¿Quién determina el éxito de las bandas y cantantes del momento, en en la emisoras de radio de Lima?
Te subes rápidamente y empuñas la baranda para no caerte. El vehículo arranca, te vas para atrás, tambaleas, logras estabilizarte. Te sientas. Cada engranaje cruje y el vehículo parece un cencerro gigante. Pero el sonido que te envuelve no es el de las piezas oxidadas del transporte sino el de los parlantes a máximo volumen. La radio está prendida. El chofer y el cobrador tocan las congas sobre el timón y la puerta corrediza. El sonido está reventando los parlantes. Ya no pueden contener todos eso decibeles. Los oídos y el cráneo entero te vibran, quieres escapar. Observas a los pasajeros. Están ensimismados. No parpadean. ¿Estarán sordos? El sonido sigue fluyendo y te preguntas qué artista o grupo será ese. Pero la música es ininteligible. Los parlantes son demasiado pequeños para procesar toda esta potencia. Y la combi sigue adelante, crujiendo.
Es la gran ciudad de Lima. Aquí el transporte público se ha convertido en un lugar ineludible de audición. Las combis y custers son una mezcla de cámaras de tortura a presión y naves espaciales que te sacuden sin misericordia. Te remecen hasta que el vértigo se avecina. Luego te bajas, saltando a la vereda. Cuando el pasajero se sube a uno de estos vehículos y paga el pasaje acepta implícitamente el ser sujeto de las más vergonzosas torturas auditivas. El ruido se lo come todo. Y cuando los parlantes laten con frenesí, uno sigue preguntándose ¿qué artista es ese? La radio ruge continuamente, como el mar sobre los oídos de los pasajeros. Hay tanto ruido en el ambiente. Entre el motor destartalado, la carrocería agujereada como un celaje, los gritos del cobrador que te dice muevete pe’ compadre para que dejes al otro pasajero sentarse en los cinco centímetros de asiento que aún permanecen impolutos a tu lado, todo se convierte en una masa sonora que crece en presión. De pronto hay tanto ruido que escuchas, pero no oyes.
No sabes qué artistas son estos ni de dónde salieron. Pero podrías asegurar que los DJs si los conocen. Los DJs son aquellos tipos buena gente, de voz siempre joven. Ellos ponen los discos, conversan con la audiencia, ríen a carcajadas contigo en vivo y en directo, escuchan tu pedido, te consienten promoviendo a tus artistas preferidos. Pero, mas aún que los DJs, yo diría que son los especialistas en mercadeo y los analistas aquellos que realmente deciden la tendencia. Ellos son los jerarcas del playlist. Ellos eligen y dan la venia para que ciertos cantantes vean la luz y lleguen hasta tu asiento en la combi. Al menos así sucede en Lima, donde el famoso Grupo RPP ostenta el mayor rating de sintonía radial. Esta corporación es dueña de siete estaciones radiales que son muy sonadas. Cada una se enfoca en un segmento específico de la población. Para lograr este éxito, analistas de mercadeo realizan estudios de campo que buscan categorizar y segmentar a los habitantes en audiencias cautivas. Buscan establecer divisiones rígidas, de acuerdo a estereotipos que se relacionan con la educación u origen de los oyentes. Por supuesto, estos índices son puramente subjetivos y son establecidos por los cerebros, al corazón de estas instituciones de mercadeo. Estos organismos, además, hurgan el tejido social de la ciudad para identificar los llamados “niveles socioeconómicos,” los cuales son categorías que se utilizan para segregar a la población en sectores inalterables y, de esta forma, poder acceder a sus bolsillos a través de publicidad diseñada en base a perfiles bastante esquemáticos.
Los DJs son cool pero realmente no poseen el control creativo sobre sus playlists. Siguen el consejo de los jerarcas. Ellos se apoyan en los estudios de mercadeo y en la segmentación de sus audiencias para determinar la clase de artista o género musical más apropiados para una programación que venda. El grupo RPP, por ejemplo, utiliza su estación Studio 92 para conectarse con los niveles socio-económicos A y B de Lima. De acuerdo a los analistas, los niveles A y B contienen a la clase progresista, a aquellos con una educación universitaria y occidentalizada. Para esta audiencia, se transmite música en inglés, artistas como Avril Lavigne, Selena Gomez y One Direction. Para los niveles D y E, las clases más pobres de Lima, el Grupo RPP utiliza radio La Zona. Esta estación pretende atrapar a la juventud limeña con poca educación, a los descendientes de migrantes andinos o rurales que, de acuerdo a la visión estereotipada de los analistas de mercadeo, no forman parte de la sociedad progresista. Para esta audiencia, se transmite reggaetón, salsa y bachata, géneros que se perciben como “poco educados.”
Mientras la combi se mece como un bote y las bocinas de los autos se arremolinan a tu alrededor, la radio sigue reventando en los pequeños parlantes. Los analistas han decidido que, en este preciso instante, los pasajeros deben ser acribillados por música que quizás tiene contenido, que quizás proviene de un ser humano real, alguien con nombre y apariencia física. En la realidad distorsionada del transporte público limeño, sin embargo, esa “música” es solo bulla que fluye y te traspasa los huesos. Como tú, millones de personas que se trasladan de la casa al trabajo y del trabajo a la casa de lunes a viernes utilizando la combi son acribilladas por estos artistas desconocidos, por estos cantantes sin nombre ni presencia. ¿Cuántos de nosotros que pasamos largas horas de la vida hundidos en el periplo interminable de las combis podemos afirmar que somos nosotros mismos los que elegimos con libertad a nuestros artistas preferidos en la radio? Es verdad que existen estaciones radiales más pequeñas, aquellas que no son propiedad de las poderosas corporaciones. Sí, estas aún mantienen contacto con sus audiencias. Pero ya están en peligro de extinción. La mayoría de nosotros, oyentes forzados de las combis y custers a presión, somos guiados por los analistas de mercadeo. Ellos nos dicen qué escuchar. Nos asignan géneros. Nos etiquetan de acuerdo a nuestro nivel adquisitivo. Nos meten en un saco y nos emplazan unos audífonos de mala calidad. Suben el volumen al máximo y nos dejan allí hasta que llegamos a nuestro paradero, gritamos ¡baja! y al fin podemos saltar fuera del vehículo, aliviados.