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Lagunas de Milton Läufer: El olvido como identidad.

Lagunas es un mundo de fantasmas que deambulan sin nombre y sin buscar al autor que los generó. Así se recibe a un personaje que se aísla en una cabaña recóndita, porque no podría ser de otro modo, y entre gatos ajenos. Deja una vida atrás sin intención de rescatarla, para volverse parte orgánica de una rutina que jamás le va a corresponder. Son las aguas que rodean la cabaña (espacio retraído y encerrado) en la que duerme, las que van entrando como líquido amniótico a un útero sin memoria. Arrinconan el desarraigo para volverse un territorio de por sí, un lugar para ser sin nacimiento ni muerte. El protagonista, un hombre, el hombre, vuelve a la caverna a ser alimento para los sobrevivientes de un mundo brutal.

Este ser, despojado incluso de su propio nombre, de todo lo que podría condensar un significado único, es al final un ensimismado que decidió reclutarse en el abandono, –¿cómo una forma de descanso?–. Espera sin apuro que una pareja de amigos, los verdaderos dueños de la cabaña y los gatos, vuelvan de un viaje eterno. Mientras tanto, se aferra a un paréntesis que se infla de aire y agua, como una composición onírica, que contiene a seres flotantes, espejos para la falta. Son el propio sueño de salvación.

Una compañera francesa duerme con él desde su primera noche. La conoce en un bar y como dos desconocidos encuentran refugio en las sombras del otro. La intimidad surge a partir de algo implícito: solo existen en el presente. Poco se llega a saber del pasado de cada uno, quizás lo que podría leerse en una ficha técnica o un anuncio publicitario, y el futuro ni siquiera es posible. Se ignora la procedencia para que siga habiendo una fascinación infantil por el otro. Sin embargo, el deseo no se somete únicamente a una experiencia carnal sino a la necesidad de tener al otro para no desaparecer por completo. No es azaroso que cuando Ève –la primera mujer– vuelve a Francia, él comience a alucinar y a buscar presencias donde reflejarse de nuevo. Se queda sin una costilla, absolutamente solo.

El protagonista es un huérfano por motu proprio. Se expulsa a sí mismo del mundo apocalíptico –moviéndose por escenarios que recuerdan a la novela gótica en algunos casos y en otros a la ciencia ficción –, y solo evoca el pasado cuando está sentado en un tren, en un medio de transporte que no puede desconocer su camino de regreso porque esta atado a los rieles de la memoria. Las vías laberínticas por donde se conducen los trenes van y vienen siguiendo las mismas pistas del recorrido de la infancia. Marcan sus contradicciones, el mecanismo de quien da vueltas sobre su propia miseria sin poder salir de ella. Y es en esa miseria cuando se hace un esfuerzo por entender la pérdida.

La novela es un caudal de lagos programados para disfrazar sus turbulencias con nieve, con la solidez de quien aparenta que no hay carne blanda por dentro. Se olvida para no sufrir, en compañía del animal que no pide nada a cambio, porque sería demasiado pedir el doblez del afecto cuando ya se vive sin pasado. El eterno sonámbulo no pertenece a sus iguales, ni a un vínculo amoroso. Su campo es la noche, como cualquier ser sobrenatural que no quiere ser visto. Pero, en este caso, tampoco quiere verse a sí mismo, por eso vive dormido. No hay acto que pueda ser retenido con sus párpados cerrados. Se sumerge en el agua fría donde solo él cabe, para ahogarse en el fondo, lentamente, aguantando la respiración hasta desaparecer.

 

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