Llévatela, amigo, por el bien de los tres. ¿Alguien puede resistirse a un título como ese? Por lo menos yo no. Apenas tuve noticia sobre esa novela, originalmente publicada en 1989 y casi inexistente hasta que la editorial argentina Caja Negra decidió reeditarla a fines de 2015, fui a buscarla a la biblioteca, la encontré, la leí y quedé alucinado. Aunque el título no es un resumen de la trama, sí expresa el ímpetu sexual que recorre la historia: relación abierta, intercambio carnal, poliamor. Parejas que, por mutuo acuerdo, circulan de cama en cama sin comprometer su relación principal. “Es una novela sexual o erótica o, como dijo un lector, espermática”, me cuenta su autor, Osvaldo Baigorria, argentino, 67 años, escritor, periodista y viajero que en los últimos años se ha establecido en la localidad de Tigre, al norte de Buenos Aires, donde lleva una vida rural. “Me gusta vivir de acuerdo a las leyes de la naturaleza, aunque a veces no son muy amables. El río es inmenso. De vez en cuando viene una crecida y destruye todo. Además, hay muchos mosquitos y tenemos que potabilizar el agua. La vegetación crece rápidamente y siempre hay maleza que limpiar. En todo eso ocupo gran parte de mi tiempo”, me cuenta por Skype desde Buenos Aires, adonde se traslada con cierta frecuencia. “Acá tengo mejor conexión”, señala.
Su voz, juvenil, delata una personalidad amable y divertida. Uno lo escucha y apostaría que tiene menos de 50. Pero tiene 67 y una larga experiencia erótica, vital y viajera. Ni siquiera la vida rural en Tigre es novedosa para él: entre 1975 y 1984 vivió en una comunidad rural en Canadá, en las montañas de la Columbia Británica, a 40 kilómetros de carretera del pueblo más cercano. “A inicios de los 70 tenía una pareja abierta”, cuenta Baigorria, en lo que coincide con lo narrado en su novela. “Viajamos por Latinoamérica, pasamos un tiempo en Estados Unidos y después llegamos a Canadá. Manteníamos la centralidad de la relación, pero cada uno tenía sus relaciones paralelas».
Le pregunto cómo funcionaba el intercambio sexual en la comunidad canadiense. Lo fantaseo desmedido, extremo, radical. Pero Baigorria me baja las revoluciones: «el intercambio sexual no era especialmente importante para la comunidad, a pesar de que mi pareja y yo igual tuvimos ciertos contactos con vecinos. Lo importante es que ese remoto lugar en Canadá fue para mí un hogar, un útero, un refugio. A veces siento que no puedo escapar de la nostalgia, aunque me gustaría liberarme del peso muerto del pasado”. Aprovecho ese momento de sentimentalismo, del que intuyo mi entrevistado se repondrá al instante, para preguntarle si su refugio rural en Tigre no es en el fondo cierto intento melancólico de recuperar esa época canadiense. “Sí”, contesta Baigorria. “Quise una especie de vuelta a la Columbia Británica, pero fracasé. Argentina no es Canadá, Tigre no es la Columbia Británica. También es una cuestión de época. En los 70 era muy común soñar con utopías comunitaristas. Pero en Tigre la gente es muy individualista, todos vienen a aislarse. Yo aluciné con un regreso a la utopía rural, pero encontré egoísmo y muchos problemas. En cambio, cuando voy de visita a la comunidad canadiense compruebo que allá todavía persisten formas armónicas de vida, respeto por el vecino y por la convivencia”.
La comunidad en la que vivió Baigorria fue fundada en los 50 por un grupo de cuáqueros estadounidenses que, al iniciarse la guerra en Corea, se negaron a seguir pagándole impuestos al estado norteamericano. Rechazaban que el dinero producido por su trabajo fuera utilizado para financiar una guerra que contradecía sus principios pacifistas. Mucho menos aceptaban que sus hijos fueran reclutados para participar en ella. Así que tuvieron que marcharse del país y terminaron estableciéndose en Columbia Británica. Una década después, cuando estalló Vietnam, llegó una segunda oleada de migrantes. Budistas, feministas, artistas, ecologistas, anarquistas, gente que escapaba del servicio militar. Baigorria llegó después, en los 70. “En esa época, e incluso hasta los 80, no había tanto consumo compulsivo”, recuerda. “Era posible encontrar modos de vida que rechazaban la existencia convencional, urbana, productiva y domesticada. Éramos unas 150 personas, divididos en grupos de ocho o diez. Compartíamos la tierra, la propiedad, el trabajo. Sembrábamos maíz, zapallos, repollos, y criábamos gallinas, patos, gansos, en alguna época cabritos, todo en un espacio comunitario. Y teníamos que cuidarnos de los osos, coyotes y pumas, a los que había que mantener alejados, incluso con armas de fuego, para que no se comieran nuestros animales”.
Imagino la escena: crianza, supervivencia, ciclos de vida, temporadas que empiezan y se terminan. Y entonces pienso en la muerte. Nueve años es un periodo largo: supongo que en la comunidad hubo nacimientos y muertes. Pero por alguna razón, quizá por la más obvia, porque todos hemos pasado por la primera pero todavía no por la segunda, al menos no en primera persona, quiero saber cómo experimentaban la muerte en un espacio como ese. “Hay una relación distinta con la muerte si la comparamos con las ciudades”, reflexiona Baigorria. “Uno está matando gallinas todo el tiempo. Matas también a los animales salvajes que se quieren comer a las gallinas. Entonces es una vida muy conectada a la muerte. Y por supuesto, en todo ese tiempo murió gente de la comunidad. Por ejemplo, hace poco una persona sufría un cáncer avanzado. Sabía que se iba a morir, pero decidió quedarse en la comunidad en lugar de trasladarse a la ciudad e internarse en un hospital. Y cuando la muerte parecía cercana se le hizo una ceremonia. Una despedida en vida. Teníamos una especie de centro rural para las celebraciones. Lo llevaron ahí, asistió toda la gente de la comunidad y se celebró su existencia. Días después murió”.
Empezamos con el sexo y terminamos con la muerte: me doy cuenta de que sin haberlo planificado de esa manera, sin que en ningún momento lo haya decidido, nuestra conversación está replicando a pequeña escala los ciclos vitales por los que todos discurrimos: sexo en nuestro origen, muerte como definitiva conclusión. Pero no siempre todo es tan natural. La muerte tiene otra versión, que es la que Baigorria evitó. No escapó de ella, sino que la evitó antes de que ocurriera: la que se vivió bajo la dictadura militar. El asesinato, el crimen, la desaparición. A inicios de los 70 Baigorria era estudiante de periodismo, pero aprendió a fabricar artesanía para vender pulseras y collares en las plazas. Quería juntar plata y marcharse del país. Las derechas avanzaban con fuerza al mismo tiempo que se mantenía entre la juventud un excesivo romanticismo. La combinación anunciaba una catástrofe que él no quiso vivir: “en los cafés se discutía mucho sobre si la guerrilla debía ser urbana o rural, si había que empezar un foco armado o hacer trabajo de base entre las masas. Muchos se la tomaron muy en serio y se lanzaron a la lucha armada con romanticismo e ingenuidad, influenciados por la épica de películas como La batalla de Argel, sin tomar en cuenta lo que significaría ser picaneado sobre una mesa de metal, colgado de un gancho o con las uñas arrancadas en un campo de detención clandestino”.
Baigorria se fue en el 74 y no regresó ni siquiera de visita hasta el 84, cuando la dictadura militar ya se había terminado. Ese detalle en su biografía me llama la atención: no estuvo en la época de la dictadura. No participó. No la vivió. A cambio, vivió la comunidad pacifista canadiense. Pienso en el contraste. Le preguntó por qué. Le pregunto si alguna vez pensó en la otra opción. Le pregunto más directamente: ¿en algún momento consideró usted empuñar las armas en vez de andar metido en relaciones múltiples? “Creo que me salvé de ese agujero negro por mi propio temperamento, mi cobardía o mi tendencia a la huida antes que a la pelea. Quizá también por mi carácter anarco-individualista. Mi inclinación a la desobediencia, a no subordinarme a organizaciones con jerarquías y órdenes indiscutibles. No tengo vocación de soldado”, concluye. Se fue dos años antes del golpe militar y cuando volvió la democracia le entraron unas ganas muy fuertes de visitar Argentina. Un par de semanas, no más. Pero llegó a Buenos Aires en el 84, vio posibilidades, alternativas, una creciente movida contracultural, y decidió quedarse. Y aquí su biografía empieza a cruzarse más estrechamente con la novela. Aquí empieza Llévatela, amigo, por el bien de los tres: el narrador y Lila, su pareja de casi veinte años, regresan a vivir a Buenos Aires después de una larga ausencia. La familia los espera en el aeropuerto. Una nueva vida está por comenzar. Buen punto para retomar la conversación:
Osvaldo, usted escribe esta novela en los años posteriores a su regreso a Buenos Aires. ¿Cómo era su vida en ese momento? ¿A qué se dedicaba?
Trabajaba como periodista free-lance en diarios y revistas alternativas y contraculturales: Cerdos y peces, El Porteño, Crisis, etc. Uno podía ganarse la vida con colaboraciones en revistas que eran minoritarias, pero se vendían como pan caliente en los kioskos. Era la última etapa de la llamada “primavera democrática” post-dictadura militar, un falso veranito que pronto dejaría paso al definitivo invierno del neoliberalismo. La caída del muro de Berlín y el derrumbe de todas las utopías de décadas anteriores eran inminentes. Así que era un momento muy especial, había una sensación de derrota y de fin de época, pero también un tremendo deseo de libertad…
Y en cuanto a lo sentimental, ¿cuál era su situación?
Bueno, en esa época había terminado una relación de pareja de casi quince años. Así que las preocupaciones por la libertad y la soledad no eran en mi vida solo temas literarios…
Hay un elemento en Llévatela, amigo que me gusta mucho: la desmitificación simultánea de dos utopías: la socialista y la liberación sexual. Si en el momento en que escribió la novela ya se presagiaba la caída del muro de Berlín y con ello se terminaba por desvanecer la posibilidad de un mundo comunitario, Baigorria vuelve a irse del país en el 89, pero no a la comunidad rural sino a otra gran ciudad: Madrid. Cuando el neoliberalismo se consolida, Baigorria, que sigue siendo incapaz de volverse militante de nada, no se refugia en una idealización de la vida no-capitalista del campo, tampoco en la negación del trabajo asalariado, sino que remarca la dificultad de vivir en contacto con la naturaleza. No es fácil abandonar la sociedad capitalista, ni siquiera considerando los abusos, explotaciones e injusticias que la definen: la vida rural puede ser tanto o más dura. No hay ninguna idealización, ni siquiera en 1989. No tiene por qué haberla. La vida rural es tan jodida como tener más de una pareja. La monogamia parece una imposición, y seguramente lo es, pero dejarla de lado tampoco parece ninguna solución. Por eso Baigorria tampoco es militante de las parejas múltiples. No las sugiere ni las propone como un avance ni superación de nada: simplemente le gustaba hacerlo y encontró una pareja con quién compartirlo. Ningún cántico al fin de la monogamia ni apologías de formas “alternativas” de vivir la experiencia amorosa. Tal como ocurre con la negación del capitalismo, las relaciones abiertas tampoco son solución: siempre llegarán los celos, la desconfianza, la sensación de estar siendo desplazado. Quizá no la primera vez ni la segunda. Pero tarde o temprano aparecerán los problemas. Por eso le pregunto si hoy, entre los 65 y los 70, ha cambiado su idea sobre cómo vivir en pareja. ¿Las relaciones abiertas todavía le siguen funcionando? ¿O a partir de cierto momento se prefiere algo más tradicional? Al otro lado de la línea, quizá por primera vez, Baigorria duda. “Qué pregunta difícil”, dice en voz baja. Y después se produce un silencio tan largo que por un momento conjeturo que se cayó la comunicación. Estoy a punto de preguntarle a mi entrevistado si sigue ahí, si me escucha, cuando finalmente comienzo a oír su respuesta. La desarrolla lento, como pensando cada palabra. ”La fantasía siempre está”, señala. “Quién se puede negar a un hermoso encuentro con un desconocido con quien siente una fuerte atracción de piel. Uno no puede negarse a eso. Si algo ha cambiado, en todo caso, es que ya no le dedico tanto tiempo a buscar”.
Ese podría ser un buen final para la conversación: la expectativa, el camino inacabado, el futuro por delante. Pero siento que tengo que preguntarle por la frase que acaba de utilizar: fuerte atracción de piel. Pienso que eso es cierto. Pienso que eso se siente. No importan las circunstancias, no importa si llega a consumarse o no. Esa fuerte atracción de piel existe, es misteriosa, a veces intensa e inmediata. Y como Baigorria tiene mucha más experiencia que este su ocasional entrevistador, decido mandarme con una pregunta absurda que, sin embargo, no puedo dejar de hacerle. Aunque yo mismo le adelanto que la pregunta es una estupidez, no puedo detenerme. Osvaldo, le pregunto, ¿cuánto tiempo, más precisamente cuántos segundos, diría usted que son necesarios para descubrir si hay o no hay piel con otra persona? “Ojalá hubiera una regla para eso. Todo sería mucho más fácil”. La respuesta me sorprende: esperaba una sentencia tipo gurú. Alguien que me dijera algo tipo 27 segundos. Ni uno más. Si en 27 segundos los dos no tienen ganas de irse a la cama, nunca pasará. Al menos no por deseo sexual. Pero en realidad no tendría que haberme sorprendido. Baigorria no habla como gurú, sino todo lo contrario, con humildad y sencillez. Dice que todavía sigue aprendiendo. Quizá es su estrategia de conquista. Puede ser. Dicen que es efectiva. A mí la humildad no me sale muy natural, así que no lo puedo certificar. Y sin embargo, en este momento sí me siento muy humilde y quiero aprender algo más. Siento que necesito aprender algo más de esta conversación. Y entonces le lanzo mi última pregunta:
Después de todo este recorrido por múltiples países, épocas, parejas, ¿qué ha aprendido usted? ¿Qué es lo más importante?
Yo creo que lo más importante todavía lo estoy por aprender. Uno puede tener una respuesta a un determinado problema, pero todo está en constante movimiento. Se producen siempre cambios sociales, generacionales, tecnológicos, culturales, y entonces de pronto te cambiaron todas las reglas de juego y tu respuesta no sirve más. Por eso la vida es divertida hasta el final. Y por eso no pienso retirarme de vivir, en ningún sentido de la palabra, hasta el último día de mi vida. Al menos hoy pienso así. Ya veremos el último día.
Me quedo satisfecho con la respuesta. Más que eso: siento cierta inexplicable tranquilidad. Como si de pronto me hubiera sido revelado que a mí, que ya paso los 35, todavía me queda mucho por delante. Muchas experiencias y mucho por aprender. Y eso me hace sentir bien. Me hace sentir muy bien.
Francisco Ángeles es un escritor, periodista y académico peruano. Ha publicado las novelas La línea en medio del cielo (2008), Austin, Texas 1979 (2014) y Plagio (2016). Estudió Literatura en la Universidad de San Marcos y se doctoró en la Universidad de Pennsylvania. Ha colaborado con múltiples medios de prensa en Perú y en el extranjero. Creó y dirigió el portal literario Porta9 y desde 2005 codirige la revista de literatura El Hablador. Actualmente vive en Filadelfia, donde dicta clases de lengua, literatura y cultura latinoamericana en Bryn Mawr College. Publicará su siguiente novela en 2018.