A Liliana Juárez
La casa abúlica, silenciosa, tenía el frente descascarado. Unas macetas inertes adornaban el patio. El perro circulaba con su habitual parsimonia. Doña Edelmira, la madre de Hasper, y su pituco esposo inglés rodeaban el féretro marrón.
Una tía de Hasper había llegado desde lejos y estaba sentada en una silla enclenque. Eduardo Hasper merodeaba el patio de tierra como un soldado después de la batalla.
De a poco fueron llegando los concurrentes. Lentamente un murmullo suave se apoderó del patio hecho de tierra y atiborrado de incienso.
Doña Edelmira prohibió la colocación de cruces y flores artificiales. Frente al desierto de lo real, la tía, católica empedernida, se prosternó para que le permita encender unas velas. Doña Edelmira aceptó sólo porque era su cuñada preferida. Unas breves luces mortecinas iluminaron la salida cuando la noche entró por la ventana.
Hasper dijo que el olor a agua del río no se despegaba de sus narices. Él había hecho todo lo posible para salvar a su hermano, pero las brazadas y la lucha contra el agua marrón habían sido inútiles.
El cura Carlitos cruzó el umbral exterior y un rumor frío y denso se esparció por el aire. Doña Edelmira encaró al cura y lo miró de reojo. El cura no emitió palabra; sólo la siguió con los ojos y avanzó. Buscó el féretro y, ya al lado del cuerpo tieso de Cacho, movió los labios, suavemente. Indómito, el cura rezó por la salvación del muerto. Según el verdulero Hasper, el cura se atrevió a desafiar a doña Edelmira porque ella, la orgullosa e iracunda atea, estaba de espaldas. Luego el curita salió del patio y se fue.
Hasper no soportaba el olor a río. Su piel y sus manos sudorosas lo rodeaban como una enredadera impune. Quiso salir a despejarse, creyendo que en el exterior el olor sería menos intenso, pero nada cambió.
De noche, ya en su negrura interior, regresó a la sala y se aproximó al féretro. Miró hacia abajo. Vio la telaraña del rostro, el gesto clavado en los ojos abiertos, vio los brazos al costado y vio la mueca impostergable de la boca, la amplia sonrisa de su hermano, esa que había hecho varias veces cuando el agua lo tragaba en el río Maraca.
La última sonrisa de Cacho se quedó clavada en la memoria como la huella del agua en el agua, de la tierra en la tierra, del fuego en el fuego. Y hasta el último día que lo vi lo persiguió la sonrisa de su hermano.