Las librerías de la Ciudad de México son un remanso de paz. Pequeñas burbujas para sobrevivir a una realidad que rebasa a sus habitantes, cansados del bullicio, las calles parchadas, el estruendo de los microbuses, el polvo en el aire, la delincuencia y la violencia latente y permanente. Mientras los libros se ahogan bajo su prisión de plástico.
Hace tiempo que el fenómeno es recurrente. Las librerías ofrecen a los desesperados lectores una larga colección de rectángulos con portada y sinopsis, mientras las historias se asfixian sin las miradas curiosas. Como si la ciudad quisiera protegerlos de sí misma.
La antigua Tenochtitlán se ha convertido en una gran mole, amorfa e incontrolable. Las avenidas suben y bajan sin cesar. Pero sobrevive. Late gracias a las burbujas donde la gente se refugia, en busca de la tranquilidad y la seguridad que niegan las calles.
Además de las librerías existen otras burbujas, más recurrentes y convencionales: centros comerciales, cafeterías, centros culturales, universidades, museos o FAROS. Aunque también los hay al aire libre, protegidos por el aura de su nombre o la gentrificación, como Condesa o Coyoacán. Donde abundan las otras más pequeñas y encerradas. Ahí todo es sonrisas, plática y juego. Afuera, los ambulantes, los payasos sin gracia, los vagoneros (vendedores ambulantes del metro), los migrantes centroamericanos y otros personajes continúan su historia a la intemperie.
Los personajes literarios, en cambio, no nos pueden contar nada. Apenas se asoman bajo la tela de plástico o a través de las sinopsis de un editor que lo cuenta casi todo, quizás conocedor de la prisión a la que someterán al libro. Y entonces somos nosotros los que observamos su mundo a través del cristal que rasgamos un poco, como si fuera un accidente, intentando acceder a un mundo prohibido y al que sólo podemos introducirnos a cambio unas monedas.
La ciudad de México se ha convertido en la ciudad de las burbujas. Pequeñas prisiones de las que nadie quiere escapar donde curiosamente se niega la entrada a la realidad de los libros, objetos de lujo que se venden casi al mismo precio que en España. Lo que deja a sus habitantes en un limbo donde deambulan temerosos de la cotidianidad y nostálgicos de mundos imaginarios.
Ante las desesperación esbozamos una sonrisa, nos acercamos tímidos, incluso un tanto miedosos, herencia colonial que no nos hemos podido arrancar, y pedimos permiso para desgarrar el plástico. La respuesta suele ser positiva y acompañada de una sonrisa comercial y mirada de desconfianza. A veces son ellos mismos, los libreros, quienes se encargan de la operación, dejándonos sin la dicha de ese placer. Por fin nos sumergimos en esa otra realidad. Percibimos la prosa o cantamos el verso. Aire nuevo. Nos reconforta al lado de un café o a la espera de un amigo.
Tomamos un respiro antes de salir de la burbuja que quebramos por voluntad propia, pues no podemos habitarla de forma permanente. Nos expulsa hacia la urbe que nos espera con su escándalo y sus miserias. La atravesamos sumergidos en las burbujitas hechas de Smartphone o en las letras que hemos comprado y liberado de su envoltura de plástico. Entonces llegamos a casa, convencidos y resignados de que mañana amaremos casi sin desearlo, a pesar de sus libros envueltos, a la Ciudad de las burbujas.