José Luis Muñoz
Muchos de ustedes se estarán preguntando qué está sucediendo en España en donde, a pesar de los insoportables recortes en derechos sociales y prestaciones, y retroceso en las leyes—el gobierno quiere imponer una ley de inseguridad ciudadana para amordazar a la población, y otra del aborto que lo hará prácticamente clandestino, con los graves problemas que eso supondrá para las mujeres que no deseen ser madres y deberán interrumpir el embarazo en otros países o hacerlo bajo condiciones que impliquen riesgo para sus vidas—, la ciudadanía, en general, se mantiene tranquila, o más tranquila que en Grecia y Portugal, por ejemplo. Funciona la solidaridad, puede ser la respuesta, y sin duda es una de las razones. La familia, en toda el área mediterránea, está muy cohesionada y el instinto de protección, al contrario de lo que suele suceder en Estados Unidos, de los padres hacia sus vástagos no se ha perdido (y de los abuelos hacia sus nietos, pues muchas veces son los abuelos, con sus pensiones, los que están soportando la carga de sus hijos sin trabajo y de sus descendientes). Persiste en nuestros genes, aunque no queramos reconocerlo, el miedo a repetir un enfrentamiento incivil como el que sacudió la sociedad española en 1936 cuando el ejército dio un golpe de estado contra la república y sufrimos cuarenta años de feroz dictadura fascista. O sencillamente, se ha perdido el músculo de la lucha después de tanta época de bonanza, y cuando llega una época de crisis, tan devastadora como la que estamos sufriendo, es incapaz de reaccionar.
Mientras el presidente de la nación, con un asunto de corrupción en sus aledaños que la justicia deberá dirimir—los sobresueldos que, presuntamente en dinero negro, cobró él y buena parte del Partido Popular según los papeles manuscritos del encarcelado tesorero del partido Luis Bárcenas—se reúne con Barack Obama para anunciar a bombo y platillo que la crisis económica ha llegado a su fin, la gente que acude a los comedores sociales aumenta; las colas de trabajadores que buscan trabajo en las oficinas de desempleo no cesan; los mejor preparados, con licenciaturas y doctorados a sus espaldas, abandonan el país buscando una esperanza fuera; siguen desahuciándose familias enteras a pesar de que hay miles de pisos vacíos que ni se venden ni se alquilan, y en el paisaje urbano de las ciudades es habitual ver a hombres durmiendo en las calles o en los cajeros de los bancos o rebuscando en los contenedores de basura en busca de algo de valor: la imagen de una ciudadanía azotada y diezmada por una crisis de la que no es responsable y sí víctima. Una situación que no acaba de entenderse al otro lado del charco, como de forma muy explícita me dijo un buen amigo argentino que no fue desaparecido de milagro en su país por los militares golpistas: “Un gobierno como el que tienen ustedes hace mucho tiempo que lo habríamos tumbado en Argentina”.
Nunca he sufrido ningún atraco, ni robo, en mi vida. Nunca hasta ahora, en los últimos años. Y no me han quitado el dinero por violencia física sino por una serie de subterfugios financieros, sumados a subidas de impuestos mal empleados en obras innecesarias, que me han empobrecido en un 30% en el último lustro como a la mayoría de la población española. Un puñado de delincuentes económicos que han pilotado entidades financieras a su antojo, se han cubierto las espaldas con sueldos astronómicos y han blindado su futuro con pensiones multimillonarias, las han arruinado. Esas entidades, que absurdamente hemos reflotado con nuestros impuestos, en vez de dedicar estos a reflotar a las familias en crisis, han estafado a buena parte de la población, entre ellos recién nacidos, ancianos, iletrados y ciegos, incapaces de firmar contratos, con estrambóticos productos financieros cuyo monto no iban a recuperar nunca. Un delito de una enorme gravedad pues afecta a cientos de miles de ciudadanos que han visto como los ahorros de toda su vida se han evaporado de la noche a la mañana mientras crecía la riqueza de una oligarquía que se hacía exponencialmente más rica gracias a esta crisis.
Por suerte hay un estamento que, pese a los recortes de personal que sufre, lo que dilata ad eternum a veces su labor, y las presiones políticas que recibe, lleva a cabo de forma implacable su trabajo: los jueces. Con algunos, con Baltásar Garzón, por ejemplo, pudieron los poderes fácticos: lograron expulsarle de la carrera judicial porque investigaba la causa más importante de corrupción económico-política destapada en este país: el caso Gürtel que implica al empresario afín al PP José Luis Correa y sus adláteres. Con otros, intentan hacer lo mismo: a Elpidio Silva, el juez que mandó a prisión, por dos veces, al banquero Blesa, presunto responsable del hundimiento de su entidad bancaria Bankia, cuya caída ha removido los cimientos de todo nuestro sistema financiero, pretenden inhabilitarlo por prevaricación. El juez Ruz trabaja con paciencia y tesón en dilucidar qué oculta la contabilidad secreta del PP, aunque muchos de los presuntos delitos hayan ya prescrito. La juez Alaya, en Andalucía, expurga las vergüenzas del partido en la oposición, el PSOE, en connivencia con cargos del sindicato UGT, inmersos en la escandalosa estafa de los ERE.
Pero quizá sea en los últimos tiempos el juez Castro, de Mallorca, el más famoso de toda la judicatura por el delicado caso que le ha caído en su juzgado, quien está sacudiendo con fuerza los pilares del estado, o uno de sus pilares, la monarquía, con su profesional investigación de los tejemanejes económicos del yerno del rey de España, Iñaki Urdangarín, imputado por varios delitos económicos. Haciendo buena la frase de que la justicia es ciega, a las presiones, y a todos nos consta que las está recibiendo a diario para que cerrara la instrucción y no siguiera ampliando las imputaciones, el juez Castro, por segunda vez—la primera fue tumbada por la Audiencia de Palma—, y contra el parecer de la fiscalía, que está actuando como abogado defensor de facto, acaba de imputar a doña Cristina de Borbón y Parma, la hija del Rey de España, por un delito de blanqueo de capitales y fraude fiscal perfectamente acreditados en un auto exhaustivo de más de doscientas páginas, cuando lo normal hubiera sido un máximo de quince, para que la Audiencia no se atreva a rechazarlo de nuevo. El 8 de febrero la infanta irá a declarar ante el juez y, si se consigue que se siente en el banquillo de los acusados para responder de los cargos por los que se la imputa, sea o no condenada, qué duda cabe que será un torpedo en la línea de flotación de la Monarquía, ya tocada por los desatinos del monarca—la famosa cacería en Botsuana, el último de ellos—y sus problemas de salud cada vez más evidentes. ¿Llega la hora de la república? Puede.
Los jueces tienen la palabra, los jueces valientes que desoyen todas las amenazas y presiones que les llueven, que siguen con sus instrucciones caiga quien caiga. En ellos depositamos buena parte de la esperanza por recuperar la dignidad como país los españoles. Cuatro jueces que escarban, cada uno a su manera y con sus tiempos, en los casos más llamativos de los delitos económicos que se han dado en España en los últimos tiempos. Ruz, investigando el entramado de corrupción alrededor del partido en el gobierno; la juez Alaya, el fraude de los ERE que gira en torno al PSOE y la UGT; Elpidio Silva, la que atañe al poder financiero que dilapidó el dinero de sus impositores y accionistas; el juez Castro, en los aledaños de la monarquía, en la propia familia real.
Mejor que sean los jueces los que castiguen a los corruptos que montar la guillotina para acabar con ellos.
José Luis Muñoz es escritor. Sus últimos novelas son La invasión de los fotofóbicos (Atanor Ediciones, 2012), La doble vida (Suburbano, 2013), El secreto del náufrago (Ediciones del Serbal, 2013) y Ciudad en llamas (Neverland, 2013)