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Los cuentos de Marie Jane

 

Se iluminó la luz del paso peatonal, crucé distraída y me tropezaron.

—Oiga, ¿qué le pasa? —dije protestando—, ¿es ciego o qué?

Al instante me arrepentí de mi intolerancia. Era un anciano delgado que llevaba gafas oscuras y angustia acumulada en el rostro.

—Pues sí, lo soy —dijo con voz temblorosa—, y no encuentro a mi perro, ¿no lo has visto por ahí?

Quise que me tragara la tierra, pero como no sucedió, me tocó pedirle disculpas sintiéndome más miserable de lo normal. «Cuando mueras irás al infierno, Marie Jane, directo a la quinta paila», pensé.

El semáforo regresó a la luz roja. Los conductores comenzaron a tocar sus bocinas. Tomé al hombre por el brazo y lo fui llevando de regreso a la acera.

—Espere —dijo de mala gana y señaló—, yo vengo de ahí y voy al otro lado. Soy ciego, pero tengo sentido de orientación— dijo zafándose y tras dar un par de pasos al frente, un ciclista le frenó encima, casi atropellándole.

—¡Oiga, viejo, ¿es ciego?!— le gritó el chico que conducía la bicicleta y sentí pena por el anciano.

«¿Cuántas veces le harán la misma pregunta al día?», pensé.

Me disculpé con el ciclista con un gesto de manos y una sonrisa coqueta. El chico se relajó. Tomé de nuevo al anciano por el brazo.

—Señor, estamos a mitad de la calle y nos van a atropellar — expliqué—. Vamos hasta la acera y ahí resolvemos qué hacer.

El anciano chasqueó la lengua y accedió refunfuñando. Llegamos al otro lado de la calle entre maldiciones y bocinas impacientes.

—Me van a dejar sordo, desgraciados —gritó el anciano malhumorado— ¿No ven que estoy impedido?

Pensé que, además de la ceguera, también tenía problemas de carácter, pero quién era yo para hablar de ello. El anciano soltó mi brazo y comenzó a vociferar.

—Temiro, ¿dónde estás? —decía proyectando la voz en todas direcciones. Deduje que ése debía ser el nombre de su perro y contuve la risa ante el curioso nombre— Temiro, dormirás en el piso, ¿me oyes?

—Yo no veo ningún perro por aquí —advertí mirando nuestro alrededor—. ¿Hace cuánto se perdió?

—Hoy en la mañana. Salí a comprar tabaco y el condenado se zafó de la correa. Sólo sentí el estirón y los ladridos alejándose. Estoy seguro de que vio un gato y salió corriendo tras él… o peor, divisó en la distancia unas curvas caninas y enloqueció. Ush, joder, las féminas nos llevan a la perdición hasta cuando de perros se trata.

Yo lo miré con ganas de protestar ante su comentario, pero me contuve.

—¿Entonces, usted anda sólo por ahí buscándolo desde…/?

—Sí, sí —me cortó—, desde ésta mañana estoy buscándolo y nada —me dio la espalda para volver a gritar hacia la nada, y hacia su todo a la vez— ¡Temiro, ven aquí, perro tonto!

La gente nos miraba. Por un instante sentí vergüenza y no supe cómo justificar por qué estaba junto a un anciano ciego y gritón; pero luego recapacité en mi pensamiento egoísta y pensé que podría ayudarlo. Hacer algo bueno ante los ojos de Dios ayudaría a saldar mis barbaries. Y sino era con Dios, al menos que fuese con el karma. Miré al cielo y me aventuré.

—Escúcheme, yo… yo puedo ayudarlo para buscar a… —contuve la risa— … a Temiro, seguro no corrió lejos, y sabrá regresar por sí solo.

El anciano bajó los hombros como si le soltarán las cuerdas a un títere en medio de la función. Se apoyó de un poste de luz y se llevó ambas manos al rostro. Parecía muy afectado y colocqué mi mano sobre su hombro.

—No se preocupe —dije tratando de escucharme convincente—. Le prometo que encontraremos a su perro. Me llamo Marie Jane, por cierto —agregué estirando la otra mano que, un segundo después, bajé como tomada en falta. De nada servía estirarle la mano a un ciego—. Podemos comer algo antes de iniciar la misión, ¿qué le parece?

El anciano destapó su rostro, y dejó al descubierto una media sonrisa que me tomó por sorpresa.

—Hey, pensé que estaba devastado —le reproché indignada— ¿Se está burlando de mí o qué?

—¿De verdad me estás invitando a almorzar?… —dijo ignorando mi molestia—. Por fin me salvo de comer esa maldita sopa china de microondas… Ah, pero usted paga, ¿eh? Mire que soy un viejo pensionado.

«Ahora entiendo por qué las personas dicen que algunos abusan de la buena voluntad».

—De acuerdo… yo pagaré— terminé por acceder, al tiempo que calculaba cuánto dinero me quedaría disponible antes de sobregirar mi cuenta bancaria .

El anciano cruzó su brazo con el mío y comenzó a caminar de frente. Tuve que re-direccionar sus pasos para que no fuese a dar contra el poste de luz. Comenzamos a caminar alejándonos del bulevar de Ocean Drive. En el trayecto, me contó que no comía fuera de casa desde que su esposa falleció de cáncer hace más de cuatro años. Sonreí. La idea de invitar a almorzar a un desconocido, comenzaba a tomar otros matices. También me contó que jamás tuvieron hijos y que Temiro, es lo único que le quedaba. La voz volvió a quebrársele cuando recordó que su perro lo había dejado solo en medio de la calle aquella mañana. Me confesó que tenía miedo que el animal no volviera nunca más. Intenté cambiar el tema para animarlo, aunque también me invadió el mismo temor. Esperaba que Temiro no lo abandonase en medio de su oscura soledad.

—¿Podemos ir a comer un buen trozo de carne en algún lugar argentino? — me preguntó cuando ya habíamos avanzado varias calles. Yo tenía planeado dónde comeríamos.

—No —dije—, iremos a otro lugar, pero le aseguro que le gustará. Tendremos atención especial.

—Oiga, pero usted no comerá sola —dijo—. Yo también comeré, sea demócrata y déjeme elegir el lugar con usted.

—No joda tanto y déjese llevar.

Terminamos en el bar de Lola, claro. Ella me dejaría pagarle cuando mi sueldo se manifestara en un semana. El anciano repitió la torta de chocolate e hizo buena relación con Lola, hasta el punto, que ella le obsequió otro pedazo de torta para llevar. El anciano le prometió que volvería. Salimos de ahí e iniciamos la búsqueda tomados del brazo.

—Qué chula tu amiga. Muy hermosa, ¿eh?

Yo lo miré con ironía y chasqué la lengua.

—Cómo va a saber si es bonita, cuando no puede verla.

—Huele a lavanda. Tiene una voz dulce, cálida. Su respiración es calma, lo que significa que está en paz consigo misma. Es muy simpática. Y además, hace una torta de chocolate digna de Dioses. Por eso sé y no dudo, que es una mujer hermosa. Los ciegos aprendemos a ver aquello que los ojos no nos muestran.

Volví a sentirme miserable.

—No te juzgo si no lo entiendes —siguió—. La mayoría de las personas no lo hacen. Se dejan llevar sólo por lo que sus ojos muestran. Lo maravilloso del ser humano está lejos del alcance visual, oculto como capaz de cebolla… hay una gran diferencia entre mirar y observar, créeme, pero eso sólo lo aprendes cuando te rodea una negrura perenne… mi consejo es que aprendas a observar antes que mirar, muchacha.

—Yo observo —me defendí segura de mí misma—. Soy muy detallista.

—¿Ah sí? —dijo con tono sarcástico y se separó de mi brazo, justo cuando caminábamos frente a una pequeña plaza de grama artificial, donde los niños solían jugar, correr en círculos y comer helados. Él me pidió que lo ubicara en qué parte de Miami Beach estábamos. Era Lincoln Road, un popular bulevar de tiendas y restaurantes.

—Ajá  —dijo—, ahora quiero que me describas lo que hay a nuestro alrededor. Enfócate en un objeto y descríbelo… quita un poco de la oscuridad que habita en estos ojos, Marie Jane.

Observé el parque. De nuevo a él. Después a los niños que gritaban eufóricos. Detallé una bola de helado de vainilla que se deslizaba por el vestido azul de uno de ellos, hasta caer al piso. Volví a mirar al anciano que movía la cabeza, como si esperase el sonido de mi voz para saber que yo aún seguía allí. Suspiré. No podía ser tan difícil. Era sólo dibujar en palabras lo que mis ojos veían. Lo llevé para sentarnos en un banco cercano.

—Estamos frente a una especie de plazoleta —comencé—. Hay niños. Tres en total. Dos niñas y un niño. Una estaba comiéndose un helado de vainilla, pero la bola dio al piso hace un instante, y ahora se derrite sobre el césped artificial —registré que el anciano sonrió y supuse que estaba funcionando—. El niño corretea a la otra niña que huye de él juguetona, y de pronto él… se detuvo. Así, sin más, él decide que no irá detrás, como ella quiere que lo haga… la niña lo mira de lejos, decepcionada… no entiende qué sucedió… yo… tampoco entendí nunca… pero ya no duele…— terminé por narrar la escena con tono triste.

El anciano giró buscando mi voz. Yo huí volteando mi cara hacia otro lado. Acostumbrada a las miradas inquisitivas, me oculté de la suya. De su sentencia a juzgar lo que veía. Reaccioné como si él —en medio de su oscuridad— lograse ver todo más claro. Por un instante me uní a esa ceguera y me quedé en silencio, mirando hacia la nada. Fue él quien —pasado un rato—, rompió el silencio. Dijo que mi descripción no estuvo mal, pero que fue como él se lo esperaba: superficial, básica.

—Los ciegos nos reconocemos en la vía, Marie Jane, ¿sabías?— dijo con cierto tono sarcástico y pensé que tenía razón. He sido ciega en muchas ocasiones y en otras, sólo he fingido serlo.

Me hizo describirle cómo era una bola de helado de vainilla. Preguntó cómo era el tono blanquecino. Creo que llegué a decir —tras tartamudear infinitas veces—, que el blanco era un color sin color. Noté que comencé a entrar en un abismo del que no me sería fácil salir ilesa. Descubrí lo difícil que era describirle el paisaje a un ciego. Acostumbrados a verlos todos los días, olvidamos qué detalles los hace únicos. El anciano me contó que —cuando su esposa estaba viva— todos los días salían a caminar y ella iba describiéndole la ciudad. Si conocía Miami Beach, era gracias a ella.

—En mi mente —me explicó nostálgico—, éstas calles son un cuadro pintado por mi mujer. Tiene su voz. Su mirada. Es lo único que conservo de ella…

Acompañé al anciano hasta el portón de su casa. Temiro nos sorprendió a ambos. Estaba sentado en el portón, esperándolo. Juraría que percibí un gesto de preocupación en el perro. Cuando divisó a su dueño, levantó su trasero del piso y fue a recibirlo a la carrera, moviendo la cola. Él tenía razón, eran idénticos. Los dejé ahí, acariciándose como si hubiesen pasado años sin tocarse. Los dejé ahí, complementándose, en compañía. Y supe que nunca más volvería a verlos.

Cuando conocí al señor Neuman, descubrí que algo en Miami Beach había cambiado. Sus calles de fiesta. Sus turistas. Su clima siempre de verano. Su ambiente alegre y desentendido del resto del mundo, como un pedazo de tierra que siempre vive de vacaciones. También cambiaron sus habitantes —muy diversos en culturas—, quienes tratan de convivir juntos en un mismo lugar que no es el suyo. El atardecer lo recibí frente al mar y cuando cayó el sol, fue que comprendí que la ciudad no cambió. Era la misma que me recibió cuando salí de casa. La que había cambiado la forma de mirarla, había sido yo. La observé por primera vez, en una noche de sosiego.

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Muela

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