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Las armas de Obama

No hace muchos días vimos a Barack Obama llorando en los medios televisivos ante una de las últimas matanzas cometidas en su país y ante las que se siente inútil para atajarlas, y lo es. El flamante premio Nobel de la Paz, que lo obtuvo de forma preventiva nada más aterrizar en la Casa Blanca, ha tenido un reinado frustrante en sus dos mandatos. Con un senado dominado por los republicanos, su margen de maniobra en todos los grandes temas que atañen a la nación, y que prometió abordarlos, ha sido mínimo. En cuanto al uso de las armas de fuego, algo que pertenece al ADN del americano medio como la Coca-Cola, el McDonalds o el Playboy, sus intentos para limitar su uso han caído en saco roto. Lo máximo que aspira obtener, antes de que expire su mandato, es exigir que se examinen los antecedentes penales y psiquiátricos del futuro comprador de armas letales.

Estados Unidos es un país consumista por excelencia, y del consumo compulsivo no escapan las armas de fuego. La poderosa Asociación Nacional del Rifle y los lobbies armamentistas tienen un negocio asegurado con las algo más de 250 millones de armas de fuego de todo tipo y calibre que están en manos de particulares y se van renovando a medida que salen nuevos artilugios más sofisticados y letales. Podemos decir que Estados Unidos es un pueblo armado y que ellos mismos sufren las consecuencias de esa banalidad absurda de la violencia heredada de los antiguos pioneros.

Las armas son la causa de las matanzas indiscriminadas que una y otra vez, sin que la sociedad norteamericana reaccione, se producen en escuelas, comercios, cines… Tanto las utilizan para sus matanzas individuos que se sienten marginados y humillados en su entorno como grupos terroristas de diversa índole, desde supremacistas blancos, antiabortistas o yihadistas afines al ISIS. Las armas campan a sus anchas en las casas de los fanáticos de su uso que las ponen en manos de sus hijos y les enseñan a disparar con ellas, para defenderse de hipotéticos enemigos, en un intento de privatizar la seguridad ciudadana, como si no existiera policía.

Tampoco es que la policía goce de un excesivo prestigio en ese inmenso país por sus frecuentes desmanes. Las muertes por los tiroteos indiscriminados de la policía dejaron un reguero de muertes considerable el pasado año: más de un millar. Una de las últimas, un niño negro armado con una pistola de juguete que fue abatido por la policía. Ser negro, además, le hace a uno candidato propiciatorio de sufrir la violencia policial sobre sus espaldas. Y, lo más grave, los autores uniformados de todos esos desmanes son exonerados de los homicidios cometidos en los juicios. El policía primero dispara, y después pregunta.

El llevar armas de fuego es un derecho reconocido en la quinta enmienda de la Constitución Norteamericana que lleva unos cuantos cientos de años vigente. Nadie se plantea cambiarla por muchas matanzas que haya en las escuelas del país, como si ese derecho antiguo fuera sagrado. Dicen sus defensores, en un ejercicio increíble de cinismo, que no matan las armas de fuego sino los que aprietan sus gatillos. Saben ellos que si se prohibieran las armas en todo el país el número de víctimas por armas de fuego bajaría considerablemente. El norteamericano medio es tan individualista que prefiere correr con el riesgo a morir en un tiroteo cuando va al supermercado que dejar su seguridad en manos de otros, en las de la policía, por ejemplo, que son los que en las sociedades occidentales están legitimados para el uso proporcional de la violencia para la defensa de la ciudadanía.

Barack Obama llora de impotencia ante las cámaras y estoy seguro de que su lamento es sincero. En ese, como en otros temas (el cierre de Guantánamo) su gestión ha sido un fracaso. Las armas siguen matando, escupiendo muerte a discreción, y el lobby armamentístico nada tiene que temer. Ningún presidente va a acabar con sus prerrogativas.

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