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La tierra de nuestros ausentes de Eduardo Ruiz Sosa

     Hablar en una reseña de un libro del que has disfrutado es como presentar a un amigo común. Sabes cosas de ese amigo que crees que le pueden ayudar para moverse entre esos nuevos amigos que son tus lectores, y te informas de otras por medio de otros amigos comunes, mientras tratas de encontrar sus coordenadas. Eso sucedió con esta novela de la que hoy les hablo, este amigo común: El libro de nuestras ausencias (Candaya, 2022), de Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, 1983) que me recordaba los ecos de Juan Rulfo en cada víctima, cada ausencia que detalla la novela, no solo en Pedro Páramo, sino también, y muy especialmente, en El llano en llamas, en todos esos personajes que aparecen en aquellos cuentos, en sus ausencias más que en sus presencias, como en la novela de Ruiz Sosa. Pero, tras documentarme, descubrí otras cosas: la importancia de José Donoso, el escritor chileno que cita Fernando Parra Noguera. Cabe reconocer que las voces corales de Donoso, la narrativa muda y a la vez coral de Donoso, que figura en las páginas de El obsceno pájaro de la noche, todo eso también lo encontramos en El libro de nuestras ausencias. Y con ellos, de la mano, a Óscar Liera, a quien pertenece la última de las citas que inician el texto, maquetada en hoja aparte a modo de homenaje a un escritor de Culiacán, su ciudad natal, que Ruiz Sosa considera fundamental, aunque al día de hoy sea un autor casi desconocido. A ellos hay que sumar la pléyade de referencias internas y de citas que subyacen en el texto en las que no me extenderé para no marear.

     El otro elemento identitario de esta novela es el lenguaje. Quince años ha tardado su autor en pergeñar este libro y en el borrador final, el texto ha tomado la forma de una voz colectiva en donde desaparece el yo, -al menos, el yo narrador-, para que emergiera el yo de los testigos, que son los que tienen en cuenta esas ausencias que inventaría de forma simbólica el libro, hasta darle esa atmósfera, desgarrada pero coral, ajena a todo detalle superfluo para guiar la narración por un camino básico: los hechos despojados; un estilo que recuerda tanto a Samuel Beckett, ese Beckett que nos enfrenta de una forma dura, cruel, sin matices, con nuestras miserias, con las cosas que nos avergüenzan, como J. G. Ballard lo hace con nuestros deseos. Esa es una apuesta formal fuerte, que exige un lector implicado con los cinco sentidos en este amigo: el texto. Es una apuesta por el lenguaje, un lenguaje sincopado, no solo por la disposición de la página, tan especial que no me parece tan importante, sino por la musicalidad, el sonido de la prosa, que te obliga a seguirla, una prosa que se va quebrando conforme se avanza en la narración con una serie de giros coloquiales que buscan la oralidad, como el muy utilizado “enque”, y que al principio hace pensar en juegos vanguardistas, invita a creer que el autor está jugando con el lenguaje, como hace con la disposición del texto en la página, pero que, cuando se llega al que, para mí, es el punto más álgido de la narración, con un hallazgo terrible que no adelantaré para no hacer un spoiler, y se observa que esas expresiones han aumentado y están por todas partes, y que las palabras parece que empiezan a comerse unas a las otras, siendo capaces de romper el discurso, de atomizarlo hasta hacerlo peligrar, hasta casi tapar la voz de los testigos, se descubre que todo eso no está ahí para hacer bonito, ni para experimentar, o no solo. Después de esa revelación, la novela sigue, pero de otra forma. Estamos sobre aviso. Entendemos mucho mejor los giros y los sonidos que se han utilizado hasta ese momento. Parece que surge un nuevo lenguaje ante la evidencia de la barbarie, y que se requiere de ese lenguaje, como si ante los desaparecidos en Latinoamérica, en todas sus variantes, nos encontramos en una situación similar a la que denunciaba Theodor Adorno tras el Holocausto, en que se requería construir otra estética nueva, otra poética que permitiera referir ese drama.

     Descritas las señas de identidad de nuestro amigo, se me antoja que debería comentar otros aspectos de la narración. El primero es el de los referentes bíblicos. Hay una orfandad bíblica en los personajes de la novela, esa familia, personajes algunos que hace mucho tiempo que acompañan al autor en su creciente obra, como el Gastón Tevez de su libro de cuentos La voluntad de marcharse (2008), o Fernando Ciego, ese Adán tuerto, un Adán expulsado de un paraíso que nunca vio y, por lo tanto, huérfano, que recorre todos los espacios por los que circula la novela, ya sean presentes o pasados, con su ojo de cristal, que me parece algo muy simbólico, el ojo que no permite ver y que, sin embargo, mira, y que es muy importante en la narración, hasta el punto que su dueño “empezó a considerar que el ojo de vidrio iba a ser el modo nuevo de estar en el mundo” (p. 411). Parece que Ruiz Sosa lo presente como símbolo de completitud. Y más adelante menciona su capacidad de tratar a la vez tanto lo falso como lo verdadero, aunque eso es algo que uno de sus personajes, como es Teoría Ponce, pone en entredicho. Da la impresión de que el autor quiera presentarnos un mundo con los mismos arquetipos que figuran en el Antiguo Testamento, con sus atribuciones simbólicas pero sin la posibilidad de un Dios, de una redención que no va a llegar nunca; solo la ausencia es lo único que les llega a los personajes. Eso sí, no están solos, como sí lo están los personajes de Rulfo. No experimentan la soledad de la tumba. Forman parte de un entramado de identidades que se ayudan en esa desgracia que han tenido que compartir a la fuerza.

     Si abundamos un poco más en los arquetipos: Orsina, la Magali, Gálvez, Teoría Ponce, y un largo etcétera que habitan el cuerpo de nuestro amigo común, sorprende el juego que se hace con el género. Parece por el nombre que algunos personajes deberían ser hombres y, en cambio, son mujeres, y al revés. Y eso abre el campo a la representación de la mujer, y a la evidencia con las rastreadoras como ocurre con el elenco de personajes femeninos que figuran en la cuarta parte de 2666 (2004), la novela universo de Roberto Bolaño. Resulta chocante que en un campo como el de la literatura, donde aún siguen siendo predominantes los hombres y los personajes masculinos en la mayoría de novelas, por mucho que se diga, algunos de ellos con una masculinidad muy tóxica, anclados en el rol del seductor que magnetiza a todas las mujeres que encuentra a su paso, aunque su creador sea un tipo más bien feo, en la mayoría de narraciones que tratan temas como los desaparecidos o los feminicidios, -y aquí me extendería a otros libros, como El invencible verano de Liliana (2021) de Cristina Rivera Garza, o Chicas muertas (2014) de Selva Almada-, los personajes femeninos sean tan determinantes, tanto desde el rol de la víctima como desde el del testigo. Que este hecho está relacionado con lo que hoy en día se considera “los cuidados” y cuyo peso, generalmente, recae sobre los hombros de mujeres, resulta evidente. En cualquier caso, es doloroso. Parece que las mujeres solo están en igualdad de condiciones, o incluso son protagonistas, ante la barbarie.

     No podría concluir esta reseña de nuestra amiga sin hablar del teatro, muy importante entre bastidores para armar la narración, construir los personajes y sus motivaciones e incluso elaborar esa voz coral que es el público que asiste a una representación, que resulta poliédrico, porque varios de sus personajes, Orsina, Julia Pastrana, Fernando Ciego, Gastón Tevez, están involucrados, y de qué manera, en el teatro. También encontramos las entradillas de las secciones, por no hablar de capítulos (porque no me parece que el autor esté muy interesado en dividir las partes de nuestra amiga en capítulos), que recuerdan a El público, de Federico García Lorca, su obra más experimental, olvidada por mucho tiempo. Después está el espectro, el espíritu de cierto teatro muy descarnado que recuerda a Beckett, como ya se ha mencionado. Y finalmente, la importancia del juego de representaciones que nos ofrece la novela, que no es banal. A partir de una serie de personajes, se muestra una representación de los testigos de las desapariciones, que las contemplan como una representación precisamente, un acto teatral especialmente álgido en el pasaje en donde se rompe el verbo, y en la representación del personaje de José de Gálvez, en cierto modo, una mímesis, aunque muy simbólica y mediada por el lenguaje, que se presenta como un filtro o más bien como un espejo en el que mirarnos; una representación simbólica de una serie de hechos trágicos ante un público también representado, como son esos personajes que actúan como testigos, como buscadoras, como actores y actrices, valga la redundancia.

     Finalmente, está la síntesis, para mí onírica, que propone nuestra amiga. No la revelaré por razones obvias para que se acerquen hasta ella y la acompañen hasta el final, la conozcan. Pero ahí aparece José de Gálvez, el político, el regente español, el marqués de Sonora, el jurista desembarcado en México para hacer frente a los jesuitas y a los indígenas, y su ejército de monos. Ahí simula encerrarse la tesis del autor sobre la violencia que asola México, sus raíces. Propone que están justo donde se encuentran las otras raíces, las raíces literales, las de los árboles, en esa tierra que pisan todos los personajes de nuestra amiga.

 

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