Lao Tse predica toda su vida la sinuosa senda del Tao. Cree en un principio rector y pleno; proclama, silencioso, el poder de los contrarios que se reúnen en el uno eterno.
Pasan los años y su pueblo no responde. Atravesado por la huidiza moneda de la lujuria, el pueblo se entrega a los juegos de azar y al sexo fácil.
Lao Tse se harta de la corrupción de la realidad.
Escéptico, desencantado, toma el camino de polvo y abandona el sendero metafísico.
Parsimonioso, huye de la aldea prístina y llega a una posadera penumbrosa. Pide dos botellas esmeriladas. Se emborracha. Los días en el fango se acumulan. Lo acompaña el canto frenético de los gallos y la luz estridente de la lluvia del verano.
Un día, entra a un almacén y se pone ropa de mujer. El barbero le corta el cabello.
Viaja en un barco como una prostituta elegante. Se instala en una ciudad de la Hélade esplendorosa. Trabaja sin testigos hasta que el vacío real le carcome el alma: lo desintegra.
Antes del último instante, le pide a su amante que guarde el secreto: nadie debe saber su abandono del mundo.
Frente al agua sonora que fluye en el arroyo, cuelga una soga indiferente.