«Señor de 45 años, solo, sin familia, con 4 mil francos de renta, desea casarse con dama de edad y situación económica similares. Responder a C.T.45 Jal».
Durante años el aviso se repitió en las páginas del Petit Journal. Eran tiempos malos, acaso como todos, pero con un detalle que profundizaba esa llaga, los hacía más sangrientos: la Primera Guerra Mundial. Las bajas se contaban por millones: los soldados con una educación para la guerra del siglo XIX no estaban preparados para ese conflicto que había comenzado en 1914 y en el que se utilizaban por primera vez aviones y globos dirigibles, tanques, granadas y armas biológicas como el gas mostaza y el fosgeno.
Los hogares de París se volvían fríos, los atardeceres de una soledad insoportable. Quien mejor sabía del tormento que padecían las viudas de la guerra era un hombre pequeño, de suaves maneras, con una barba en forma de daga: Henri Desiré Landrú.
En un lapso de cinco años el francés logró estafar a 293 mujeres. Aquellas que más lo amaron, que su vanidad se vio recompensada por los halagos y regalos más bellos, recibieron como último premio la muerte.
Para cada nueva cita Landrú utilizaba nombres y oficios distintos. A veces era el respetado doctor Fréymet, otras el geómetra Dupont o el ingeniero naval Lucien Guillet. Lo que nunca cambiaba era la manera de matar: a sus víctimas les daba veneno y luego las descuartizaba para finalmente incinerar los restos.
La primera víctima del primer asesino en serie de la historia de Francia – mató a once mujeres– se llamó Jeanne Cuchet. Viuda, con 39 años y un hijo de 17, la mujer se enamoró del inspector de correos Raymond Diard, la identidad que Landrú eligió para la ocasión. La mujer y el adolescente desaparecieron el 4 de enero de 1915. El asesino se hizo de 5.000 francos.
Además de cálido y hábil para detectar la debilidad en el otro, Landrú era un hombre obsesivo con las cuentas. En libretas de cuero negro llevaba puntillosamente cada uno de los gastos del día como las señas de sus amantes. Bajo el título ‘Affaires en reserva’ anotaba: “Señora Buisson. Tiene un hijo de 19 años en Bayona. Se casó con un hotelero. Era criada para todo servicio, sin fondos. A la muerte del viejo, liquidó los muebles y se llevó consigo el dinero ahorrado en cuenta bancaria. Celos de familia. Entrevistada el 14. Escribirá».
Landrú fue perfeccionando sus citas como el lugar del crimen. Para que todo resultara menos sospechoso –el asesino tenía una esposa e hijos– alquiló una casona en Gambais, en las afueras de París.
Un hombre puede ser riguroso con su vida, lo que no logra jamás, lo inevitable, es controlar el azar. Una tarde de invierno la hermana de una de sus víctimas vio salir a Landrú de una conocida tienda de obras de arte de la Rue Rivoli. La mujer fue con la policía hasta el local donde el asesino había dejado sus datos para que le enviaran la pintura que había comprado.
El 13 de abril a las 9 de la noche Landrú fue sorprendido mientras escuchaba música con Fernande Segret, una de sus amantes. Entre las ropas la policía halló una de sus libretas negras.
En la casona de Gambais estaba el resto: cajones llenos con cartas perfumadas, recortes de diarios, libretas de contabilidad. Y también cien kilos de cenizas, 996 gramos de huesos humanos como falanges, rótulas, fragmentos de mandíbulas. Los investigadores pudieron comprobar al menos la identidad de once mujeres.
Landrú nunca negó los robos, pero sí los asesinatos. La justicia francesa no le creyó y fue condenado a la guillotina. El 25 de febrero de 1922 la cabeza de Landrú rodó por el patio de la prisión de Versailles. Dicen que esa tarde en París algunas mujeres lloraron su muerte.