Search
Close this search box.

Las hojas que caen

 Ulises Gonzales

 

Alrededor de una mesa de madera oscura, en el bar de un club de golf, cuatro hombres juegan a las cartas.

El más viejo se llama Bryan, hijo de dublineses, ostenta una herida de guerra que le ha malogrado un ojo. El más robusto, que carga herencia siciliana y lleva las gafas pegadas a un rostro sonrosado y liso, se llama Matty. El tercero, alto y tullido por desgracia de la polio, de herencia napolitana y carácter explosivo, se llama Lenny. Tony es el cuarto: pequeño y delgado, de bigote boscoso y ronca voz de fuerte acento gallego.

Los cuatro hombres se han reunido a jugar cartas alrededor de aquella mesa casi la mitad de todos los domingos de su vida. Bryan tiene 84 años, Matt 82, Lenny y Tony acaban de cumplir 80. Esa tarde, el bar está lleno de gente y sobre el campo de golf, muy cerca de la casa club, flamea al tope del asta una imponente bandera de los Estados Unidos.

Matt se levanta de la mesa a mitad del juego para ir a la barra, Lenny protesta que Matt siempre lo hace cuando va perdiendo. Matt dice que no está perdiendo, que necesita beber algo y que no se demora. El muchacho que sirve los tragos, un dominicano, le pregunta cómo van los negocios. Sabe que Matty adora conversar sobre dinero.

–Escucha: ayer vendí lo que quedaba de mi compañía. No me gustó, pero tuve que hacerlo ¿Tú sabes que tenía una flota de carros para distribuir aceite?

–Lo sé, Matty. ¿Con hielo?

–Con poco hielo. De joven yo era el único de mi manzana que tenía un auto. Todas las muchachas me pedían que las llevase a la playa ¿Te he contado eso?

–Varias veces, Matty. ¿Algo para picar?

–Un poco de maní. Eran otros tiempos, este país ya no es lo mismo. ¿Sabes tú lo que ha malogrado a este país?

–No, Matty. ¿Qué ha malogrado a este país?

–Los negros y los hispanos. Están en todos lados.

–Yo soy hispano, Matty.

–No, no. No me refiero a ti. A otros hispanos ¿entiendes? Antes también había inmigrantes… pero era diferente. Más controlado ¿entiendes?

–Tu bebida con hielo y tu maní, Matty. Entiendo.

–Mi familia llegó desde Sicilia sin dinero y hablando italiano, pero yo y todos mis hermanos aprendimos inglés. ¿Te he contado eso?

–Muchas veces, Matty.

–O.K. Gracias ¿Eh? Gracias, gracias.

Sobre la mesa, Lenny mueve el brazo por accidente y descubre que Matt esconde dos cartas bajo su servilleta.

–¡Es la última vez que juego con Matt!, grita.

Bryan trata de calmarlo: si él ya sabe que el viejo es un tramposo.

–¡Y un cochino!– agrega Tony ¡Siempre habla con la boca llena de comida! ¡Un tramposo y un vulgar! Tony lanza sus cartas, se para y ayuda a Lenny a levantarse.

Matt regresa a la mesa arrastrando los pies, tratando de no derramar bebida ni de voltear el recipiente de maní. Algunos socios, desde sus mesas, levantan sus jarros de cerveza y brindan a su salud. Matt brinda, extiende la mano, hace un comentario coqueto a una mesera regordeta y le aprieta un cachete con sus dedos embarrados de sal. Mientras Matt regresa, Lenny ya arrastra su andador, camino a la puerta de salida, seguido por Tony. Al llegar Matt a la mesa, Bryan lo recibe con una sonrisa fría. «Eres un maldito tramposo, Lenny no quiere volver a jugar cartas contigo». Matt dice que no le importa. Se sienta, bebe de su refresco, derrama un poco de líquido que chorrea hacia el borde del cuello. Estira el recipiente de maní hacia Bryan, quien, con la mirada extraviada de su ojo dañado, piensa: “¿Qué pasará por la cabeza de este viejo hijo de su madre?”

Matt insiste en jugar cartas, pero Bryan le dice que no. Que ha arruinado la tarde, que ya no quiere jugar. Prefiere mirar el campeonato de golf en una enorme pantalla de televisión. El golfista toma impulso para golpear la bola. El silencio en ese lejano campo de Virginia se contagia a los socios que llenan las mesas del bar de este club de golf en Nueva York. El jugador golpea. Es un pésimo golpe, la bola vuela por encima de los árboles hasta donde la cámara no la puede seguir. Algunos socios en el bar aplauden divertidos. Matt es uno de ellos. Bryan lo mira.

***

Tony y Bryan juegan golf todos los sábados por la mañana. Se unen a Matt y Lenny los domingos para jugar a las cartas.

El convenio tácito es que Lenny debe soportar los trucos de Matty (más descarados conforme pasan los años) y que ellos tres deben aguantar el carácter explosivo de Lenny. Matt y Lenny han peleado muchas veces. Matt siempre pretende que el juego de cartas no le interesa, pero odia perder. Bryan intenta ser neutral, aunque le hacen gracia las malas bromas de Matty y las rabietas de Lenny. No le desagrada que Matty le ponga apodos. Como aquel, cuando apenas se estaba haciendo a la idea de su cicatriz en el ojo y a mitad de un juego de cartas, Matt lo apodó: «Mira con truco». Matt también intentó una vez apodar a Lenny y a sus piernas destrozadas: Lenny lo cogió del cuello con ambas manos. Casi lo estrangula frente a todos. Matt a veces agarra el bigote de Tony, se lo sacude y le dice que no parece un gallego sino un cuatrero mexicano. Tony se desquita insultándolo, gritándole que es un sucio y un vulgar, un mal educado. A veces todos terminan levantándose la voz. Se insultan, botan las cartas y se largan del club jurando no volver a verse nunca más.

El sábado siguiente, Bryan y Tony juegan golf. Después de ajustar las correas de las bolsas al carrito de golf, el Caddy Master les asegura que no tendrán jugadores esperando detrás de ellos. Bryan le agradece la información con un billete de veinte dólares. A Bryan le gusta tomarse su tiempo en cada hoyo y detesta cuando otros socios lo apuran. Algunos tienen pésimos modales. Años antes, al ver su cicatriz, los socios, los administradores y los empleados lo llamaban “General”, con respeto. Ahora, piensa Bryan, muchos de los socios y de los empleados ni siquiera saben lo que significa “La gran generación”.

A Bryan le agrada jugar golf con Tony porque casi no habla. Avanzan por el campo haciendo mínimos comentarios. Ese sábado son solo dos, pero durante muchos años fueron cuatro: Bryan, Tony, Lenny y Matty. Lenny tenía el mejor juego de los cuatro, hasta que las secuelas de la polio terminaron de arruinarle las piernas. Matt siempre jugó mal e hizo el papel de payaso del grupo. Hasta que su columna se arruinó. Las peleas entre Matty y Lenny empezaban el sábado en el campo de golf y seguían los domingos en el juego de cartas. Esa era su rutina de los fines de semana. Tony usualmente hacía causa común con Lenny, si bien en algunas ocasiones le comentaba a Bryan en privado –invocando cierta complicidad por sus ancestros celtas–, que aquellos altercados eran comunes entre sicilianos y napolitanos. “Esto es cosa de mafiosos italianos”, decía.

Ese sábado demoraron casi cuatro horas en jugar los dieciocho hoyos. El campo tiene la peculiaridad de un hoyo adicional. El 19, el hoyo de la despedida. Desde el hoyo 19 se puede ver muy de cerca la casa-club y por eso es el más importante: los socios, a través de los ventanales, sentados alrededor de las mesas del bar o bajo los toldos de la terraza, pueden apreciar cuán malos golfistas son los otros socios. Es el hoyo que los jugadores escogen para sus apuestas más jugosas. El caddy les comenta que un grupo de socios apuesta siempre mil dólares en el hoyo 19. Los jugadores de cartas siempre fueron más modestos y apostaron invariablemente la misma cantidad: el almuerzo del domingo.

Esa tarde gana Tony en el 19. Bryan reconoce molesto que, si bien ha ganado en el resultado general, a él le tocará pagar el almuerzo del domingo. Bryan ha conversado por teléfono con Lenny y le ha prometido que jugará solo si no juega Matt. Que no volverá a jugar nunca con Matt. Matty no lo ha llamado durante la semana, pero Bryan espera que juegue. “El viejo tramposo no podrá resistir la tentación de venir. Así sea solo para vernos jugar”, piensa.

Mientras conducen el carrito de golf hacia la casa-club, ven algo que les provoca escalofríos. Dos empleados desatan el nudo de la bandera que flamea sobre la casa-club. Con la fuerza del viento, esta se enreda sobre sí misma y el asta se estremece. Los empleados rehacen el nudo peleando con  el viento, mientras Bryan y Tony se acercan en el carrito de golf, silenciosos, sin dejar de mirarla. La bandera empieza a flamear a media asta.

Durante sus más de cien años de existencia, aquel ha sido el signo tradicional de respeto ante la muerte de uno de los socios. Bryan no recuerda en qué momento de su vida empezó a ver el detalle de la bandera como un símbolo de extrema importancia. Ni cuándo empezó a pensar que, alguna vez, ese detalle significaría que él había muerto. Tal vez después de su primer ataque al corazón. Bryan mira cómo flamean las estrellas blancas y las líneas rojas. Sabe que no necesita decir nada, que Tony está pensando lo mismo que él: mientras no estén los cuatro juntos, siempre han de sentir esa ansiedad en el pecho que los llevará, como ese sábado, hacia la casa-club. No se dan cuenta que sus zapatos de dos tonos van dejando una larga huella de barro sobre la alfombra.

Bryan y Tony se detienen bajo el portal de la oficina de gerencia. Atentos y en silencio, frente a la puerta abierta, observan por un instante al gerente, que aún no los ha visto, preocupado en la lectura de documentos. Bryan suelta de golpe la pregunta que lo tortura:

–¿Quién se murió?

El gerente levanta la vista de sus papeles y los mira por unos segundos, extraviado. Piensa por un instante en lo que debe decir. Se demora una eternidad en contestar. Por fin, con la mirada fija en el ojo malo de Bryan, les dice un nombre: «Mister…»

Los dos amigos escuchan atentos, inmóviles. Entonces se abre en su mente un agujero y por allí viajan sus recuerdos hacia las hojas que caen.

Relacionadas

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit