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Los caminos de la vida

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¿En qué moneda debo pagar?

La duda y sus motivos nunca resignados, el movimiento acompasado, los cuerpos sudorosos, la moda de las insinuaciones espontáneas en el diálogo institucional: la música colombiana.

En el ambiente cabaretero, de efluvios entre abrir y cerrar los ojos, cerveza en mano, un cigarro de risa y la compañía femenina en la corte de los marcianos, observa en silencio las palabras de su rey de tristezas.

La música colombiana es síntesis del hogar, de las tempestades espirituales, del desempleo, orgullo y pertenencia: por lo menos el rock es ilusión. La música colombiana es ansiedad, deseo iluminado, barco en declive, agresión desenfrenada.

Va mi navaja en prenda, la recibes en el apañe del policía, vestido de payaso en el crucero, con tu morra en el monte desnudos, en el jale los días de pago.

¿Cuál es el sonido característico de la ciudad?

A bordo de los camiones, la banda, la palomilla, los del barrio bravo, armados con un par de botes de leche Nido, un güiro sin dientes, el acordeón comprado en un cambalache de artículos calientes, trabajan por: “¡Ahí con lo que guste cooperar, que la virgencita lo ayudará!”.

Escuchan al Celso Piña y su Ronda Bogotá, Los Vallenatos y a La Tropa. Se identifican con El Binomio y Los Diablitos. Visten playeras floreadas, roqueras, de Guns and Roses o de Megadeth.

Acarician el cigarro sin filtro, no son mayores de dieciocho años, tres veces internados en el Consejo Tutelar.

Sonríen entre ellos mismos: parte seria del espectáculo que les presta el telón de la vida: sueltan las amarras del chemo y el alcohol.

Me dicen los que me miran vagar muy triste

El baile dentro de la música colombiana une los cuerpos, los lleva por la vereda de los pasos breves, mano a la cintura y la otra cla­vada en la espalda: un círculo que gira sobre su propio eje.

No es necesario tener pareja del sexo opuesto; sólo la dis­posición a descubrir la intimidad del compañero nos acerca a la flama.

“¡Vamos dándole nombre!”, dice el cantante desde la plata­forma. El toldo los cubre del sol inclemente en el campo de fútbol del río Santa Catarina.

La banda, con la mirada perdida por el viaje de la marihuana, el thinner o el alcohol, libres del tiempo y del espacio, calzados con tenis Converse All Star blancos, cabello oxigenado, con dife­rentes tonsuras que identifica y remite, participa en su ritual con el desdén de lo imposible.

“Algunos pagan con cariño, otros con lo que pueden daaarrrrr”, dice el intérprete.

La compacta mole de individuos sigue la huella de sus pasos sobre el aire: “¡Aguas!, lo cursi no vino hoy, sólo la crema y nata, si no, pregúntale al Chagui que anda allá afuera con una morra, fajando”.

El apoyo logístico no deja sin complejos a sus integrantes: el colombiano urbano se concentra en participar en los programas de corte oficial.

Le cambian la fisonomía, pero nunca alcanzan a dignificar su existencia.

Pura crema

La gente es la que manda, ¿o no? ¿A poco no está chido el baile? A mí pásame un churro. Digo, la verdadera música vallenata, no la que tocan muchos güeyes ahora; como que es más rápida; la buena es la más lenta, casi densa: la pura neta.

En la escuela sólo llegué hasta primero de secundaria. Ya des­de entonces daba mis vueltas con sarolo y thinner; al principio podía hacer muchas cosas, después comía con más ganas.

Un día mis carnalas me invitaron a un baile, dije: chucho ca­pirucho, pescas o prestas. Llegué al congal, encontré a unos ba­tos que habían estado jugando con su servilleta en el equipo de la seño María; unos pendejos estaban tocando, sonaban ojetes; el Güicho, el Chagui y su servilleta nos salimos a comprar una caguama para echarnos unas bombitas de marihuana.

El Chagui sacó un churro de la camisa y entre los tres lo que­mamos rápido en un terreno baldío. Volvimos al baile y como que me sentía más liviano, ¡ya vas! Un ratón más tarde vi a una morra bien buena y me lanzo para invitarla a bailar. Lo primero que recuerdo es que le pasé la mano por la cintura y ella me agarró de las bolsas del pantalón: la música corría a la par de las vueltas.

En el pecho y la barba comencé a sentir la puntita de las chi­chis de la chava, y que me comienzo a paralizar; y ahí estamos dándole reintegro… la morra se enganchó y dejó de darse su taco; se me secó la garganta y que la invito a tomarnos unas cheves.

Entre tanta vuelta nos fuimos saliendo, y al rato vimos un terreno sin luz y altos matorrales. ¡Pura crema! La morra salió bien cachonda. Desde hace unos meses soy jefecillo de un morrito.

Con la familia de la chava no hay pedo.

A veces cuando queda tiempo, me doy una vuelta para visitar a la raza, como hoy.

La gente no se equivoca: la música colombiana es la crema de la vida.

La Indepe colombiana

El mayor homenaje posible es conocer las letras con obligación chamánica, el reflejo lírico catequiza e impulsa en el ejemplar concierto de las multitudes de los nacidos para perder y sin idea de redención.

Las gigantescas representaciones de cotidianidad permiten a la música colombiana ejercer su vocación: el desempleo, la falta de preparación, los arrabales, la eterna promesa de superación que no llega por anémica venganza, las experiencias del exter­minio: el amor y el abandono: rajados pero nunca dispersos: la vida es un camino lleno de círculos viciosos.

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