Hay lecturas a las que llegás con décadas de atraso y sin embargo sentís que las hiciste en el tiempo justo. Así me ha sucedido con La mujer habitada (1988), novela de la nicaragüense Gioconda Belli. La he leído en el tiempo en que podía apreciar plenamente a sus dos protagonistas, Lavinia e Itzá.
Lavinia es una mujer de clase alta que regresa de Europa, donde se formó como arquitecta, a iniciar su vida profesional en su país, «Faguas» (Nicaragua). Es habitada por Itzá, mujer caribe que se había rebelado contra la conquista española junto con su amante Yarince. Conocer la historia de Itzá me recordó a Biriteca, la compañera del cacique huetar Garabito. Junto a él resistió tenaz y astutamente los intentos de conquista en el territorio que los españoles llamaron Costa Rica.
De regreso a su tierra, Lavinia toma conciencia de la injusticia social y opresión política que asolan a su gente. Se enlista en un movimiento guerrillero de liberación. Por varias páginas temí que lo hiciera simplemente por su pasión por Felipe, arquitecto-guerrillero. Pero pronto se disolvió mi temor: su rebelión «era algo más que su amor por Felipe. Después de todo, ni siquiera sabía si ese amor existía; si podía llamarse amor a una relación tan recién iniciada». Inspirada inconscientemente por Itzá, y apoyada por su amiga enfermera-guerrillera, Flor, poco a poco descubre que actúa a favor de una doble liberación: la liberación política de su pueblo y la de género, como mujer independiente, capaz de actuar hacia fines e ideales deliberadamente escogidos.
La trama de la novela es emocionante y no se adivina el desenlace. El recurso literario empleado para dar cuenta de cómo Itzá habita en Lavinia me pareció genial y hermoso, ya que me gusta la belleza de los naranjos, el sabor de sus frutos y el aroma de su flor, el azahar.
Aprecié además que la Lavinia de Belli sí tiene voz y poder de decisión, al contrario de la Lavinia de Virgilio en La Eneida. Siempre he valorado esta obra clásica por la gesta humana del Eneas errante, del hombre perseverante en busca de un nuevo hogar (no admiro, que conste, la epopeya de conquista y fundación de un imperio, asunto de milicos). Solía alegrarme que, al final de sus migraciones y vicisitudes, Eneas encuentra a Lavinia. Pero durante una conversación enriquecedora una alumna venezolano-libanesa, Manwa, amante de la literatura clásica, me dijo con justa indignación que en La Eneida Lavinia no tiene voz, ni posibilidad de decidir su destino. Ni siquiera hay alguna pista sobre sus sentipensamientos con respecto a Eneas. Gracias a Manwa, puedo apreciar con mayor lucidez que Belli sí nos permite conocer a su Lavinia, una mujer corajuda, en procura de su plenitud y libertad.
Leer la novela en este momento histórico me dejó cavilando por algunos días y sintiendo una desazón moral al entrever, en la historia de Lavinia, un sacrificio inútil, como el de tantos jóvenes idealistas latinoamericanos del siglo XX. El camino de la guerrilla terminó en más injusticia, por ejemplo, en otro dictador brutal asolando hoy en día a Nicaragua, un autócrata que antes fue guerrillero de un frente de «liberación».
Sin embargo, la lectura de La mujer habitada también me provocó preguntas urgentes: ¿Cuál es la liberación necesaria? La de género, que procuraba Lavinia, sigue en proceso y nuevas generaciones de mujeres latinoamericanas la lideran, honrando el camino iniciado por sus antecesoras. Por otra parte, pienso que la liberación política debe cerrar el ciclo de violencia, no perpetuarlo. ¿Cómo podremos lograrlo en el siglo XXI?