Desde hace unos meses los mensajes de voz están invadiéndome como hormiguitas en preparación para el invierno. No me gustan. En sus inicios, cuando comenzaron a llegar respondía: «Lo siento, no puedo escuchar mensajes de voz»; o bien: «Lo siento, no escucho mensajes de voz». En un principio lo hacía con mucho arrojo, pero la situación ha variado enormemente porque he ido cediendo a la presión y el pudor ante mi respuesta ha ido en aumento. Como si me estuviera rindiendo ante el enemigo, los estoy escuchando.
A una amiga le extrañó mi comportamiento y me preguntó: «¿Por qué no te gustan?» Le expliqué que me siento invadida; son voces que no invité a hablarme y se inmiscuyen en mi espacio privado. Hace poco descubrí el real motivo de mi aversión. Mientras corría en la trotadora -el Covid me pegó fuerte y estuve una semana en cama–, entendí la real causa de mi temor: veo inminente el fin de la escritura (el miedo por definición es irracional y sé que no sucederá). Me refiero a que, si hoy los seres humanos somos incapaces de escribir con unos cuantos caracteres en nuestros dispositivos, ¿cuán desolador será el futuro? A ello sumo la descompensación que me produce recibir textos llenos de faltas ortográficas y una pobre gramática. Una vez alguien me escribió (y en muchas otras ocasiones): «El señor ke configura el cargador me pregunta…» Casi me desmayé del espanto y le pedí que cuando me mandara mensajes, lo hiciera escribiendo adecuadamente el «que».
Un conocido me contó que ignoraba la existencia de los signos de exclamación y de interrogación al estilo ortográfico español. Mi segundo hijo me dijo que solo conoce a dos personas que los usan: sus padres.
A este panorama agrego otra variable, la del lenguaje inclusivo. La línea de lo políticamente correcto sería todas y todos o todes, alumnos y alumnas, estimadas y estimados. Es una tiranía. Un camino intermedio sería utilizar un lenguaje neutro como lo intenta la escritora Irene Vallejo. Pero si ya es un problema escribir bien, más lo será integrando la variable de la inclusividad. Lo peor, y eso me enoja conmigo misma, es que en algún grado también me rendí. Envío un boletín a cientos de suscriptores y cada lunes lo inicio con la misma fórmula «Querid@s amig@s!» y sufro, sufro porque de verdad quiero escribir «Queridos amigos».
En Chile, el tema es de lo más contingente. En el gobierno se ha señalado que es menester modificar la manera en que nos referimos y debemos incluir a todos y a todas. La Secretaria de Género del Gobierno de Chile publicó un “Manual para el uso no sexista en el Poder Judicial de Chile”. En el Ministerio de Educación también.
En Argentina anunciaron que los profesores no podrán utilizar más los «todes, tod@s ni todxs» porque se estaría atentando contra el proceso de enseñanza. En CNN en español entrevistaron a la escritora Beatriz Sarlo, la que está más preocupada de la calidad de la educación y cómo escriben los jóvenes:
«… lo más preocupante es el hecho de que haya «adolescentes que no sepan leer un texto complejo”».
La Real Academia Española considera que el «lenguaje inclusivo» es un conjunto de estrategias que tienen por objeto evitar el uso genérico del masculino gramatical, «mecanismo firmemente asentado en la lengua y que no supone discriminación sexista alguna».
Sharon Grobeisen y Daiset Sarquis del Washington Post en español, rechazaron la propuesta del órgano regulador del lenguaje español.
«La resistencia a revisitar el uso y la representatividad del idioma, no únicamente desde una visión gramatical, es anticuada pues obvia el hecho de que el lenguaje es la principal herramienta para habilitar procesos equitativos y democráticos. No hay que olvidar que los cambios culturales, políticos y sociales más trascendentes no se dieron dentro de una institución sino en el uso cotidiano. Las instituciones de la lengua no tienen el monopolio del lenguaje y al oponerse a abrir una discusión acerca de la falta de neutralidad en el idioma español, en una sociedad y en un mundo como el que vivimos y con la urgencia que le acontece, ponen en riesgo su vigencia.»
En Francia han buscado un punto intermedio. De acuerdo con el diario El País ciertas gobernaciones y empresas privadas reemplazaron la denominación femenina/masculina por un punto más neutro. «En vez de decir los “parisiens et parisiennes” (parisinos y parisinas), el Ayuntamiento de París escribe “parisen•ne•s” (algo así como parisino•a•s; el castellano dispone de una fórmula más extendida y cómoda: “parisinos/as”)». Para el ministro de Educación, Michel Blanquer, es una aberración para la lengua francesa y se debe respetar la gramática. La comunicación, cree, es imposible para personas con discapacidades o trastornos del aprendizaje. Es decir, la escritura inclusiva se convertiría en excluyente.
Hace casi tres años comencé con Espiral, un podcast sobre literatura y creatividad. He tenido el privilegio de entrevistar a grandes escritores como Alan Pauls y Julia Navarro, quien está en contra de la ingeniería social:
«El lenguaje inclusivo a veces tiene sentido en unas ocasiones y en un contexto, y en otras pues no sé. Decir “hay que feminizar las palabras”, pues no. No hay que feminizar las palabras ni masculinizarlas. Son lo que son».
En cambio, para la escritora chilena, Alejandra Costamagna el lenguaje inclusivo es una tremenda oportunidad:
«Es una forma de pensar en hacer justicia desde la lengua, desde el lenguaje con el que trabajamos todos los días, de dar vuelta un poco, ponernos a reflexionar por qué ese lenguaje ha sido creado con esos énfasis, por qué cuando decimos todos, tenemos que pensar que en esa masculinidad se incluyen también a las mujeres, y por qué cuando decimos todas no podríamos incluir también a los hombres. Es como reflexionar sobre el lenguaje y quizás la norma no va a entrar o el lenguaje inclusivo va a pasar, pero negarse de buenas a primeras a abrirse a esas posibilidades, a mí me parece que es como un poco obtuso quizás, yo no le tendría miedo a que las palabras puedan llevarnos a otros lugares».
Pero volviendo al inicio de esta columna y el enojo que me provoca rendirme, entiendo los argumentos de uno y otro lado. El lenguaje es dinámico y muchas veces los académicos y expertos no quieren dar su brazo a torcer. Yo no soy académica, sino que periodista y escritora, amo el lenguaje y sus manifestaciones, me expreso por medio de letras y juego con las palabras. Considero ilógico utilizar todas las denominaciones posibles, pues atenta contra la claridad, el ritmo y la praxis. Si bien esta discusión me ha hecho tomar conciencia de ciertos aspectos de nuestra lengua, no estoy de acuerdo en cómo se está solucionando.
Lo importante es hacerse las preguntas correctas. ¿Es el lenguaje el principal causante del machismo? ¿Qué implica ser inclusivo en la expresión oral y escrita? ¿Es necesario batallar contra una norma? ¿Qué podríamos hacer distinto? Como aún las respuestas son inciertas, en el intertanto intentaré detener la avalancha de mensajes de voz y quizás, escribir en mi boletín «Queridos amigos».