A mis hijos Bruno y Catalina
En Luisiana, en el camino a Whitney plantation, hay un pueblo llamado Donaldsonville. Desde la ruta se ven las casas montadas en terrenos más altos para evitar las inundaciones. Las casas están pintadas de muchos colores y algunas mansiones son enormes habitáculos con muchas puertas. Todas son de madera. En una de ellas hay un camión destartalado. En otra los restos de un auto viejo brillan bajo las nubes. Una casa tiene dos autos y un tractor estacionados en el costado. En otra, en el fondo, se ve un bus de escuela metido entre las ramas de un árbol seco. El pueblo es desértico vivo. La alta iglesia católica tiene el frente de piedra y las cruces típicas. En el cementerio no se observan visitas.
En la ruta me cruzo con tres o cuatro autos. La velocidad máxima es 45 millas y un auto me pasa a una velocidad más alta.
Antes de llegar a Whitney plantation veo una casa abandonada, con tres puertas verdes ganadas por el óxido. El techo es bajo y está hecho de chapa. El frente delata que no hay nadie. Pienso en bajar del auto y tomar una foto, pero no lo hago. Prefiero quedarme con el verde óxido en la memoria. Al costado del camino, se encuentra la patrulla del Sheriff. Inmóvil, custodia el escaso tránsito. Antes he visto los pantanos dispuestos en zigzag al lado de la ruta 10. Los fantasmas de True detective circulan entre las casas silenciosas de Donaldsonville, los autos abandonados, los juegos para niños sin personas, el cementerio vacío, las calles con herramientas tiradas en el pasto y los tractores como máquinas sin rostro.
En enero de 1811, a unos kilómetros del pueblo desolado, un negro llamado Charles Deslondes se despertó muy temprano y se subió a un caballo. Él y otros negros reunieron sigilosamente machetes y palos durante meses. Huyeron de la plantación después de pelear con los dueños de la hacienda. Mataron al amo e hirieron a su hijo; pelearon por sus vidas y, como rebeldes envalentonados, se internaron en un campo de caña de azúcar y quemaron una plantación que había en el camino. Siguieron con dirección a Nueva Orleans. Charles Deslondes había escuchado de la revuelta en Haití y se había contagiado del espíritu de liberación.
Mientras los esclavos avanzaban un ejército de hombres blancos no estaban dispuestos a entregar sus propiedades. Los blancos tomaron sus armas de fuego y sus machetes y se dispusieron a esperar a los simios negros. La batalla fue breve. Deslondes fue atrapado, azotado frente a lo que hoy es la plaza Jackson en el pulmón del French Quarter. Decenas de negros fueron asesinados delante del pueblo blanco que celebraba la masacre. La cabeza de Deslondes fue colgada, como las otras, en una pica y exhibida como escarnio frente a la multitud bulliciosa.
Después de atravesar el pueblo llegamos a Whitney plantation. En el centro del predio está la casa grande de los dueños de origen alemán, construida por los brazos esclavos. Más allá está la habitación con la cocina, en la que tres negras alimentaban a los blancos. Al costado se ve un edificio privilegiado. Es el aposento del capataz, el que administraba los azotes a los rebeldes y el que determinaba si alguien vivía o moría. Detrás hay unas cabañas rudimentarias, estrechas, para los esclavos. En el interior hay dos camas famélicas, con unos alambres o trozos de tela que hacen las veces de un colchón. No hay casi espacio entre las camas y menos un baño. Allí vivía una familia completa. Los niños o los hombres dormían en el piso. En un sector desolado está la cárcel para los fugitivos. En otro espacio han colocado un memorial de las decenas de miles de esclavos asesinados. Son muertos sin rostro, prácticamente anónimos. Muy cerca está la escultura de un ángel broncíneo que tiene en sus brazos un niño negro, desamparado, con la mirada perdida. ¿Dónde están los niños que fueron masacrados?
El ángel es el símbolo del pasado sangriento, irreparable, un pasado que vuelve irrespirable el presente.
Subimos a la camioneta. Pasamos por el frente del pueblo. Las casas imperturbables siguen en el silencio hopperiano. Miro los frentes ausentes y escucho los alaridos de los negros, los gritos de los propietarios iracundos, el choque de los machetes, el estertor de las balas blancas que manchan las calles de un rojo inmarcesible.