi padre, una novela profundamente emotiva que explora las fracturas del duelo, la paternidad y la memoria. A través de un lenguaje contenido y preciso, Ibáñez de la Calle construye un retrato íntimo del dolor y de las contradicciones humanas que emergen cuando la pérdida redefine toda una vida. En esta conversación, la autora reflexiona sobre el proceso emocional detrás de la escritura, la construcción de personajes masculinos complejos y los silencios que marcan los vínculos familiares.
El duelo es el corazón de esta novela, pero no se presenta como un proceso lineal ni con consuelo. ¿Desde qué lugar emocional escribiste este libro? ¿Qué fue lo más difícil de narrar en esa experiencia del dolor?
Hay una frase que mi personaje repite varias veces durante la novela y es “no existe entrenamiento para el dolor”, y es así como yo veo el duelo. Cuando una persona está sufriendo y te cuenta su experiencia, nuestro primer impulso muchas veces es responder “es normal”, pero nada es normal ni anormal en el duelo. Y eso es justamente lo que quise reflejar. Mi personaje principal, pero incluso los otros personajes, no saben cómo sentirse, no saben descifrar algo que les genera un dolor tan profundo que transformará su vida por completo.
Creo que escribí esta novela desde muchos lugares distintos, pero me gustaría decir que el más importante fue desde la contradicción. Recuerdo que cuando tuve una pena muy grande, una amiga me dijo: “Se va lo bueno, pero también se va lo malo”. En la novela aparece esta idea de que cuando perdemos algo, siempre ganamos otra cosa, incluso ante la muerte de un hijo. El protagonista, por ejemplo, gana la libertad que siempre había querido, pero a un precio demasiado alto.
Hugo, el protagonista, es un hombre marcado por el silencio, la culpa y la distancia emocional. ¿Cómo fue el proceso de construir un personaje masculino tan complejo sin caer en estereotipos? ¿Te inspiraste en alguien real o fue una creación puramente literaria?
Creo que me inspiré en varios hombres al mismo tiempo. Por suerte, cuando empecé a escribir la historia, no me pregunté si podía o era apropiado ponerme en los zapatos de un señor de más de cincuenta años que pierde un hijo de 21, circunstancias muy ajenas a mis propias experiencias. Me alegro de mi inocencia porque pienso que no debemos perder esa libertad como escritoras y escritores, y que a veces es algo que la cultura mediática nos niega. Pero así como alguien puede imaginar la vida de un ser fantástico, uno puede imaginar la vida de una persona en circunstancias distintas a las propias.
Pero es verdad que me inspiré en los hombres de mi familia, no en uno en particular, pero sí en las obligaciones que se les imponían, por ejemplo, el mandato de ser proveedores. Recuerdo cuando yo decidí estudiar filosofía, un tío me dijo que en mi caso estaba bien porque era mujer. Entonces apareció la contradicción que tanto me interesa. Mi desventaja como mujer me otorgó un grado de libertad que mi hermano o mis primos no tenían porque estaban obligados a estudiar algo que les asegurara un buen trabajo. Claro que es terrible pensar que una mujer no necesita asegurarse independencia económica, pero de nuevo, ese pensamiento limitado hacía que yo pudiera elegir algo menos tradicional que mis contrapartes hombres.
También recuerdo el caso de un amigo cercano que se enamoró de una mujer ya estando casado con una hija, pero decidió no irse con ella porque no quería que su hija viviera lo mismo que él, es decir, un padre que lo había abandonado. Esa era una constante que escuché de niña varias veces. La idea de “aguantarse por los hijos”, “dar todo por los hijos”, “los hijos como sentido de la existencia”. La pregunta que se hace el libro es: ¿qué pasa cuando este sentido se va?
La muerte de Gerardo no solo quiebra a Hugo, también transforma la mirada hacia el pasado: la infancia, la paternidad, la pareja. ¿Cómo pensaste la estructura temporal de la novela para que ese pasado cobrara sentido desde la pérdida?
Hay pérdidas que nos hacen reconsiderar toda nuestra historia. La muerte del hijo es quizá la más definitoria en el caso de mi personaje, porque las decisiones más importantes de su vida las toma con base en lo que él piensa será la felicidad de su hijo.
En su recuento por el pasado, primero aparece la posibilidad, el hijo que pudo tener pero decidió no tener con una mujer a la que amó. Y luego, el contraste con su propio padre, un personaje que es una especie de sombra en la novela. El protagonista no sabe nada de su padre, y se da cuenta de que no sabe nada de su hijo. Eso le genera mucho dolor, es una especie de abandono doble. La infancia de Hugo fue un trabajo de arqueología, la fui descubriendo conforme fui escribiendo, así como la relación con la clase social y sus aspiraciones por subir en la escala social.
La relación entre padre e hijo está atravesada por lo no dicho, por los gestos mínimos y las distancias afectivas. ¿Creés que existe una imposibilidad generacional de comunicarse o hay una resistencia más profunda en los vínculos familiares?
Pienso que sí puede haber algo generacional, por ejemplo, entender que las aspiraciones de una generación no necesariamente serán las de la siguiente. Pero la expectativa hacia el hijo, sobre todo al hijo hombre en muchas familias, genera los silencios que impone el miedo a defraudar a los padres, sobre todo a aquellos que “han dado todo por sus hijos”. Por eso también aparecen el componente deportivo y los éxitos que conlleva ser un buen atleta. Pero también pienso que entre padres e hijos hay una imposibilidad de comunicación que no necesariamente se debe quebrar.
Hay ciertas partes de nosotros que nuestros padres nunca sabrán, no solo experiencias que transgreden sus reglas, sino sentimientos y sueños profundos. Al mismo tiempo, los padres nos conocen antes de que nosotros mismos tengamos conciencia de nuestro ser, saben lo que nos dio ilusión en nuestros primeros años, qué clase de amigos, historias, películas, etcétera nos interesaban, qué tipos de cosas disparaban nuestro enojo o tristeza, qué nos genera inseguridad. Pero las personas también cambian, y eso es algo que a los padres, quizá, les cuesta trabajo aceptar.
La prosa de Los ojos de mi padre está construida con una tensión muy singular: frases cortas, silencios implícitos, una emocionalidad contenida que nunca se desborda. ¿Cómo encontraste ese tono narrativo? ¿Fue una búsqueda consciente desde el inicio o algo que se fue afinando con la escritura misma?
Fueron las dos cosas al mismo tiempo, me gusta escribir con frases cortas en general. En el caso de esta novela, el recurso se hizo una necesidad conforme fueron pasando las páginas. El dolor que tiene el padre le genera pensamientos inconclusos e inconexos. Sentimientos que no puede explicar con palabras, entonces, el lenguaje me ayudó a generar esa tensión, como un golpeteo, un constante remordimiento, culpa y castigo.







