Lola se reía y disimulaba entenderme mientras se posicionaba sobre mí buscando ese aire dulce, esa caricia profunda en que se agolpaba y trastabillaba hacia el no-presente, mientras sus manos se crispan sobre el aire intentando detener el tiempo.
Y así, clavados uno en el otro, vibrábamos en la misma cuerda, nos fundíamos en un solo ser, observando, desde las ventanas de su cuerpo, cómo su esencia divina e infinita ondulaba al compás del mundo, como una máquina del tiempo.
Mientras gemía, mientras surfeaba mi carne desmelenada atrapada en un instante infinito de placer, Lola intentaba darme lecciones de vida. Me decía que cuando fuera un hombre mis actos serían más conexos,
que las dudas se irían
y una mansa paz llenaría mi cabeza de luces,
que mis apetitos y aprehensiones lograrían ese hermoso equilibrio
que no nos permite entregarnos,
perdernos,
lanzarnos hacia abismos inciertos y poderosos
donde la felicidad se vislumbra intermitente,
como un náufrago en la cima de las olas de una tormenta.
Me juraba que cuando fuera un hombre
sabría de sexo y de definiciones,
que el futuro sería un día claro frente a mí
y no esta bruma oscura tan familiar y tan inquietante,
que mis talentos y pavores tendrían todos su lugar y su momento,
que aprendería a matar y a construir,
a estarme quieto y a ceder,
a velar por otros o a reprimir,
de acuerdo con las circunstancias de mi prosperidad.
Cimbrando sus caderas, levitando sobre mí,
mimando con sus pétalos carnívoros y jugosos el tronco de mi verga,
me juraba que cuando yo fuera un hombre mis objetos ganarían gravedad
y perderían,
suavemente,
esa ilusión que siempre los hizo volátiles.
Ha pasado el tiempo y todavía soy un niño, he viajado a nuestro presente, tengo bellas memorias de nuestro futuro, sigo sin encontrar mi alma dentro de tu cuerpo, pero
en el patio han quedado tus sonidos pegados a los pájaros,
tu cuerpo se mece con la sombra de las hojas
tenues y onduladas,
siguen una cadencia aprendida
de tus curvas, tus arranques pélvicos… pobres hojas,
no tienen la culpa de tanta hembra
en la memoria de sus hebras
de tus susurros
musicando sobre mis poros una sonata de carne.
Sé que aré un abismo con mis ojos
que me llevé esa piel etérea tan fina y tan tierna
casi un encaje de pasión en la tela de tu juicio:
tu amor de un instante duró mil años
mi amor de mil años duró un instante,
fue un no coincidir, un mal milagro
como errar una diana
que nunca se suponía que falláramos